Por Julio César Acelas Arias. Resumen Latinoamericano, 8 de septiembre de 2020.
Juan Gualdrón fue la estética de los comunistas en las décadas postreras del siglo XX, en una ciudad goda y excluyente como lo ha sido Bucaramanga desde sus días primigenios.
Mi primer recuerdo de Gualdrón es estético. El “camarada” Gualdrón, como lo llamábamos afectuosamente, sintetizaba toda la inmensidad de la cultura: era Chaikovski, Tolstoi, correrías por Europa, las danzas de Bohemia, el cine e idioma rusos, los libros, la música y poesía, los cuadros de Agelvis, el teatro, las becas para estudiar en la comunidad socialista y la diplomacia en todas sus formas. Había fundado una amistad tolerante con líderes y políticos irredimibles de toda virtud y sopor, con tanto respeto y tanta humildad, que a veces solapaban su bienestar personal y familiar. No pensó nunca en el futuro ni en el de los suyos y murió desamparado y olvidado. Su vida fue un mágico e intrincado activismo por la paz mundial y la ilustración desde la Casa de la Amistad con los Países Socialistas, su proyecto y designio de vida durante décadas.
Recorría dos veces al año media Europa sin gastarse un céntimo y regresaba recargado para proseguir su labor titánica e ingrata en un medio temeroso, donde se reprimía la cultura, el arte y se mataba la disidencia política. Era un enamorado del ballet ruso, del teatro Bolshoi y la música clásica, la que vivió y gozó en los años del esplendor socialista. Estaba convencido de la batalla contra la guerra nuclear y no admitía coqueteos ni devaneos con la violencia ni los atropellos. Su mantra era la paz y así vivió, anclado en un estoicismo ejemplar. Fue un comunista moderno, incluyente y cosmopolita, que generaba celos y envidias de aquellos ortodoxos y prosélitos, que en la izquierda, se creían los tenedores de las certidumbres pero solo delataban carencia de universos y lecturas.
Era un hombre grande y gordo, con semblanza y alma de niño, alojadas en una cara buena de payaso vagabundo. Tenía una mirada apacible, tranquila, cabizbaja, a veces triste, como sabiéndolo todo de antemano. Cuando hablaba, decía lo básico, lo que era, sin una coma más, certero, sin alzar la voz ni agredir a nadie. Se alteraba solo cuando reconvenía a sus hijos o algo salía mal, lo que acompañaba de una profunda pesadumbre.
Lo vi por primera vez una tarde de Jueves Santo junto a Julio Abella, en una guasábara de danza y teatro en el barrio Albania con el grupo José Antonio Galán, en medio de la procesión religiosa al cerro de Morrorico. Las barriadas rompían su aburrimiento, se sacudían e interrogaban con la política y la cultura, de la mano de una generación de creadores artísticos alternativos con sus comparsas y algarabías de colores. Era común en los barrios también que las asambleas políticas las presidieran personalmente líderes de la talla de Serpa Uribe, Norberto Morales, Duarte Alemán o Hugo Lobo Velasco; sin ceremonias ni lagartos, echaban discursos encendidos y se mezclaban con la gente y sus demandas.
Por Gualdrón conocimos, en blanco y negro, las gestas memorables de los soviéticos contra el nazismo en la II Guerra Mundial, que llegaban en filmes de 35 milímetros y se proyectaban en multitudinarios eventos en el teatro Unión, alentados por discursos ardientes de revolucionarios inmarcesibles como Juan Campos o Hernán Motta Motta. Promovió el idioma ruso y lideró un fondo de becas que semestralmente enviaba a estudiar a muchos bachilleres a los países socialistas, por el cual muchos santandereanos se hicieron profesionales y encontraron su lugar en el mundo, sin ninguna contraprestación ni obligación.
Con las becas, también hallaron su camino, muchos hijos extraviados de familias pudientes, médicos e ingenieros influyentes hoy. En sus momentos más aciagos, don Juan se lamentaba, con esa resignación de anciano leñador, que le había tendido la mano a muchos privilegiados que luego no lo reconocían. Recordaba siempre con nostalgia al hijo de un político conservador, un nadaísta y sibarita con alma de hippie, que gracias a su gestión, encontró su brújula en Moscú. Al regresar tuvo su fama en la política y fue profesor en la UIS. Un magistral pedagogo, encantador y prosopopéyico, que murió feliz con túnica y barba blanca, cercado por los excesos del vino y el Pielroja sin filtro; nunca le agradeció a Gualdrón el apoyo que recibió para encontrar su destino.
