Dennis Alicea /Resumen Latinoamericano, 17 de julio de 2020
La cultura letrada en el Caribe marginalizado parece sitiada por nacionalismos identitarios. Vive a la sombra de fuertes tradiciones que también le impiden respirar. Los prejuicios y racismos étnicos, en esa cultura de palabras e imágenes, existen y se sienten como flechas que desgarran la piel mixta de escritores e intelectuales, de artistas plásticos y artistas de las artes representativas.
Todavía recuerdo con tristeza y vergüenza el auditorio vacío. Estábamos en Barcelona, en ocasión de la Feria Internacional del Libro, en la que Puerto Rico era invitado de honor. Representantes de nuestra cultura letrada puertorriqueña mostrarían allí su escritura, su música de arte, su teatro y su arte plástico. La indiferencia ofensiva que recibimos de los medios de comunicación no fue lo peor. Nunca he tenido expectativas con los medios de la cultura de masas, un ruido que nos convierte a todos en seres anónimos, en seres sin atributos, como el Ulrich de Musil. Lo peor fue cierta complicidad de silencio, y la ausencia del interlocutor que te invita a su casa y te deja conversando a solas. Lo penoso no era que desconocieran el trabajo de los invitados, lo que, sin dudas, yo esperaba; era la afrenta del “te desconozco” y por eso te ignoro; el “no me interesa” insultante que lacera la fibra de la autoestima. Sentíamos el prejuicio sutil y la mirada pretendidamente superior de la cultura letrada del viejo imperio español, que nos recordaba a todos nuestro origen nacional.
El agravio doloroso fue, para mi indignación, gratificado unos años más tarde en el Congreso Internacional de la Lengua Española que se celebró en San Juan, Puerto Rico. La fanfarria a los reyes y la reverencia a los invitados de la Real Academia contrastaba con aquel desdén injurioso recibido en la oscura feria del libro. “Dejen los asientos al frente para los invitados españoles, por favor”, recuerdo que dijo un importante anfitrión del Congreso de la Lengua, como diciendo, “los de la periferia a la periferia”. Era el reconocimiento vivo de la marginalidad cultural que se traduce en marginalidad espacial. Acostumbrado al etnocentrismo agresivo de las culturas dominantes, lo peor sigue siendo cuando algunos de los marginados perpetúan la marginación porque se sienten más cerca de los marginadores. Es la misma lógica del colonizado que colabora servilmente con el colonizador porque cree o quiere ser parte de ellos. Esa línea fina entre la deferencia, la cordialidad justificada por ser anfitrión, y la reverencia no puede nunca cruzarse.
Los actos de genuflexión colonial me evocaron, de inmediato, unos días aciagos en Tepoztlán, México, en un pequeño congreso de filosofía y en medio de vetustas montañas e inmensa pobreza, donde conversábamos sobre exquisiteces teóricas de la filosofía del lenguaje. Habían asistido allí varios filósofos y lingüistas norteamericanos, de modo que todas las presentaciones y discusiones se condujeron “por deferencia” en el idioma inglés. Me llamó la atención que los profesores norteamericanos, algunos de los cuales conocía, ocupaban invariablemente las sillas centrales del auditorio, y sus presentaciones se efectuaban en los mejores horarios. Las nuestras servían casi de colofón para cerrar el día. Los filósofos nativos de la zona recuerdo que citaban con cierta pretensión los ponentes angloparlantes que le precedieron, en gesto de soberano sometimiento que ellos devolvían agradecidos con una sonrisa de dominio. Allí afloró, nuevamente, ese prejuicio y racismo étnico, muy sutil, propio de la cultura de letras, donde el lenguaje imperial era el protagonista.
