El maes­tro (Fan­ta­sía sobre Anto­nio Macha­do)- Rafael Narbona

Para Mari Car­men y su fami­lia. Por creer en la escue­la pública.

Era difí­cil ima­gi­nar que una mujer pudie­ra apa­sio­nar­se por nues­tro pro­fe­sor de fran­cés: vie­jo, desas­tra­do, tor­pe, ensi­mis­ma­do, inca­paz de orien­tar­se por los pasi­llos de la escue­la o las calles de nues­tra peque­ña ciu­dad. Casi siem­pre lle­ga­ba tar­de a cla­se y nun­ca recor­da­ba el pun­to en el que había inte­rrum­pi­do sus expli­ca­cio­nes. La ver­dad es que no le pres­ta­ba mucha aten­ción al libro de tex­to. Era cons­cien­te de su ten­den­cia a dis­per­sar­se, pero nun­ca logra­ba man­te­ner el hilo de la lec­ción. Su pro­pó­si­to de no des­viar­se de la pro­gra­ma­ción ape­nas dura­ba unos minu­tos. El pre­tex­to era el fran­cés, pero siem­pre aca­ba­ba hablan­do de poe­sía, filo­so­fía o pin­tu­ra, inclu­yen­do algu­na anéc­do­ta que con­tri­buía a pre­ser­var nues­tra aten­ción. Noso­tros le escu­chá­ba­mos con una mez­cla de extra­ñe­za y asom­bro, sin sos­pe­char que la gue­rra nos pri­va­ría de sus ense­ñan­zas y de su talan­te inusual, tan dife­ren­te del de sus cole­gas, esti­ra­dos, tedio­sos y sin una bri­za de imaginación.

Aun­que algu­nos abu­sa­ban de su indul­gen­cia, casi todos le apre­ciá­ba­mos, pues era el úni­co maes­tro que nun­ca nos pega­ba. Si alguien habla­ba o enre­da­ba, se limi­ta­ba a toser o se calla­ba duran­te unos ins­tan­tes, pro­vo­can­do un silen­cio mucho más inti­mi­da­to­rio que cual­quier gri­to. Acu­día a cla­se con varios libros bajo el bra­zo: Rim­baud, Nova­lis, Leo­par­di, Keats. Nun­ca había­mos escu­cha­do esos nom­bres y ape­nas com­pren­día­mos los ver­sos que nos reci­ta­ba, pero en segui­da apren­di­mos que la poe­sía es un len­gua­je mis­te­rio­so, casi mági­co, que ilu­mi­na y trans­fi­gu­ra las cosas. No leía con énfa­sis o retó­ri­ca, sino con una sen­ci­llez que neu­tra­li­za­ba la posi­bi­li­dad de cual­quier bur­la. Yo le hablé de los poe­mas de Béc­quer, con cier­ta inse­gu­ri­dad, pues eran la lec­tu­ra pre­fe­ri­da de mi madre y temía que le pare­cían super­fi­cia­les o ridícu­los. Sin embar­go, son­rió y me dijo que Béc­quer era el crea­dor de la poe­sía moder­na en Espa­ña. Me habló de su lige­re­za, de su inme­dia­tez, de su tra­ba­jo de depu­ra­ción. Yo no le com­pren­dí dema­sia­do bien. Sólo tenía tre­ce años, pero le con­fe­sé que escri­bía poe­mas. Me ase­gu­ró que le encan­ta­ría leer­los. Yo no logra­ba escon­der mi ver­güen­za, pues mis com­pa­ñe­ros con­si­de­ra­ban que la poe­sía era un asun­to de chi­cas o de afe­mi­na­dos. Su intui­ción, casi un don de bru­jo o zaho­rí, le reve­ló mis pen­sa­mien­tos. «No te preo­cu­pes por esas ton­te­rías. Cer­van­tes era un sol­da­do y siem­pre se lamen­tó de su inep­ti­tud para hil­va­nar un poe­ma. La poe­sía es un asun­to de valien­tes, pues enfren­ta al ser humano con sus lími­tes».

