Para Mari Carmen y su familia. Por creer en la escuela pública.
Era difícil imaginar que una mujer pudiera apasionarse por nuestro profesor de francés: viejo, desastrado, torpe, ensimismado, incapaz de orientarse por los pasillos de la escuela o las calles de nuestra pequeña ciudad. Casi siempre llegaba tarde a clase y nunca recordaba el punto en el que había interrumpido sus explicaciones. La verdad es que no le prestaba mucha atención al libro de texto. Era consciente de su tendencia a dispersarse, pero nunca lograba mantener el hilo de la lección. Su propósito de no desviarse de la programación apenas duraba unos minutos. El pretexto era el francés, pero siempre acababa hablando de poesía, filosofía o pintura, incluyendo alguna anécdota que contribuía a preservar nuestra atención. Nosotros le escuchábamos con una mezcla de extrañeza y asombro, sin sospechar que la guerra nos privaría de sus enseñanzas y de su talante inusual, tan diferente del de sus colegas, estirados, tediosos y sin una briza de imaginación.
Aunque algunos abusaban de su indulgencia, casi todos le apreciábamos, pues era el único maestro que nunca nos pegaba. Si alguien hablaba o enredaba, se limitaba a toser o se callaba durante unos instantes, provocando un silencio mucho más intimidatorio que cualquier grito. Acudía a clase con varios libros bajo el brazo: Rimbaud, Novalis, Leopardi, Keats. Nunca habíamos escuchado esos nombres y apenas comprendíamos los versos que nos recitaba, pero en seguida aprendimos que la poesía es un lenguaje misterioso, casi mágico, que ilumina y transfigura las cosas. No leía con énfasis o retórica, sino con una sencillez que neutralizaba la posibilidad de cualquier burla. Yo le hablé de los poemas de Bécquer, con cierta inseguridad, pues eran la lectura preferida de mi madre y temía que le parecían superficiales o ridículos. Sin embargo, sonrió y me dijo que Bécquer era el creador de la poesía moderna en España. Me habló de su ligereza, de su inmediatez, de su trabajo de depuración. Yo no le comprendí demasiado bien. Sólo tenía trece años, pero le confesé que escribía poemas. Me aseguró que le encantaría leerlos. Yo no lograba esconder mi vergüenza, pues mis compañeros consideraban que la poesía era un asunto de chicas o de afeminados. Su intuición, casi un don de brujo o zahorí, le reveló mis pensamientos. «No te preocupes por esas tonterías. Cervantes era un soldado y siempre se lamentó de su ineptitud para hilvanar un poema. La poesía es un asunto de valientes, pues enfrenta al ser humano con sus límites».
Ningún alumno se atrevía a faltarle el respeto, pero en las últimas filas se escuchaban frases hirientes y despectivas. Algunos alumnos exclamaban en voz baja: “¡Rojo, masón, ateo!”. Eran las palabras que escuchaban en sus hogares, donde se contemplaba con disgusto a un hombre que no ocultaba sus ideas republicanas y anticlericales. Apesadumbrado, descubrí una mañana a unos chicos algo más mayores que yo escribiendo en la pared del patio: “¡Don Antonio al paredón!”. Me hubiera gustado intervenir, pero el miedo me contuvo. Los autores de la pintada eran señoritos falangistas que se paseaban por el centro de la ciudad con actitud desafiante, enzarzándose en peleas con los obreros que no ocultaban su militancia socialista. Con el pelo engominado y la camisa desabotonada, presumían del miedo que infundían. Luis era el peor de todos. Moreno, delgado, no muy alto y con los dientes ligeramente adelantados, intentaba justificar su condición de jefe de centuria, levantando la voz en los bares, donde aseguraba que se acercaba la hora de limpiar España de «rojos y maricones».
