La actual Constitución española se compone de un breve preámbulo, en el que no se hace ninguna alusión al régimen anterior. Y se expresa el deseo de la Nación de establecer un sistema de convivencia democrática y libertades. Esta ley tiene 169 artículos y ocupa dieciséis páginas del BOE. Además incluye cuatro disposiciones finales transitorias, una derogatoria y otra final. El trámite constitucional fue complejo y con diferencias notables. Pero en ningún momento estuvo en peligro una posible involución. Ninguno de los socios y amigos, que firmaron los Pactos de la Moncloa (1977) insinuó siquiera que podía romperse la baraja.
La Constitución está trabada con numerosas contradicciones. No podía ser de otra forma. Para empezar: no había entonces, y sigue sin haber, una idea clara, contundente o al menos consensuada sobre lo que es España. Ni siquiera que sea. Para unos es una nación. Para otros es una patria. Para muchos es sólo un Estado. Para la propia Constitucion no se sabe muy bien qué es. Aunque la Carta de 1978 se preocupaba de analizarla, no entraba en su definición. Según la Constitución, España existe. Pero no «es». O es solo una existencia. Se queda en la mera comprobación de su discutida existencia. Pero no entra, ni arriesga, en la definición de su esencia. Muchos dirán que no tenía que hacerlo. Menos, con un asunto tan complicado que hubiera dado lugar a problemas. En principio, porque nadie quería identificarse con la franquista «una, grande y… sangre». Y casi todos, estaban dispuestos a ceder, para aprovecharse de la nueva situación de reparto que se abría con la muerte de la dictadura.
En todo caso, el artículo 1 del Título Preliminar dice que «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho…» Lo que, claramente no es una definición esencial, sino funcional. La inseguridad parlamentaria sobre el concepto España condujo a un amplio debate, en la Comisión constitucional, luego extendido al pleno del Congreso. La histeria por salvar constitucionalmente la intocable unidad de España, impuesta por las armas en varias ocasiones desde el siglo XVIII, se reflejó en las actas de este debate. La palabra España aparece registrada 1.286 veces. A su lado, las «conflictivas» Euskadi o Catalunya, aparecen solo en 387 y 366 anotaciones, respectivamente. Esto desvela que los miembros favorables a la unidad española tuvieron que esforzarse mas de lo previsto, para demostrar a sus interlocutores y colegas parlamentarios, las virtudes intrínsecas del concepto España. Es decir de ser español, mas allá de la historia. Y de la improbable definición de su esencia.
Otrosi. Las nacionalidades reconocidas en el artículo 2, cuyos nombres se ocultaron «casualmente», aunque se supone que son (al menos) la vasca y la catalana. Y tal vez la gallega. Es decir, precisamente las que se quejaron y protestaron (con la boca pequeña) al verse igualadas por abajo con el resto de las autonomias, minorizadas respecto a la nacionalidad española. Que aparece como la única propietaria del derecho a decidir, sobre si misma. Y sobre las demás. El hecho de haber tenido un Estatuto histórico (luego anulado por el franquismo) apenas les sirvió de nada a los complacientes autonomistas vascos y catalanes.
Café para todos
La Constitución, en efecto y como saben hasta en las facultades de Historia, hace de España un Estado de 17 autonomías. Un café para todos. Una salida que no satisfizo a quienes, como Euzkadi o Catalunya, ya lo habían sido mucho antes. Y mantenido en un inoperante e inocuo exilio. Quizá entonces se hubieran conformado con ser las únicas autonomías reconocidas. Y quizá, los parlamentarios cómplices de la rendición del 78, no supieran cómo volver a casa después de la chapuza constitucional. Todo fue inútil. Una vez rendida la izquierda a la economía social de mercado (capitalismo del 78) y seducidos los republicanos por los encantos políticos de la Corona, ya solo quedaba resolver el asunto de la descentralización. Y el reconocimiento, o negación (según se mire) de los derechos de las nacionalidades históricas. Que se convirtió en el peor escollo.