Existen modos de tratar que parecen menos ofensivos, casi equitativos, para disfrazar los prejuicios etnocéntricos, y en eso la cultura letrada es insuperable. Articula con destreza la ofensa que, a la vez, desencaja y amordaza. “Si me lees, te leo”, esa fue la respuesta del cónsul español al obsequio que le hacía del libro de ensayos que acababa de publicar. Pensaba él que era eso lo equitativo. Pero su entrelínea era lo insultante: algo así como “no te reconozco ni me interesa lo que escribes; veámoslo mejor como una transacción cultural”. No sé por qué me acordé en ese momento del cuento Escritor fracasado de Roberto Arlt, en el que relata las complejidades de un alma oscura que termina convirtiéndose en crítico literario, es decir, en inquisidor, agobiado por las fieras de su pequeño mundo de letras.
Cuando se escribe filosofía o ciencia, el español resulta una lengua marginal, distinto a cuando se escribe sobre otros géneros o formas literarias y artísticas que cuentan en nuestra lengua con una tradición larga y rica. Si bien es preciso reconocer la centralidad y las aportaciones de ciertas culturas y lenguas en algunas producciones humanas, esto no implica marginalizar la propia. El francés y la cultura francesa tuvieron una relevancia singular para el arte del siglo XIX; asimismo, el alemán para la filosofía en el XIX y la primera mitad del siglo XX. También ha sido formidable el inglés y la producción cultural anglosajona en ciencias, filosofía y literatura, sobre todo después de la segunda posguerra, y el español en la literatura (narrativa, teatro, ensayo y poesía) que cuenta en su tradición con una época de oro española y un boom latinoamericano. Esas nacionalidades identitarias y lingüísticas, sin embargo, no significan nada más allá de ser el locus de robustas tradiciones de las que nos enriquecemos todos. El lenguaje no le pertenece a nadie y el lugar de emisión es un accidente. Lengua y geografía permanecen como vectores de segregación irracional en la alta cultura, sin pasar por la crítica recurrente del escrutinio estricto.
El intelectual y el artista original echan mano libremente de las producciones culturales, donde quiera que se gesten. Así ha sido siempre porque, ante todo, la tradición de las formas de producción cultural humana pertenecen al género. El manejo irreverente de esas tradiciones, como decía Borges, es una propiedad de las culturas y literaturas marginales. Nos apropiamos con desenfado de lo europeo, lo anglosajón, también de lo oriental, y producimos nuestra peculiar mirada. A nadie se le ocurriría desmerecer la obra de Paul Gauguin por sus huellas primitivas y orientales; tampoco a Joyce, el gran escritor del siglo XX de la pequeña Irlanda, por la influencia en su obra del sicoanálisis freudiano de origen alemán. La universalidad es el signo de la cultura intelectual y artística, aunque provenga de provincias nacionales. Será siempre local, pero expresa, hegelianamente, la tradición de la cultura humana. Era eso, pienso, lo que quería decir José Luis González cuando afirmaba que toda cultura nacional era una expresión particular de la cultura universal.
Luego de la crisis de la globalización a partir del final del siglo XX, los nacionalismos identitarios, que tanto dividen, permiten que resurjan los prejuicios raciales y religiosos, los racismos y hasta fascismos, y un sentido de superioridad que ciertas culturas reclaman frente a otras. Son nacionalismos que aparecen y reaparecen para reclamar el dominio en nombre de su lengua y geografía. En los países nuestros de la periferia, como Puerto Rico y el Caribe, la alta cultura de los objetos estéticos y obras de valor intelectual y literario, sufren el desconocimiento y el rechazo, el trato filoso de cultura de segundo orden, y la mirada soberbia de las culturas letradas imperiales. Lengua y geografía son las cuñas que conducen a la marginación del Caribe letrado. Al llamado de Escucha, blanco de Fanon para reivindicar los valores de la negritud frente a la cultura blanca, será preciso añadir este reclamo del Caribe afroantillano y letrado, frente a la racionalidad impuesta por las letras europeas y anglosajonas. Prejuicios letrados –blancos y pluscuamperfectos– que no por ser sutiles dejan de ser asfixiantes.
FUENTE: 80 Grados