Tras una larga vida dedicada en su mayor parte a la reflexión sobre España hay algo que no acabo de explicarme plenamente: la aversión secular que los españoles han experimentado a lo vasco; concretamente a los vascos. Una aversión que tiene en múltiples ocasiones el perfil del odio.
Pero ¿por qué? Yo creo que se trata de una repulsión hacia la libertad, que los vascos practican como hábito muy antiguo. Los vascos constituyen una nación con una variedad muy amplia de perfiles. Entre ellos está la libertad. Son esencialmente libres en su forma de ser y de acontecer. Ello les lleva, como a los catalanes, a la búsqueda del pacto, del compromiso a fin de convivir positivamente.
Por su parte el español no entiende la libertad y su ejercicio lo interpreta como un desorden que niega su jerarquía social, basada en el reconocimiento de su certidumbre incontestable en ideas y posturas. La libertad española consiste sustancialmente en incapacitar al otro, en negarle su competencia. Es una libertad de dominio, pero no de entendimiento. Una libertad absoluta con una única manifestación: la excluyente libertad del que habla. Las mismas tertulias televisivas o los debates en diversos ámbitos, por ejemplo el parlamentario, resaltan esta incapacidad intelectual para la polémica, que deriva casi siempre en el grito destemplado, en el argumento sin biseles. Son encontronazos que tienen por objeto la humillación del adversario, su aniquilación urgente, su disolución en la nada.
En España el ejercicio de la controversia se ve desde una perspectiva de deslealtad, como fondo de una conspiración contra el orden y la paz, que siempre son el orden y la paz del que detenta el poder y de los disciplinantes que procesionan en ese poder. España es un país de expresión ruda en que se exalta frecuentemente el sufrimiento; un sufrimiento inmóvil, además. No hay cortesía alguna en esa verbalidad arrebatada por una mística vulgar. Ya no me refiero siquiera a que exista una mínima curiosidad por el pensamiento ajeno, lo que constituye la cultura. Esa curiosidad se tiene por dudosa y connivente con algo malsano o criminal. Esto produce un relieve cultural muy débil. Como dijo un general español usando una frase de origen nazi «cuando oigo la palabra «cultura» hecho mano de la pistola». Las ideas adversarias suscitan de inmediato una postura de inatención y menosprecio que deriva materialmente hacia la sordera física y, lo que es más grave, moral.
Como es obvio hay algunos españoles que han adoptado la grave decisión de pensar en ese marco tan acre, pero utilizando una frase de Alfonso Sastre, creo recordar ‑desdichada memoria la mía- que en «El filósofo y su sombra», no son españoles; están españoles. Españoles tantas veces a su pesar. La adscripción administrativa produce este infausto suceso de la nacionalidad insoslayable que muchas veces pesa como un grillete.
En este marco acedo ha situarse, creo, la actual relación de España con Euskadi. Esa persecución constante de todo lo que signifique la personalidad más significativa de lo vasco, ese frecuente quebranto de los derechos humanos, esa descarada legislación prevaricadora, esa dureza en el agravamiento de la penalidad para castigar los hechos más irrelevantes, ese menosprecio en el discurso, esa aspereza en los agentes encargados de las detenciones, esa crueldad en las investigaciones; en fin, todo eso es inclemencia que cruje en el oído de todos los vascos que aman verdaderamente a su país y que no afecta únicamente a individuos concretos ‑lo que ya es extremadamente grave- sino a toda una nación, ya sea como agresión directa, ya se trate de apercibir sobre su mal inmediato al ciudadano vasco que anda por la calle dándole vueltas a sus ideas sobre autodeterminación o soberanía; sobre su propio ser, simplemente.
Hay en esas disposiciones tan malsanamente citadas o en esos procedimientos policiales o judiciales un fermento de odio que no sólo desgarra el alma vasca sino que hunde aún más a España en una historia que la separa de la Europa culta, de aquellas sociedades que, mejor o peor, procuran conservar la moral de la vieja burguesía liberal, que siempre supo que sus abusos e imperio no podían existir sin la contraprestación de una determinadas elegancias morales. España endurece sus asperezas con estos modos de gobierno que degradan en una forma de imperio brutal, ante el cual sólo cabe o la resignación autodestructiva o la rebelión dolorosa. La insania que invade las estructuras españolas al proceder con esa dureza sin clase alguna de veladuras no sólo convierte en imposible la amistad verdadera con vascos o catalanes sino que hace de lo español una referencia de tristezas y de congoja. Esto último se observa con frecuencia en el modo de reflexionar español, que es un reflexionar normalmente abatido y desesperanzado. España carece de alegría. Y digo esto en contra de quienes quieren ver en lo español algo jocundo y confortable. Esto no es cierto. Lo españoles suelen revestirse con una piel explosiva como si quisieran olvidar su propio fondo, muy encenegado por sus clases dirigentes. Es una alegría agitanada, pero sin la calidad sentimental del gitano.
Una de las consecuencias más visibles de esta forma de ser tan enmarañada es la caótica forma de gobernación que España sufre. España puede invertir años en la dominación de otros pueblos sin dejar en ellos una huella que le dote de cierta consustancialidad con ellos. Cuando se va de esos pueblos apenas queda de lo español más que una memoria acartonada y oscura. No crea ninguna clase de propensión hispana en el dominado. Pasa sobre la piel de lo colonizado sin dejar huella realmente profunda. Quizá por ello España viva con frustración profunda su historia imperial, que la revuelve contra si misma introduciendo en sus relaciones una semilla de inquietud y desagrado. Ni siquiera ha podido España crear una peninsularidad firme y relativamente homogénea. Catalunya y Euskadi nunca serán españolas, por más que vascos con determinadas desviaciones o confusiones étnicas y materiales ayuden a la gobernación española en tierras vascas y catalanas. Hay que decir que entre esos vascos figura una turba de ciudadanos que han creado para su propio uso, y sin entrar en mayores disquisiciones psicoanalíticas, la inaceptable y absurda categoría de vascos de segunda clase, cuando sería mucho más cómodo y fructífero, humanamente hablando, aceptar su realidad de españoles en tierra abierta. El buen internacionalismo consiste en eso.
Hay en el conflicto vasco un capítulo que conviene tratar a fondo. Y es la existencia de posibilidades ciertas por parte Catalunya y Euskal Herría para abordar otras formas de gobierno económico y social si consiguen su libertad. Esa una realidad palpable. Entiendo que este aspecto, que me limito a señalar hoy de paso una vez más, deba tratarse con mucha seriedad ya que respalda en un aspecto material la petición de los soberanistas.
Lo que parece impresentable ante el mundo, si aún queda mundo alimentado por una cultura trabajosamente pulida y hoy en peligro de desaparecer, es que el odio español esté convirtiendo el problema vasco en una cuestión maldita. Es más, un odio que puede contagiar a otros gobiernos si no aciertan a convoyar la noble pretensión vasca de libertad. La paz universal, por la que tantos y sospechosos esfuerzos se hacen, no puede lateralizar problemas como el de Euskal Herria. Desoír este problema equivale a declarar una sordera invalidante para conducir el mundo. El Gobierno de Madrid precisa que le pongan en su sitio. Incluso en beneficio de España.