Por Agustín Colombo y Mariano Pagnucco, Resumen Latinoamericano, 24 de junio de 2020
Así como hay un campo preocupado por el precio del dólar para exportar soja al exterior, hay otro conformado por familias productoras, cooperativas y organizaciones de base que deben superar diversos obstáculos para que sus alimentos lleguen a las mesas argentinas.
La imagen circuló hace algunas semanas en redes sociales, casi al mismo tiempo en que el coronavirus empezaba a evidenciar, otra vez, que los pobres del continente iban a ser los más afectados por la pandemia. Era una suerte de regla de tres simple social, que sintetizaba cómo funciona el sistema en esta parte del mundo: dos viñetas, dos oraciones y una conclusión.
Sobre el dibujo de las casitas amontonadas de una villa, se leía: “A más concentración de gente, más expansión del virus”. Y sobre el dibujo de un enorme campo de soja: “A más concentración de tierra, más concentración de gente”. El final tenía la contundencia de un cross a la mandíbula: “Distribución de la tierra es salud”.
Ese problema, el de la distribución de la tierra, aparecerá a lo largo de este texto acaso como un denominador común entre las distintas experiencias de productoras y productores de alimentos en el país. Es un problema que va de norte a sur y de este a oeste, y que, además de tener una explicación práctica, tiene una explicación estadística: según el Grupo ETC, el pequeño y mediano campesinado emplea en el mundo menos del 25% de las tierras agrícolas para cultivar alimentos que nutren a más del 70% de la población. Los que menos tienen, más dan.
“La situación actual es de máxima concentración, como todo en la economía argentina. Las grandes cadenas concentran. La tierra está concentrada. Los intermediarios son siempre los mismos”, describe Juan Manuel Rossi, el presidente de la Federación de Cooperativas Federadas (Fecofe), un espacio que nuclea a cooperativas agrícolas y de alimentos en diez provincias, y que nació bajo la órbita de la Federación Agraria Argentina, la entidad que representa a pequeños productores, familias campesinas y chacareros.
“Ninguno de nuestros compañeros es dueño de la tierra que trabaja. Hay familias enteras que se han muerto en esa lucha. Los crianceros, que no tienen primaria, terminan peleando contra la estructura del Estado”, suma Juan Ruppel, productor del MTE Rural de Chos Malal, al norte de la provincia de Neuquén.
Deolinda Carrizo, del Movimiento Campesino de Santiago del Estero, conocido popularmente como Mocase, que integra el Movimiento Nacional Campesino Indígena, hace hincapié en tres palabras a la hora de explicar las principales problemáticas con las que se enfrentan a diario en la producción de alimentos. Tres palabras que podrían explicar el mapa productivo de la Argentina: concentración, privatización y extranjerización.
“Esa desigualdad es el producto de políticas que se hicieron a lo largo de los años. Los propietarios de tierras las destinan para el agronegocio y para exportar. Ya sea soja, maderas o minería, y eso afecta directamente a la producción de alimentos”, dice Deolinda. ¿Por qué afecta? Porque las tierras fértiles se dañan con la utilización intensiva de agrotóxicos. Y en las zonas más áridas, donde, por lo general, se instalan mineras, la demanda sideral de agua genera la extinción de ríos y arroyos.
Santiago del Estero, o cualquier provincia argentina, es un mosaico de lo que sucede en el mundo: según datos de la FAO, la cadena agroindustrial utiliza más del 75% de la tierra agrícola del mundo; en el proceso, destruye anualmente 75 mil millones de toneladas de capa arable y tala 7.5 millones de hectáreas de bosque. Además, es responsable del consumo de, al menos, el 90% de los combustibles fósiles que se usan en la agricultura (y sus correspondientes emisiones de gases de efecto invernadero), así como al menos el 80% del agua dulce.