Nin­gún alumno se atre­vía a fal­tar­le el res­pe­to, pero en las últi­mas filas se escu­cha­ban fra­ses hirien­tes y des­pec­ti­vas. Algu­nos alum­nos excla­ma­ban en voz baja: “¡Rojo, masón, ateo!”. Eran las pala­bras que escu­cha­ban en sus hoga­res, don­de se con­tem­pla­ba con dis­gus­to a un hom­bre que no ocul­ta­ba sus ideas repu­bli­ca­nas y anti­cle­ri­ca­les. Ape­sa­dum­bra­do, des­cu­brí una maña­na a unos chi­cos algo más mayo­res que yo escri­bien­do en la pared del patio: “¡Don Anto­nio al pare­dón!”. Me hubie­ra gus­ta­do inter­ve­nir, pero el mie­do me con­tu­vo. Los auto­res de la pin­ta­da eran seño­ri­tos falan­gis­tas que se pasea­ban por el cen­tro de la ciu­dad con acti­tud desa­fian­te, enzar­zán­do­se en peleas con los obre­ros que no ocul­ta­ban su mili­tan­cia socia­lis­ta. Con el pelo engo­mi­na­do y la cami­sa des­abo­to­na­da, pre­su­mían del mie­do que infun­dían. Luis era el peor de todos. Moreno, del­ga­do, no muy alto y con los dien­tes lige­ra­men­te ade­lan­ta­dos, inten­ta­ba jus­ti­fi­car su con­di­ción de jefe de cen­tu­ria, levan­tan­do la voz en los bares, don­de ase­gu­ra­ba que se acer­ca­ba la hora de lim­piar Espa­ña de «rojos y maricones».

Mis padres invi­ta­ron a meren­dar a Don Anto­nio en un par de oca­sio­nes. Mi madre le apre­cia­ba mucho y siem­pre se mos­tra­ba muy aten­ta con él, pre­pa­rán­do­le biz­co­chos y obse­quián­do­le con pan y embu­ti­dos. “Sé que se ali­men­ta mal. Siem­pre lle­va la cha­que­ta man­cha­da y la cami­sa sin plan­char. Pre­fie­ro no hablar del nudo de su cor­ba­ta. Debe­ría casar­se otra vez. Per­do­ne que se lo diga, pero nece­si­ta una espo­sa. Los hom­bres no valen para vivir solos”. No sabía­mos enton­ces que se car­tea­ba con una mujer casa­da de Madrid, infe­liz en su matri­mo­nio y afi­cio­na­da a la poe­sía. Don Anto­nio era viu­do. Había per­di­do a su mujer a los pocos años de casar­se y no habían teni­do hijos. Habla­ba de su pér­di­da con tris­te­za, mani­fes­tan­do un dolor sin­ce­ro y rea­cio al olvi­do. Al recor­dar su aflic­ción y evo­car su idi­lio clan­des­tino, me cues­ta tra­ba­jo ima­gi­nar­le cor­te­jan­do a una mujer. Des­de lue­go no tenía aspec­to de galán. Supe­ra­ba los cin­cuen­ta años, una barri­ga nota­ble abom­ba­ba su ame­ri­ca­na y sus meji­llas pare­cían bol­sas a pun­to de des­pren­der­se. Sin embar­go, había algo en sus ojos cas­ta­ños que dela­ta­ba pasión. Si obser­va­bas cui­da­do­sa­men­te su mira­da, adver­tías un bri­llo febril o tal vez un esca­lo­frío. Pasa­ba las tar­des en una cafe­te­ría, ocu­pan­do siem­pre la mis­ma mesa, cer­ca de una cris­ta­le­ra que le per­mi­tía obser­var la pla­za don­de se alza­ba la cate­dral. Mi padre decía que era un con­tem­pla­dor, un filó­so­fo que mira­ba hacia afue­ra para poder enten­der lo que había en su inte­rior. Yo a veces le espia­ba sin que lo advir­tie­ra, pre­gun­tán­do­me qué pasa­ba por su cabe­za. Rodea­do de libros a los que mal­tra­ta­ba con­cien­zu­da­men­te con man­chas de café y que­ma­du­ras de ciga­rri­llos, escri­bía sin tre­gua sobre unas cuar­ti­llas sucias y des­or­de­na­das. No había publi­ca­do nin­gún libro, pero yo le pre­su­po­nía un talen­to descomunal.

