Cuba, Oni Acosta Llerena, Resumen Latinoamericano, 5 de julio del 2020
Cuando se escribe sobre nuestra música hay nombres y tendencias imposibles de dejar a un lado. Transitando por fabulosas compilaciones discográficas, reseñas, blogs, libros y más, la importancia y presencia de grandes mujeres músicos es abrumadora, pero a la vez estas corren el riesgo de la fragilidad impuesta por la velocidad de estos tiempos: en ocasiones se recorre el sendero de olvidar a unas y ponderar a otras sin que medie un rasero de calidades o aportaciones, sino por el simple hecho del desconocimiento.
Hace pocos meses, cuando escribía en estas páginas sobre Mayra Caridad Valdés y su inesperada muerte, resalté aspectos que fueron inherentes a su carrera musical: su condición de mujer, el color de su piel y la época circundante en cuanto a oportunidades de género, hoy tan de moda con ribetes y oropel y, en ocasiones, mal utilizado, pero donde sin duda el contexto era diferente. Siempre he valorado la valentía de las mujeres en nuestra música en pasadas épocas, donde la discriminación y la extorsión musical eran reales y no dardos sin rumbo: María Teresa Vera, Guillermina Aramburu, Rita Montaner, Merceditas Valdés, La Lupe, Moraima Secada, Enriqueta Almanza, Isolina Carrillo, Celeste Mendoza y muchas más. Todas irrumpieron en escenarios bien complejos y nada complacientes, transgrediendo el discurso reservado para hombres en cuanto a géneros musicales y, siendo sinceros, en muchos casos fueron ellas las innovadoras y visionarias. Otros nombres a destacar son Olga Guillot y Celia Cruz, por ejemplo, que aunque optaron por el exilio no deben olvidarse sus inicios y éxitos en Cuba, lo cual ha sido callado infinidad de veces desde la industria del odio, para dar a entender que eran desconocidas antes de radicarse en ee. uu.
Ahora bien, cuando revisitamos la obra de Celeste Mendoza, bautizada como la Reina del Guaguancó, se bifurcan varias interrogantes en caminos opuestos. Uno de ellos pudiera ser el precio que pagaron los músicos que optaron por quedarse en Cuba después de 1959. El silencio –y desprecio– conque el mercado internacional bañó a esos artistas, ha sido y continúa siendo brutal, amañado por prohibiciones para favorecer a quienes la industria necesitaba posicionar en el incipiente mercado cubano, pero sin Cuba.
¿Qué hubiera pasado si Celeste, con su hondura y talento rumbero, hubiera podido grabar con Fania u otro sello disquero? ¿Qué fenómeno musical hubiera provocado el apreciar a aquella mestiza desbordante de música en grandes circuitos como Metropolitan Opera House, o quizás Broadway? Nunca lo sabremos, solo puedo apelar a una nostálgica imagen, pero si tenemos en cuenta la edulcoración musical de moda en la Cuba republicana –que causó no pocos estragos además de imposiciones y clichés– no sería difícil imaginársela en un cénit virtuoso y merecido.
Celeste no era la postal musical que se vendía de Cuba, ni la rumbera light que amenizaba en lujosos hoteles por propinas en su brasier, aunque quizás pasó por escenas similares en su carrera como muchas artistas cubanas. Celeste es sin duda la gran dama mestiza, humilde y santiaguera que vistió la rumba de mujer sin pensarlo dos veces, abogando por la igualdad de género, no con diatribas vacías o ataques virulentos, sino con su propia obra musica
Tomado de Granma (Colaboración de RC)