El saldo de tres mil novecientos millones de personas subalimentadas o malnutridas en el mundo, o su porcentaje equivalente en Argentina, también da cuenta de esta problemática. “Este modelo no solo no alimenta al mundo, sino que es incapaz de garantizar el derecho a la alimentación de la población argentina: en un contexto de cosecha récord, hay desnutrición aguda y crónica, y también un 70% de la población con problema de obesidad. Los sectores más pobres de la población están condenados a alimentarse con los productos más baratos y menos nutritivos, que son los carbohidratos, los azúcares y las grasas”, asegura Marcos Filardi, abogado y fundador del Museo del Hambre.
El agronegocio nunca tuvo como propósito un proyecto de alimentación, por más de que el sector agropecuario más concentrado del país haya instalado el mito de que aquí se producen alimentos para 400 millones de personas. Lo que producen, en rigor, es alimento para animales de China, India y otros países del exterior.
Ese sector, muchas veces llamado “el campo” por ciertos periodistas y medios masivos, daña incluso más que el promedio mundial: utiliza alrededor del 80% del suelo argentino, pero provee menos del 30% de la comida a la población.
El pasado también es hoy
En Argentina, podrían señalarse algunos hitos para explicar la desproporcionada repartición de su basto territorio: la ley de enfiteusis de Bernardino Rivadavia y el genocidio indígena —o lo que muchos llaman Campaña del Desierto, aunque eso contenga una error semántico, porque no había desierto desde el momento en que había gente— son quizás los más sobresalientes. Ahí puede situarse el origen de la desigualdad. El origen de la concentración. Pero ahora a ese factor, como remarca Deolinda, hay que sumarle otro: la extranjerización de la tierra.
Según un informe del Ministerio de Justicia, en algunos departamentos provinciales, la situación es alarmante: en San Carlos, Salta, el 58,7% de sus terrenos pertenecen a extranjeros. Molinos (también en Salta) con el 58%; General Lamadrid (La Rioja), con el 57%; Lácar (Neuquén), con el 53%; y Campana (Buenos Aires), con el 50%, son otras de las regiones que transforman en letra muerta a una ley pensada a nivel nacional: la que indica que no puede venderse a extranjeros más del 15% del territorio.
El agronegocio nunca tuvo como propósito la alimentación, por más de que exista el mito de que aquí se producen alimentos para 400 millones de personas.
La extranjerización y concentración inciden directamente en la producción de alimentos. ¿Un ejemplo? Lo que sucede en Santa Fe. El cinturón hortícola santafesino siempre fue de tomates. Había, en otro tiempo, al menos, tres variedades. Pero el avance y la especulación inmobiliaria atentó contra esa histórica producción. Atados por contratos precarios y por relaciones desiguales, los productores y productoras nunca saben cuánto van a durar en la tierra donde producen. Están sujetos a la lógica de los loteos y a la discrecionalidad de los dueños, que, de un día para el otro, pueden decirles que se vayan.
Cuando sucede eso, las familias productoras tienen que mudarse y arrancar de nuevo otra vez. La falta de acceso a la tierra hizo que, urgidos por la necesidad de pagar el alquiler y de vivir, Santa Fe haya virado hacia la producción de la verdura de hoja. La razón es simple: es lo que más rápido crece y lo que más rápido se vende. Entonces, la zona de la diversidad de tomates ahora es la zona de la rúcula, acelga, achicoria, lechuga y cebolla de verdeo.
“Ese es un gran problema que tenemos. Sucede en todo el país, pero acá, de las 130 familias, ninguna es propietaria de la tierra. La máxima libertad a la que algunas pudieron llegar es dejar de ser medieros y alquilarse un par de hectáreas como grupo familiar y producir entre hermanos o de gente muy cercana”, describe Federico, uno de los referentes de la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT) en esa región.
La UTT organiza a 15 mil familias en 15 provincias de la Argentina. En Santa Fe, al principio, eran cuatro o cinco compañeros. Hoy, son 130 familias campesinas con cinco bases en la ciudad de Santa Fe ‑Monte Vera, Campo Crespo, Chaco Chico, Paraje La Costa y Recreo‑, una en Helvecia y otra en el sur de Rosario, General Alvear.