Al fina­li­zar el cur­so, don Anto­nio nos des­pi­dió con un peque­ño dis­cur­so. Nos habló de la nece­si­dad de cam­biar el mun­do, de crear una socie­dad más jus­ta, de luchar con­tra el fana­tis­mo y la into­le­ran­cia. Nos deseó lo mejor para nues­tro futu­ro y nos con­fe­só que nos recor­da­ría con mucho afec­to. Des­pués, repar­tió unos dul­ces y se esfor­zó en con­te­ner unas lágri­mas que tem­bla­ban como dos peque­ños faros en una cos­ta leja­na. No sus­pen­dió a nadie, al igual que en los cur­sos ante­rio­res. Algu­nos padres no disi­mu­la­ron su dis­gus­to. El maes­tro hacía polí­ti­ca y eso era into­le­ra­ble. Ade­más, era dema­sia­do blan­do con los niños. “Los palos son nece­sa­rios”, afir­mó alguno. “Auto­ri­dad, dis­ci­pli­na. Eso es lo que pre­ci­san los chi­cos para hacer­se hom­bres”. Algu­nas fami­lias deja­ron de salu­dar­le por la pla­za; otras, en cam­bio, redo­bla­ron sus mues­tras de afec­to. La vic­to­ria del Fren­te Popu­lar en las elec­cio­nes gene­ra­les de febre­ro había exa­cer­ba­do las ten­sio­nes. Los media­nos y gran­des pro­pie­ta­rios no se resig­na­ban a ser gober­na­dos por una alian­za de par­ti­dos “a las órde­nes de Mos­cú”. El cura mira­ba con malos ojos a don Anto­nio, pues nun­ca acu­día a misa. “Esto no pue­de ser, esto no pue­de ser”, repe­tía, menean­do la cabe­za. “Es un mal ejem­plo para los niños”. Los guar­dias civi­les que hacían su ron­da por los cami­nos y que de vez en cuan­do pasea­ban sus tri­cor­nios por la pla­za de la cate­dral arru­ga­ban el ceño cuan­do se cru­za­ban con él y los terra­te­nien­tes que se reu­nían en el casino, no esca­ti­ma­ban pala­bras de des­pre­cio, pidien­do una solu­ción defi­ni­ti­va. “Un tiro”, insi­nuó el padre de Luis, un ener­gú­meno que ani­ma­ba a su hijo a hos­ti­gar a “los rojos”, con la «dia­léc­ti­ca de los puños y las pis­to­las». “Muer­to el perro…”, aña­dió, dejan­do el final de la fra­se en el aire e inter­cam­bian­do mira­das de complicidad.

Mi madre esta­ba muy preo­cu­pa­da por don Anto­nio y mi padre le acon­se­ja­ba que se mar­cha­ra a Madrid. “No pue­do. Depen­do de este tra­ba­jo”, con­tes­ta­ba el maes­tro y aña­día con fata­lis­mo: “Esto está en todas par­tes. Lo que ten­ga que suce­der, suce­de­rá”. Pocos días antes de que esta­lla­ra la gue­rra, revi­só mis poe­mas, con noto­ria bene­vo­len­cia. “Exce­len­tes. Debes con­ti­nuar. Tie­nes cua­li­da­des, pero aún tie­nes que reco­rrer un lar­go camino. Escri­bir es un ejer­ci­cio de pre­ci­sión. Es como ser relo­je­ro. Tie­nes que ser minu­cio­so y pacien­te. Los bue­nos resul­ta­dos y el reco­no­ci­mien­to a veces se demo­ran”. “¿Por qué no ha publi­ca­do nada?”, me atre­ví a pre­gun­tar. “Siem­pre que paso por la pla­za, le veo en la cafe­te­ría, escri­bien­do sin parar”. “Tal vez me ha fal­ta­do valor –reco­no­ció algo ape­sa­dum­bra­do-. O tal vez ten­go mie­do a per­der­lo, si cir­cu­la de un lado para otro, pasan­do por infi­ni­dad de manos. Cuan­do publi­cas un tex­to, deja de per­te­ne­cer­te y eso me asus­ta un poco. Es como lan­zar una bote­lla al agua. No sabes dón­de aca­ba­rá y, sobre todo, no tie­nes dere­cho a tra­zar su rum­bo. La corrien­te deci­de por ti”.

El mes de julio nos dejó atur­di­dos. Sumi­dos en la penum­bra, man­te­nía­mos las per­sia­nas echa­das para com­ba­tir el calor. Escu­chá­ba­mos la radio, con el pre­sen­ti­mien­to de que se ave­ci­na­ba una des­gra­cia. La intui­ción de la catás­tro­fe no impi­dió que se dibu­ja­ra una mue­ca de terror en mi madre, cuan­do un locu­tor anun­ció la suble­va­ción de los mili­ta­res en el nor­te de Áfri­ca. Mi padre se arro­jó a la calle para ofre­cer­le nues­tra casa a don Anto­nio, pero éste se negó con fir­me­za: “De nin­gu­na mane­ra. No quie­ro crear­les pro­ble­mas. Yo sólo soy un vie­jo radi­cal, un jaco­bino. No creo que me hagan nada”. Don Anto­nio se equi­vo­có. A los tres días del levan­ta­mien­to mili­tar, se pre­sen­tó una colum­na de reque­tés y comen­zó la repre­sión. Luis cola­bo­ró acti­va­men­te, faci­li­tan­do nom­bres y par­ti­ci­pan­do en las eje­cu­cio­nes. Se rumo­rea­ba que se encar­ga­ba del tiro de gra­cia, con visi­ble sadis­mo. El maes­tro fue uno de los pri­me­ros dete­ni­dos. Le pasea­ron por la pla­za entre empu­jo­nes e insul­tos. Des­de el bal­cón de mi casa, pude ver cómo tro­pe­za­ba y caía al sue­lo de rodi­llas. Luis cele­bró el tro­pie­zo con riso­ta­das y sus acom­pa­ñan­tes le imi­ta­ron. Le subie­ron a un camión con otros veci­nos: un tipó­gra­fo de la UGT, un matri­mo­nio que estu­dia­ba espe­ran­to, un ven­de­dor ambu­lan­te que blas­fe­ma­ba sin parar y una vez se ori­nó en la puer­ta de la cate­dral, el far­ma­céu­ti­co ‑con fama de masón y librepensador‑, los músi­cos de la orques­ta que ani­ma­ban las fies­tas –pre­sun­ta­men­te comu­nis­tas- y varios cam­pe­si­nos que per­te­ne­cía a la CNT-FAI. “No os preo­cu­péis”, comen­tó con sor­na Luis, com­pro­ban­do el esta­do de los correa­jes que le ajus­ta­ban al cuer­po la cami­sa azul de Falan­ge. “Os vamos a apli­car la refor­ma agra­ria. Al fin ten­dréis una par­ce­li­ta”. El cura obser­va­ba todo con un ges­to gra­ve bajo un som­bre­ro de teja. Un mona­gui­llo le sos­te­nía un vaso de limo­na­da y le pro­te­gía del sol con un para­guas negro.