Mis padres invitaron a merendar a Don Antonio en un par de ocasiones. Mi madre le apreciaba mucho y siempre se mostraba muy atenta con él, preparándole bizcochos y obsequiándole con pan y embutidos. “Sé que se alimenta mal. Siempre lleva la chaqueta manchada y la camisa sin planchar. Prefiero no hablar del nudo de su corbata. Debería casarse otra vez. Perdone que se lo diga, pero necesita una esposa. Los hombres no valen para vivir solos”. No sabíamos entonces que se carteaba con una mujer casada de Madrid, infeliz en su matrimonio y aficionada a la poesía. Don Antonio era viudo. Había perdido a su mujer a los pocos años de casarse y no habían tenido hijos. Hablaba de su pérdida con tristeza, manifestando un dolor sincero y reacio al olvido. Al recordar su aflicción y evocar su idilio clandestino, me cuesta trabajo imaginarle cortejando a una mujer. Desde luego no tenía aspecto de galán. Superaba los cincuenta años, una barriga notable abombaba su americana y sus mejillas parecían bolsas a punto de desprenderse. Sin embargo, había algo en sus ojos castaños que delataba pasión. Si observabas cuidadosamente su mirada, advertías un brillo febril o tal vez un escalofrío. Pasaba las tardes en una cafetería, ocupando siempre la misma mesa, cerca de una cristalera que le permitía observar la plaza donde se alzaba la catedral. Mi padre decía que era un contemplador, un filósofo que miraba hacia afuera para poder entender lo que había en su interior. Yo a veces le espiaba sin que lo advirtiera, preguntándome qué pasaba por su cabeza. Rodeado de libros a los que maltrataba concienzudamente con manchas de café y quemaduras de cigarrillos, escribía sin tregua sobre unas cuartillas sucias y desordenadas. No había publicado ningún libro, pero yo le presuponía un talento descomunal.
Al finalizar el curso, don Antonio nos despidió con un pequeño discurso. Nos habló de la necesidad de cambiar el mundo, de crear una sociedad más justa, de luchar contra el fanatismo y la intolerancia. Nos deseó lo mejor para nuestro futuro y nos confesó que nos recordaría con mucho afecto. Después, repartió unos dulces y se esforzó en contener unas lágrimas que temblaban como dos pequeños faros en una costa lejana. No suspendió a nadie, al igual que en los cursos anteriores. Algunos padres no disimularon su disgusto. El maestro hacía política y eso era intolerable. Además, era demasiado blando con los niños. “Los palos son necesarios”, afirmó alguno. “Autoridad, disciplina. Eso es lo que precisan los chicos para hacerse hombres”. Algunas familias dejaron de saludarle por la plaza; otras, en cambio, redoblaron sus muestras de afecto. La victoria del Frente Popular en las elecciones generales de febrero había exacerbado las tensiones. Los medianos y grandes propietarios no se resignaban a ser gobernados por una alianza de partidos “a las órdenes de Moscú”. El cura miraba con malos ojos a don Antonio, pues nunca acudía a misa. “Esto no puede ser, esto no puede ser”, repetía, meneando la cabeza. “Es un mal ejemplo para los niños”. Los guardias civiles que hacían su ronda por los caminos y que de vez en cuando paseaban sus tricornios por la plaza de la catedral arrugaban el ceño cuando se cruzaban con él y los terratenientes que se reunían en el casino, no escatimaban palabras de desprecio, pidiendo una solución definitiva. “Un tiro”, insinuó el padre de Luis, un energúmeno que animaba a su hijo a hostigar a “los rojos”, con la «dialéctica de los puños y las pistolas». “Muerto el perro…”, añadió, dejando el final de la frase en el aire e intercambiando miradas de complicidad.
Mi madre estaba muy preocupada por don Antonio y mi padre le aconsejaba que se marchara a Madrid. “No puedo. Dependo de este trabajo”, contestaba el maestro y añadía con fatalismo: “Esto está en todas partes. Lo que tenga que suceder, sucederá”. Pocos días antes de que estallara la guerra, revisó mis poemas, con notoria benevolencia. “Excelentes. Debes continuar. Tienes cualidades, pero aún tienes que recorrer un largo camino. Escribir es un ejercicio de precisión. Es como ser relojero. Tienes que ser minucioso y paciente. Los buenos resultados y el reconocimiento a veces se demoran”. “¿Por qué no ha publicado nada?”, me atreví a preguntar. “Siempre que paso por la plaza, le veo en la cafetería, escribiendo sin parar”. “Tal vez me ha faltado valor –reconoció algo apesadumbrado-. O tal vez tengo miedo a perderlo, si circula de un lado para otro, pasando por infinidad de manos. Cuando publicas un texto, deja de pertenecerte y eso me asusta un poco. Es como lanzar una botella al agua. No sabes dónde acabará y, sobre todo, no tienes derecho a trazar su rumbo. La corriente decide por ti”.