II
Don Juan llevaba siempre un maletín de mano, de cuero marrón, como de agente viajero, con ejemplares del semanario Voz y revistas socialistas, que religiosamente regalaba o vendía en sus caminatas por la ciudad. Era su llave y entrada para hablar y encontrarse con políticos, acaudalados o profesionales que lo recibían con reverencia y veneración. Recuerdo aquella mañana soleada que lo acompañé a visitar en su directorio a Norberto Morales Ballesteros, el político más poderoso de Santander por esos días; congresista, presidente de la Cámara y del Comité de Amigos de la República Democrática Alemana. Juntos organizaban un homenaje a la Alemania socialista, Gualdrón le proveía el periódico semanalmente, Norberto le tendía su mano solidaria de amigo, convencidos plenamente de que estaban en dos orillas diferentes.
Gracias al camarada, Santander conoció la cultura rusa y el socialismo hasta su derrumbamiento. La Casa de la Amistad fue un lugar abierto de reuniones en torno a la paz, la cultura popular y el arte alternativo, que eran sus obsesiones; uno de los centros de circulación cultural más dinámicos de la ciudad, con ambiente de museo, que era a la vez sala de exposición, auditorio para eventos, sitio de reunión y café de amigos, centro de enseñanza de ruso y difusión de la literatura y propaganda socialista. Pasaban también por allí, ciudadanos de los países socialistas, algunos de ellos espías de la guerra fría o burócratas del gobierno.
La Casa de la Amistad era la casa de todos, ubicada entonces en la Calle 34 # 25 – 12. Fue la última morada de sus aventuras terrenales. Se convirtió, bajo su sombra, en el refugio de muchos militantes, amigos o simpatizantes, horrorizados por el brutal exterminio de la Unión Patriótica y la oposición, causado por paramilitares con la complicidad de los organismos de seguridad del estado y políticos de extrema derecha, que estaban bien identificados y siguen impunes hasta el sol de hoy.
Ante tanta sangre y tanto miedo, la casa con sus pinturas y sus libros era un oasis, un salvamento, un lugar balsámico. De nunca olvidar, La Madre de Segundo Agelvis, que adornaba imponente el salón central. Su biblioteca era vasta y universal. Desde las obras completas de Lenin ‑55 tomos de la editorial Progreso‑, Marx y Engels, hasta la literatura de Tolstoi, Dostoievski, Pushkin, Maiyakoski, Gorki y Chéjov, además de una valiosa colección de historia y literatura colombiana. Borges siempre imaginó el paraíso como una biblioteca.
La Casa, además, era el sitio de vivienda familiar de Gualdrón. Allí vio diluir su vida privada, que casi no tenía ni disfrutaba. Siempre traslucía en su semblante una estela de tragedia personal, cargada tanto de sueños y alegrías, como de desconciertos y dolores. Su familia nunca le copió sus aventuras políticas e intelectuales, ninguno de sus hijos prosiguió su obra, tenían otro destino. Eso lo fue consumiendo lentamente, lo deshizo. Quizás por esa ausencia, nos abrazó a muchos y adoptó como sus hijos, su familia, sus cómplices.
Era amigo de todo el mundo, sin exclusiones, incluso de quienes le ocasionaron agravios; masones, sacerdotes, médicos prestantes, diplomáticos, congresistas, activistas de izquierda, sindicalistas, teatreros, poetas, alcaldes, concejales, anarquistas, militares, gnósticos y pastores protestantes. La Casa de la Amistad era como una especie de Torre de Babel.