Los nacionalistas vascos y catalanes sostenían que sus naciones tenían el mismo derecho que Castilla-España a tener un Estado propio y ser naciones independientes. Los otros grupos, en cambio, defendían que solo había un colectivo con ese derecho, y que los demás podían ser nacionalidades o regiones. Reconocidas pero integradas en España. No solo como Estado, sino como Nación única. La Comisión y los ponentes constitucionales se inclinaron por esta opción, rechazando incluso la petición foralista del PNV, que admitía regresar a la legalidad anterior a 1839 y formar parte de España, con un sistema foral y un nuevo pacto con la Corona. Era una renuncia histórica a la independencia, que hubiera enfurecido al olvidado fundador del nacionalismo. Y con una fuerza legal o constitucional hoy inexistente. Pero que, a pesar de esto, se rechazó con el «café para todos» de Suárez y su ministro Clavero.
Con este rechazo, la Constitución igualó a todas las autonomías, menos a la vascongada, que se reenganchó a la disposición derogatoria, que dejaba sin validez la derogación de los Fueros (el conocido como decreto de Espartero de 1839). Pero que no recuperaba su soberania foral plena, sino que la hacía pasar por la horca claudina del Estatuto. Aunque de este modo estatutario, los principales partidos nacionalistas (vascos, catalanes, gallegos) podían mantener la reivindicación nacional en sus programas.
Todo se centraba finalmente, en la cínica contradicción del artículo II. El de la «indisoluble unidad», que Rajoy y sus ministros solo citan en su parte favorable. Se olvidan (es un decir) que este artículo no solo reconoce la España indisoluble. También lo hace con unas misteriosas «nacionalidades y regiones», que cualquiera sabe…En todo caso, la redacción de este artículo y sus debates hicieron reconocer a Solé Tura (miembro de la comisión) que era una verdadera síntesis de todas las contradicciones del periodo constitucional.
¿Somos o no somos?
Aunque Saenz de Santamaría se olvide decirlo, la Constitución admite la existencia de varias nacionalidades, dentro del Estado. O como dicen los nacionalistas españoles, dentro de la «Nación española». Lo cual, bien mirado, debería suponerles un problema a los amantes de la Pepa del 78. Porque parece imposible, dentro de la lógica terrestre occidental, que una nacionalidad esté dentro de otra, salvo por medios inconfesables. Es decir, algo como las invasiones armadas de Catalunya, de Euskadi y demás.
Y porque deberían de explicar qué significa eso de que existe la nacionalidad catalana, pero en tan clara inferioridad respecto a la española que no tiene sus mismos derechos. Esto es, que en cuanto españoles (reconocidos por la ley) tienen derecho a decidir sobre si mismos. O sea, sobre España. Pero en cuanto catalanes (también reconocidos, aunque a oscuras, por la misma Ley) no tienen derecho a decidir sobre Catalunya. O sea, que lo primero que tenían que hacer en Madrid es aclarar a qué nacionalidades se refiere la Pepa, del cachondeo, las cenas y las contradicciones de Solé-Tura. Y, de una vez por todas, reconocer que son las leyes de conquista y las armas del conquistador las que definen el estatus. El si somos o no somos.
Los vascos también siguen esperando una explicación sobre el significado de la anulación del decreto de abolición de Fueros. Y cómo se explica que con esta derogación no se haya recuperado la soberanía foral (que no será mucho, pero algo mas que Estatuto…) en los territorios vascos. Si bien es cierto, que los aldeanos ya creemos saber el porqué. Sería por el manejo de los dineros y su negociación pordiosera en el Cupo. Que gracias a la habilidad financiera del PNV nos ha hecho ricos. Dependientes, pero ricos. Es aquello que dijo alguien (¿Arana?) sobre Sota y los suyos… «No les importa depender, lo que no quieren es pagar». O, si se quiere… dame pan y llámame español. A ver, si va a ser «mejor» (o sea, mas rentable) seguir comos estamos. Y, por supuesto, afiliarnos al partido único.
En fin, todas estas cuestiones que no se resolvieron en 1978, ni después. Y que tampoco parece que se tienen mucho en cuenta ahora. Pero de las que seguiremos hablando, quien saber porqué.
Josemari Lorenzo Espinosa
6 de septiembre de 2017
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