Diversificar es mejorar
Fecofe agrupa a 40 cooperativas en diez provincias del país. Algunas son cooperativas agrícolas tradicionales, que prestan servicios de acopio y maquinaria. Otras son las que, según Rossi, agregan valor: las lácteas en Santa Fe y Córdoba, las que hacen vinos y aceites de olivas en La Rioja, las que producen cítricos y arroz en Entre Ríos, las yerbateras en Misiones, las de cereales para desayuno y dulces en Buenos Aires.
En muchas de esas provincias, todos esos productos llegan a las góndolas de mercados de proximidad y almacenes. Algunos, a través de convenios con otras organizaciones, tienen presencia en ciudades más grandes como Buenos Aires o La Plata.
“Para llegar a más góndolas, hay una tarea que es nuestra: la organización. Y lo otro que necesitamos es una política de Estado claramente dirigida, que pueda promover la producción, comercialización e industrialización”, pide Rossi.
Rossi, que vive en el sur de la provincia de Córdoba, también menciona que los créditos para potenciar la matriz productiva de pequeños y medianos productores y cooperativas en Argentina en los últimos años dejaron de existir. Lo que inhabilita que el sector pueda crecer. “Hay que cambiar la ley de entidades financieras y sistema financiero, que funciona más como una timba que como ayuda al productor”, sostienen desde Fecofe.
En el Movimiento Nacional Campesino Indígena, con presencia en 11 provincias, marcan una diferencia clara: “Los pequeños campesinos, cuando pidieron un crédito para sembrar maíz o algodón en cinco hectáreas, lo devolvieron. Y no pasa lo mismo con los empresarios: el caso de Vicentin es claro”.
“La renta nos rige todo el tiempo”, analiza Rupell. Y lo contrasta con otra lógica: “Acá, los pequeños agricultores y ganaderos, además de alimentar a la población, generan una economía más saludable. Nosotros obtenemos un dinero por nuestro trabajo y ese dinero no lo vamos a meter en un banco ni vamos a comprar un departamento. Al contrario, ese dinero empieza a girar, se va pasando a otros trabajadores. Hasta que llega a una cadena y se pierde”.
El Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE) de la rama Rural, del que forma parte la cooperativa de crianceros de Chos Malal, agrupa en 20 provincias a 30 mil pequeños productores y productoras de variadas actividades como ganadería, frutas y hortalizas, pesqueros, apicultores y comunidades de pueblos originarios.
Organizarse para buscar soluciones
A mayor distancia de los puertos, más son los problemas que se suman. Y la logística es uno de los principales. A Chos Malal, como a tantas ciudades chicas y pueblos de las provincias, el costo del transporte las convierte en zonas mucho más caras. “No hay una política de cómo hacemos para abastecer al pueblo con alimentos sanos. Consumimos lo que llega. Y lo que llega son las grandes cadenas de distribución”, cuenta Rupell. Se estima que, al menos, el 15% de lo que consume la cadena agroindustrial se pierde en el transporte y el almacenamiento.
Los 200 asociados de la cooperativa de Chos Malal se dedican a la crianza de cabras y chivos, en una región conocida por esa tradición: allí se festeja la Fiesta Nacional del Chivito. Lejos de los feedlot que impone la cadena agroindustrial de alimentos, los crianceros de Chos Malal utilizan la trashumancia: un pastoreo continúo por los caminos de la cordillera. “Siempre se dice que el chivo de esta zona baja condimentado, porque, en su recorrido, come todo tipo de hierbas aromáticas”, cuenta Juan.
La cooperativa, además, vende miel, artesanías de lana y cuero, mantas, telares y ponchos realizados por las comunidades mapuche de la zona, huevos y hierbas medicinales. Y realiza compras comunitarias justamente para bajar el alto costo de vida: desde arroz y aceite, hasta cuando es necesario comprar forraje (maíz, avena, fardo de pasto) para los animales.