Todavía recuerdo aquel viernes, cuando ante mi impresión por aquella biblioteca multicolor, me dijo con su cándida benevolencia: “escoja un libro, se lo regalo”. No sé por qué misteriosa razón, tomé uno pequeño de color naranja que todavía conservo como si fuera una reliquia: un Almanaque de Tangos de Carlos Gardel editado por la editorial Alas de Barcelona. Jamás olvidaré cuando me prestó un cheque sin fondos por $14 mil pesos para pagar mi matrícula en la UIS, con el compromiso de que, al ser devuelto, cancelara el valor con los intereses. Lo hacía con toda su solidaridad y sencillez, como anduvo siempre por el mundo resolviendo día a día sus apuros. Ese era Juan Gualdrón, un comunista solidario de acero templado y humano demasiado humano, como escribió Federico Nietzsche.
Muchas tardes de domingo, después de almuerzos pantagruélicos con algún invitado, solía escapar del aburrimiento escuchando música clásica. A una de tantas, después de llegar de Europa, me invitó a su mesa grande de última cena, y narró cómo había encontrado el socialismo, la majestuosidad de las ciudades europeas y su cultura universal, escuchando maravillados una y otra vez El Danubio Azul de Strauss, El Lago de los Cisnes de Chaikovski, La Consagración de la Primavera de Stravinsky o la Danza Bohemia de Debussy.
III
Juan Gualdrón había llegado de San Vicente de Chucurí, tierra de colonos, trabajó en Ecopetrol en Barrancabermeja, fue líder sindical de la USO y participó en 1950 en el X congreso de la Central de Trabajadores de Colombia CTC, siendo líder del bloque independiente a los liberales y al gobierno conservador. Desde esos días se hizo militante comunista. Abrazó el periodismo con esmero, siendo el eterno tesorero del Colegio Nacional de Periodistas, donde cuidó celosamente sus finanzas; en este oficio aprendió a escribir y redactar como un escribano. Su militancia la llevó con profundo estoicismo y entrega a sus convicciones que, como en Pedro Páramo, se le fueron desmoronando como si fueran un montón de piedras.
El colapso del bloque socialista ‑que empezó en junio de 1989 en Polonia y tuvo sus puntos más altos con la caída del muro de Berlín en noviembre de 1991 y la disolución de la URSS en diciembre de 1992- le asestó un golpe demoledor a su ya frágil existencia. Fueron años de agonía e incertidumbre, de muerte de la utopía y la esperanza, de su obra y su ilusión política. Esta cadena impredecible de acontecimientos, estrepitosos e incomprensibles entonces, que partieron la historia del mundo, lo hirieron de muerte. Los países que tantas veces había conocido y recorrido, y donde dejó tantos amigos y placeres, dejaron de existir como por arte de birlibirloque.
Como un Robinson en una isla solitaria, se aferró entonces a la búsqueda de solidaridad con Cuba, asolada por el efecto mariposa de la caída de Europa Oriental y sumida en los días difíciles del “período especial”. A finales de 1992, de su puño y letra, le escribió una carta a Fidel Castro, donde lo invitaba a Bucaramanga a un Encuentro Nacional de Solidaridad con Cuba y le decía que su presencia “iba a honrar y enaltecer el trabajo de solidaridad con la isla”. Confiaba, con la inocencia de un niño, que el presidente Castro atendería su invitación y visitaría la ciudad. Ese era el tamaño de sus sueños y quijotadas.
Este es un homenaje afectivo a la memoria de un grande y humilde, que hizo historia y labró el destino de muchos, así algunos después no lo reconocieron, quizás a causa del endemoniado ambiente de guerra sucia, señalamiento y exclusión que se tragó al país en esos años fatídicos. Pero la verdad, todos hemos olvidado al camarada Gualdrón, como Santander lo suele hacer con muchos de sus buenos vástagos.
Después de una larga y descuidada enfermedad que había logrado mitigar con ayuda de la medicina cubana y le alargó unos años la vida, murió el 30 de mayo de 1997, solo y sin piernas, con una pobreza de Solentiname, aceptando el ocaso de su travesía vital con la resignación de un viejo leñador. Desde entonces, el camarada Gualdrón, está en el cielo de los justos, imperturbable por haber cumplido con integridad su ciclo entre nosotros. Por aquellos días, la ciudad todavía olía a hormiga culona, a melcochas, a borrachero en las noches y era deleitada con sonidos de chicharras por las tardes.
Bucaramanga, día 160 de la pandemia. 2020.
Fuente: Agencia Prensa Rural