Pen­sa­mien­to crí­ti­co. Kant, el cata­rro ruso y los visionarios

María Julia Ber­to­meu /​Resu­men Lati­no­ame­ri­cano /​26 de abril de 2020

A prin­ci­pios del mes de mar­zo de 1790 ‑des­de Königs­berg- Kant envió una car­ta (1) a Lud­wig Ernst Borows­ki de la Alber­tus Uni­ver­si­tät, res­pon­dien­do a cier­tas inquie­tu­des plan­tea­das por un anti­guo estu­dian­te sobre un des­me­su­ra­do incre­men­to de visio­na­rios (Sch­wär­me­rei) y acer­ca de la posi­bi­li­dad de encon­trar algu­na cura para tal ten­den­cia. Kant comen­zó su bre­ve car­ta con una curio­sa ana­lo­gía: para los médi­cos del alma la cura es tan com­pli­ca­da como lo había sido para los del cuer­po curar el cata­rro ruso ‑o influen­za como gus­ta­ban en lla­mar­le en Vie­na- que hacía unos años había azo­ta­do al mun­do a la velo­ci­dad del correo infec­tan­do a muchos sin dete­ner­se, pero que lue­go des­apa­re­ció. Lo que ocu­rre, decía Kant, es que las dos cla­ses de médi­cos tie­nen cosas en común: saben des­cri­bir las enfer­me­da­des aun­que no acier­ten con el ori­gen o con el reme­dio, y eso es mejor para los enfer­mos por­que sólo reco­mien­dan agua cla­ra fría y dejan que lo demás lo eje­cu­te la bon­da­do­sa naturaleza.

No deja de resul­tar suges­ti­va (y muy actual) la hipó­te­sis de Kant sobre el vehícu­lo que trans­mi­te la enfer­me­dad y sobre el veneno (mias­ma) que la pro­du­ce, a saber, nada menos que “la adic­ción a la lec­tu­ra, muy exten­di­da por todas par­tes”. Y con­ti­nua­ba: la cla­se más aco­mo­da­da, y tam­bién la más ele­va­da, ya no aspi­ra a la supe­rio­ri­dad aun­que bus­ca nive­lar­se en pun­to a la infor­ma­ción con aque­llos que no han segui­do el duro camino del estu­dio. Estas cla­ses aco­mo­da­das creen sufi­cien­te extraer la “espu­ma de las cien­cias” de los índi­ces y de los com­pen­dios, inten­tan­do ocul­tar la dife­ren­cia entre la igno­ran­cia locuaz y la cien­cia escru­pu­lo­sa. Ofen­de­ría al lec­tor si recor­da­ra que en la épo­ca no exis­tían las redes socia­les, los extrac­tos de mal perio­dis­mo y todo tipo de herra­mien­tas que con fre­cuen­cia escri­ben ago­re­ros, visio­na­rios o fal­sa­rios espe­cu­la­do­res ‑para decir­lo con pala­bras de Anto­ni Domè­nech- que con­fun­den inten­tan­do “ocul­tar la diferencia”.

Y Kant con­ti­nua­ba ejer­cien­do de peda­go­go con su anti­guo alumno: se con­si­de­ran como hechos (Fak­ta) cosas lige­ra­men­te posi­bles e inclu­so incon­ce­bi­bles, y se le exi­ge al cien­tí­fi­co que las expli­que – en ese momen­to toda­vía no colo­ca­ban al cien­tí­fi­co fren­te a las cáma­ras y micró­fo­nos-; pero como es muy difí­cil apren­der y saber todo lo que sabe el estu­dio­so de la natu­ra­le­za, se tra­ta de hacer des­apa­re­cer esa des­igual­dad por el camino más fácil: pro­po­nien­do cosas de las que nin­guno de los dos tie­ne idea algu­na ni com­pren­sión, tenien­do así la liber­tad de juz­gar como le parez­ca por­que el otro (el cien­tí­fi­co) no pue­de hacer nada mejor. Y es este, decía Kant, el vehícu­lo que trans­mi­te adic­ción y ante la cual reco­men­da­ba no hacer nada, sólo espe­rar que “el hechi­ce­ro” con­ti­núe con sus can­tos de sire­nas has­ta que otras sire­nas y otros can­tos reem­pla­za­ran sus locu­ras, por­que una reite­ra­da refu­ta­ción de estas locu­ras sería con­tra­ria a la dig­ni­dad de la razón .

Y el peda­go­go de Königs­berg suge­ría a su dis­cí­pu­lo redu­cir el apren­di­za­je de “muchas cosas” en las escue­las por un apren­di­za­je cui­da­do­so de “pocas cosas” y no tan­to erra­di­car el deseo de leer, sino incen­ti­var un deseo de leer que res­pon­die­ra a una inten­ción bien deter­mi­na­da por par­te del lec­tor y favo­re­cie­ra la comprensión.

La dife­ren­cia entre un inves­ti­ga­dor y un visio­na­rio – según Kant- es que el inves­ti­ga­dor sólo da por cier­tos los efec­tos que ha podi­do pro­bar median­te un expe­ri­men­to y en la medi­da en que pue­de some­ter el obje­to a su domi­nio, mien­tras que el visio­na­rio vati­ci­na efec­tos que sólo salen de su ima­gi­na­ción –o la de los cré­du­los- y que obvia­men­te no resis­ti­rían expe­ri­men­to alguno.

Y como no podía ser de otra mane­ra en la épo­ca, Kant recuer­da las obser­va­cio­nes de un médi­co ale­mán –Grimm- sobre la “omnis­cien­cia fran­ce­sa” de la que se bur­la lla­mán­do­la “sólo una moda que no tar­da­rá en des­apa­re­cer”, com­pa­rán­do­la con el mal gus­to de la omnis­cien­cia ale­ma­na, que “por lo gene­ral se con­vier­te en un sis­te­ma pesa­do, del cual es muy difí­cil sacar­le”. Dicho esto por quien siem­pre fue un filó­so­fos sis­te­má­ti­co por voca­ción y pro­fun­da con­vic­ción, y enemi­go de los farsantes.

Nota:

  1. Sobre una car­ta de Imma­nuel Kant a su anti­guo alumno Lud­wig Ernst Borows­ki, fecha­da en Königs­berg entre el 6 y el 22 de mar­zo de l970. Ver­sión cas­te­lla­na de Mer­ce­des Torrevejano.

SP*

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