Oí que les fusi­la­ron en la tapia del cemen­te­rio y que deja­ron los cuer­pos expues­tos duran­te unos días. Cir­cu­la­ron toda cla­se de ver­sio­nes sobre las cir­cuns­tan­cias de la muer­te: algu­nos habla­ron de valor, otros de cobar­día. Yo qui­se acer­car­me al lugar, pero mis padres me ence­rra­ron en casa duran­te todo el verano, prohi­bién­do­me salir a la calle. Ter­mi­nó la gue­rra, pero no vino la paz, sino el mie­do y la repre­sión. Nun­ca vol­ví a escri­bir, pero con­ser­vo unas cuar­ti­llas de don Anto­nio, que nos entre­gó su patro­na. Hacia 1940, nos visi­tó una tar­de y nos entre­gó una male­ta vie­ja, con una mez­cla de temor y nos­tal­gia. “Es todo lo que tenía. Mi mari­do dijo que era una impru­den­cia guar­dar­lo, pero a mí me dio pena tirar­lo. Era muy buen hom­bre. No se mere­cía aca­bar así”. La mujer llo­ra­ba mien­tras habla­ba, enju­gán­do­se las lágri­mas con un pañue­lo des­hi­la­cha­do. Ves­ti­da de negro y con la cabe­za cubier­ta, pare­cía una aldea­na ate­rro­ri­za­da por fan­tas­mas de ultra­tum­ba. Aún con­ser­vo esa male­ta y de vez en cuan­do leo los poe­mas, refle­xio­nes y afo­ris­mos de don Anto­nio. No he men­cio­na­do su humor tran­qui­lo, sin estri­den­cias. “Amar a Dios sobre todas las cosas –escri­bió- es algo más difí­cil de lo que pare­ce. Por­que ello pare­ce exi­gir­nos: pri­me­ro, que crea­mos en Dios; segun­do, que crea­mos en todas las cosas; ter­ce­ro, que ame­mos todas las cosas; cuar­to, que ame­mos a Dios sobre todas ellas. En suma: la san­ti­dad per­fec­ta, inase­qui­ble a los mis­mos san­tos”. He cum­pli­do 86 años. Nos sé cuán­to tiem­po me que­da, pero no quie­ro dejar este mun­do sin publi­car sus escri­tos. Duran­te muchos años, pen­sé que debía res­pe­tar su reser­va, su resis­ten­cia a sacar a la luz esos pape­les alum­bra­dos en la sole­dad de un café, mien­tras con­tem­pla­ba una pla­za que se con­ver­ti­ría en el penúl­ti­mo esce­na­rio de su vida, pero aho­ra creo que man­te­ner en secre­to sus tex­tos es una for­ma de dupli­car su muer­te. A Don Anto­nio le corres­pon­de ser recor­da­do y cele­bra­do. De sus ase­si­nos ya se ha encar­ga­do el olvi­do. Los iné­di­tos de mi maes­tro son su pasa­por­te para la eter­ni­dad y no debo rete­ner­los más tiem­po. Tal vez la eter­ni­dad nos reser­va un reen­cuen­tro. Tal vez la eter­ni­dad sólo es un pai­sa­je de inau­di­tas cla­ri­da­des y trans­pa­ren­cias, don­de un anciano y un niño cami­nan de la mano.

RAFAEL NARBONA

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