Por Nooran Alhamdan, Resumen Medio Oriente, 15 mayo 2020
Qué extraño es ver los acontecimientos que definieron la vida de tres generaciones de mi familia como un mero párrafo de un libro. Qué extraño es descubrir que la experiencia vivida por tu familia es considerada como una mera nota al pie de las páginas de la historia. Apenas se cuentan las historias de supervivencia, pero ese momento de trauma sigue definiendo las vidas de millones, condenados al desarraigo, a una vida en el exilio.
La Nakba está viva en todos los niños que viven bajo ocupación
en Cisjordania o bajo el bloqueo en Gaza, en todos los refugiados
palestinos condenados a la vida en un campo de refugiados. La Nakba
sigue pasando.
Palestinos desplazados inicialmente al campamento de Beach en
Gaza abordan barcos hacia el Líbano o Egipto durante la primera guerra
Árabe-Israelí. ARCHIVO UNRWA – FOTOGRAFÍA HRANT NAKASHIAN
Es una dulce noche de julio, con olor a cítricos en el aire. El sonido
de las mujeres ululando y la risa resuena por las colinas. El centro de
la aldea de Qazaza es una celebración, en la que los hombres beben
jovialmente café amargo y los niños se persiguen unos a otros. Mi abuelo
era uno de estos niños, gritando de alegría y tratando de no tropezar
con la tierra desnuda.
El pueblo se había reunido en una ceremonia previa a la celebración de
una boda muy esperada entre el hermano mayor de mi abuelo, Abdulla, y
una mujer que se decía que era de las más bellas del pueblo. El año es
1948. A pesar de todas las dificultades que la aldea había visto con la
reciente agitación política en Palestina, Qazaza seguía siendo un lugar
sencillo, lleno de familias cuyas obligaciones nunca iban más
allá de recoger sus cosechas.
El aire fue atravesado por un grito repentino; la voz era chillona y el
idioma extranjero. Tres hombres irrumpieron en la celebración.
Volvieron a hablar y la lengua extranjera se reveló como un árabe roto.
Los aldeanos entendieron quiénes eran estos hombres, pero se esforzaron
por entender qué palabras estaban destrozando el aire, hasta que
finalmente los fragmentos formaron «etlaa o bara» – «salid».
Abdulla, que pronto sería el novio, se adelantó en un intento de hablar
con los hombres. No, no nos iremos. ¿Por qué estáis
aquí? Deberíais iros.
Las palabras apenas salieron de su boca antes de que apareciera un
arma, luego una bala y luego el sonido del disparo. Ese sonido
retumbó entre las colinas, reemplazando el sonido de los niños y las
ululaciones. Ahora sólo había silencio, un silencio que comenzó esa
noche de julio de 1948 y que desde entonces se ha extendido por todo el
pueblo, una quietud ininterrumpida durante más de 70 años.
La primera vez que escuché la historia de la Nakba de mi familia, la
«catástrofe» que trastornó las vidas de millones de palestinos, fue de
los labios mi padre. Me lo dijo de pasada, no recuerdo exactamente
cuándo ni por qué razón. Recuerdo la sorpresa que sentí. No debía tener
más de 10 años, porque recuerdo que mis preocupaciones más apremiantes
eran las de encajar con mis compañeros estadounidenses. No entendía lo
que era Palestina ni por qué no podíamos volver a nuestra aldea. Me
olvidé de la historia por mucho tiempo después de eso.
Mi madre llegó a Estados Unidos de adolescente, huyendo de Kuwait y de
la Guerra del Golfo, donde los palestinos pagaban el precio de una
política con la que poco tenían que ver. Mi padre vino aquí como
estudiante universitario, uno de los primeros de su familia y de su
comunidad en un campo de refugiados en Jordania, para cumplir el sueño
de recibir una educación en EE.UU. Yo sabía que mis padres eran
inmigrantes, que yo era la primera que no había nacido en un campo de
refugiados. Mi percepción de mi identidad comenzó a cambiar con cada
viaje de verano que mi familia hacía a Jordania, donde pasaba mis días
luchando por aprender árabe y haciendo mandados con mis abuelos.