El mes de julio nos dejó aturdidos. Sumidos en la penumbra, manteníamos las persianas echadas para combatir el calor. Escuchábamos la radio, con el presentimiento de que se avecinaba una desgracia. La intuición de la catástrofe no impidió que se dibujara una mueca de terror en mi madre, cuando un locutor anunció la sublevación de los militares en el norte de África. Mi padre se arrojó a la calle para ofrecerle nuestra casa a don Antonio, pero éste se negó con firmeza: “De ninguna manera. No quiero crearles problemas. Yo sólo soy un viejo radical, un jacobino. No creo que me hagan nada”. Don Antonio se equivocó. A los tres días del levantamiento militar, se presentó una columna de requetés y comenzó la represión. Luis colaboró activamente, facilitando nombres y participando en las ejecuciones. Se rumoreaba que se encargaba del tiro de gracia, con visible sadismo. El maestro fue uno de los primeros detenidos. Le pasearon por la plaza entre empujones e insultos. Desde el balcón de mi casa, pude ver cómo tropezaba y caía al suelo de rodillas. Luis celebró el tropiezo con risotadas y sus acompañantes le imitaron. Le subieron a un camión con otros vecinos: un tipógrafo de la UGT, un matrimonio que estudiaba esperanto, un vendedor ambulante que blasfemaba sin parar y una vez se orinó en la puerta de la catedral, el farmacéutico ‑con fama de masón y librepensador‑, los músicos de la orquesta que animaban las fiestas –presuntamente comunistas- y varios campesinos que pertenecía a la CNT-FAI. “No os preocupéis”, comentó con sorna Luis, comprobando el estado de los correajes que le ajustaban al cuerpo la camisa azul de Falange. “Os vamos a aplicar la reforma agraria. Al fin tendréis una parcelita”. El cura observaba todo con un gesto grave bajo un sombrero de teja. Un monaguillo le sostenía un vaso de limonada y le protegía del sol con un paraguas negro.
Oí que les fusilaron en la tapia del cementerio y que dejaron los cuerpos expuestos durante unos días. Circularon toda clase de versiones sobre las circunstancias de la muerte: algunos hablaron de valor, otros de cobardía. Yo quise acercarme al lugar, pero mis padres me encerraron en casa durante todo el verano, prohibiéndome salir a la calle. Terminó la guerra, pero no vino la paz, sino el miedo y la represión. Nunca volví a escribir, pero conservo unas cuartillas de don Antonio, que nos entregó su patrona. Hacia 1940, nos visitó una tarde y nos entregó una maleta vieja, con una mezcla de temor y nostalgia. “Es todo lo que tenía. Mi marido dijo que era una imprudencia guardarlo, pero a mí me dio pena tirarlo. Era muy buen hombre. No se merecía acabar así”. La mujer lloraba mientras hablaba, enjugándose las lágrimas con un pañuelo deshilachado. Vestida de negro y con la cabeza cubierta, parecía una aldeana aterrorizada por fantasmas de ultratumba. Aún conservo esa maleta y de vez en cuando leo los poemas, reflexiones y aforismos de don Antonio. No he mencionado su humor tranquilo, sin estridencias. “Amar a Dios sobre todas las cosas –escribió- es algo más difícil de lo que parece. Porque ello parece exigirnos: primero, que creamos en Dios; segundo, que creamos en todas las cosas; tercero, que amemos todas las cosas; cuarto, que amemos a Dios sobre todas ellas. En suma: la santidad perfecta, inasequible a los mismos santos”. He cumplido 86 años. Nos sé cuánto tiempo me queda, pero no quiero dejar este mundo sin publicar sus escritos. Durante muchos años, pensé que debía respetar su reserva, su resistencia a sacar a la luz esos papeles alumbrados en la soledad de un café, mientras contemplaba una plaza que se convertiría en el penúltimo escenario de su vida, pero ahora creo que mantener en secreto sus textos es una forma de duplicar su muerte. A Don Antonio le corresponde ser recordado y celebrado. De sus asesinos ya se ha encargado el olvido. Los inéditos de mi maestro son su pasaporte para la eternidad y no debo retenerlos más tiempo. Tal vez la eternidad nos reserva un reencuentro. Tal vez la eternidad sólo es un paisaje de inauditas claridades y transparencias, donde un anciano y un niño caminan de la mano.
RAFAEL NARBONA