En la otra punta del país, Deolinda aborda otro tema urticante: la productividad. O mejor dicho: la construcción dicotómica histórica entre civilización y barbarie, o entre progreso y atraso, ahora aplicada a la producción de alimentos. “Instalaron otro falso mito: el de la ineficiencia indígena. Cuando la producción de las comunidades tiene una potente diversidad: tierra, frutos, animales. El sistema productivo está integrado”, cuenta.
Lo que hacen en el territorio de Deolinda, en la comunidad indígena vilela de Pampa Pozo, es lo que aconseja la FAO para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenibles. Entre esas acciones, la FAO propone fomentar la diversificación de la producción. En Pampa Pozo, integrada por 13 familias ‑85 personas- que tienen la propiedad comunitaria de 1200 hectáreas, se produce desde la miel, el queso y el dulce de leche hasta salames, escabeches y verduras.
La producción se vende en ciudades cercanas como Quimilí o El Colorado, y también genera el autoabastecimiento de todas las personas que viven en el lugar. En ese territorio, hay 1500 cabras, 80 chanchas madres, 250 ovejas, 200 vacas y varios corrales de gallinas.
En medio de la pampa gringa, rodeados por ese mar verde de soja y glifosato en que se convirtió el paisaje santafesino, las familias productoras de la UTT prefieren producir alimentos para las argentinas y argentinos antes que la materia prima que demandan los chanchos chinos.
También prefieren eludir, en la medida de lo posible, los gastos en dólares que impone la cadena agroindustrial. “Nos fuimos organizando, en primer lugar, para pelear por nuestros derechos como sector ignorado y oprimido, atado a un paquete dolarizado que nos hace comprar insumos, endeudarnos con las semilleras y con los negocios de las multinacionales que venden los agroquímicos”, cuenta Federico.
La vuelta al campo
El informe preliminar del Censo Nacional Agropecuario de 2018 le pone números a una verdad a la vista de quién quiera ver: que Argentina viene expulsando a sus productores campesinos del campo desde hace varias décadas. Entre 2002 y 2018, desaparecieron 82.652 explotaciones agropecuarias. Y, si se compara con el censo de 1988, en 30 años, desapareció el 41,5 por ciento de la chacras.
En el Primer Foro Nacional por un Programa Agrario Soberano y Popular que se realizó en mayo de 2019, todas las organizaciones coincidieron en que el modelo productivo debía repoblar el campo. Por eso, marcaron como prioritarias dos medidas: la primera era destinar mayor inversión en infraestructura y servicios sociales básicos (caminos rurales, salud, educación, conectividad, etc.) para promover el arraigo rural.
La segunda, promover el acceso a la tierra (ley de acceso a la tierra; regularización de la tenencia precaria de la tierra; redistribución de tierras ociosas para la producción agroecológica local).
“Si nosotros queremos que la gente vuelva al campo, tenemos que garantizar que la calidad de vida en el campo sea buena”, remarca Rupell, quien plantea una reforma basada en un modelo ascendente de discusión: de las chacras y territorios a los referentes regionales, y de los referentes regionales al poder central de Buenos Aires: “Ese modelo debe garantizar un sistema de salud y una jubilación, porque las personas que trabajan en el campo no tienen nada de eso”.
Deolinda pide lo mismo para el corto plazo y, para el mediano, considera que todas las políticas públicas deben ir dirigidas a fomentar la diversidad de lo que somos como país: zonas de riego, de montaña, de secano. “Con foros y espacios participativos, podemos ir diseñando un plan productivo. Tenemos un acumulado de sabiduría, de experiencia viva que deben ser parte de esa vuelta al campo”, considera.
Así, de abajo hacia arriba, compartiendo saberes y cambiando un modelo que nació desigual, y ahora se profundizó, otro país es posible.
Fuente: La Tinta