Mi abuelo me contó la historia de la Nakba de mi familia por segunda
vez. Esta vez, era una adolescente. Sabía más sobre Palestina, pero aún
no había sentido ninguna conexión con su lugar en la historia de mi
familia. Estaba sentada con mi abuelo en el patio de su casa en Amman,
con el olor a jazmín, cítricos y melocotones de su jardín
embriagándolo de recuerdos del pasado. Me contó la historia. Esta vez,
lo escuché de un superviviente. Nunca antes había visto llorar a mi
abuelo. Se encogió y volvió a ser el niño que acababa de presenciar cómo
su hermano mayor era asesinado por la Haganá la noche anterior a su
boda.
Años más tarde, como estudiante universitaria, me
enteré de que la historia de la Nakba de mi abuelo y de nuestro
pueblo, Qazaza, formaba parte de una campaña más amplia para vaciar las
ciudades palestinas de Lydda y Ramle, situadas hoy en día dentro del
propio Israel. Qué extraño es ver los acontecimientos que definieron la
vida de tres generaciones de mi familia como un mero párrafo de un
libro. Qué extraño es descubrir que la experiencia vivida por tu familia
es considerada como una mera nota al pie de las páginas de la
historia.
Con demasiada frecuencia la Nakba es negada o apenas reconocida. Se
dice que los palestinos decidieron abandonar sus hogares o que merecían
ser expulsados por oponerse al asentamiento en sus tierras. Apenas se
cuentan las historias de supervivencia, pero ese momento de trauma sigue
definiendo las vidas de millones, condenados al desarraigo, a una vida
en el exilio.
Mi abuelo sigue vivo y vive en su casa con un patio en Amman, una casa
que mi padre y mi tío le compraron hace décadas. Antes de eso, vivía en
un barrio de Amman lleno de refugiados palestinos. Antes de eso, vivía
en el campo de refugiados de Baqaa, el mayor campo de refugiados de
Palestina en Oriente Medio.
No somos un pueblo limitado a las páginas de la historia. La Nakba no
es una catástrofe que está contenida en el espacio entre el papel y la
tinta, algo que sólo podemos esperar que algún día sea recordado con
razón como el crimen que fue. La Nakba está viva en todos los niños que
viven bajo ocupación en Cisjordania o bajo el bloqueo en Gaza, en todos
los refugiados palestinos condenados a la vida en un campo de
refugiados.La Nakba sigue pasando. No es una consecuencia desafortunada
de la guerra; sus víctimas no son daños colaterales ni el producto de un
momento de incertidumbre política. El pueblo palestino sigue aquí, a
pesar de los deseos de algunos de que puedan desaparecer.
He buscado implacablemente más información sobre Qazaza, la aldea de mi
abuelo. Un artículo de Wikipedia me informa de que la aldea se
encuentra en un territorio considerado una zona militar cerrada dentro
de Israel propiamente dicha. También hay algunos foros en línea que
tratan de poner en contacto a los refugiados palestinos cuyas raíces se
remontan a otras aldeas cercanas. La mayoría especula que sólo una
parada de tren y algunos edificios permanecen en el pueblo.
No sé cuántas generaciones más de mi familia nacerán en los campos de
refugiados y en el exilio. No sé si Qazaza permanecerá para siempre
congelada en el tiempo, en una zona militar inaccesible, o si algún día
sucumbirá al destino de tantos pueblos y ciudades palestinas. No sé si
el gran público israelí o el mundo alguna vez reconocerá plenamente a
la Nakba por la catástrofe que fue y por la miseria que infligió y sigue
infligiendo a millones de personas. No sé si yo llegaré a ver cómo se
les concede a los refugiados palestinos la compensación y repatriación,
en forma de derecho al retorno, que podría corregir esta injusticia
histórica.
Abdulla fue enterrado esa misma noche. La gente de la aldea no tuvo
tiempo de llorar. Los hombres y mujeres corrieron a sus pequeñas casas y
recogieron sólo unas pocas de sus posesiones. Cogieron a los niños en
brazos, los amarraron a la espalda. Mi abuelo sostenía la mano de su
madre mientras tropezaban por caminos de tierra, corriendo sobre tierra
húmeda mientras la noche se convertía en el amanecer. Tal vez por eso,
desde que tengo memoria, mi abuelo se despertaba cuando salía el sol
para cuidar de su pequeño jardín. Excavaba las raíces de los pocos
olivos y los regaba con especial cuidado. Rociaba las ramas de los
melocotoneros con agua, como si los perfumara. Todas las mañanas,
viviendo la mañana que debería haber vivido como un niño en su pueblo.
* Nooran Alhamdan es una estudiante palestina-americana de economía y ciencias políticas en la Universidad de New Hampshire.