Tony Wood /Resumen Latinoamericano, 28 de enero de 2021
La «austeridad republicana» de Andrés Manuel López Obrador pretende ser un ajuste fiscal al beneficio de los más pobres de la sociedad mexicana. Pero la austeridad es una base frágil sobre la cual construir una política con ambiciones transformadoras.
En México, como en cualquier lugar de América Latina, la gran desigualdad y un sistema de salud pública frágil han exacerbado los efectos de la pandemia de COVID-19. Pero algo en lo que México se destaca claramente es en la escala limitada de la respuesta económica del gobierno. Mientras que otros países de la región implementaron importantes medidas de estímulo durante la primavera pasada –en un rango que abarca desde el 7% del PIB en Chile y Perú hasta el 2% en Argentina– el gobierno de Andrés Manuel López Obrador anunció un gasto adicional de solo el 0,7% del PIB. Condenado por la prensa dominante de Occidente como un «populista» peligroso, el presidente mexicano se ha ganado ahora la rara distinción de ser castigado en los mismos círculos por no gastar suficiente dinero.
El ajuste fiscal de López Obrador puede parecer sorprendente, pero está completamente en línea con las políticas de su gobierno: desde que asumió hace tan solo dos años, ha implementado una medida de austeridad tras otra. Durante el verano de 2018, AMLO –conocido universalmente por sus iniciales– ganó la presidencia mexicana por goleada y la coalición dirigida por su partido, el Movimiento Regeneración Nacional (MORENA), obtuvo mayorías holgadas en ambas cámaras del Congreso. El resultado no solo implicó una derrota para el Partido Revolucionario Institucional (PRI), sino también un colapso más general del respaldo con el que contaban las fuerzas políticas dominantes del país. El ascenso de AMLO también parecía prometer una renovación dramática de la política mexicana, ambición que se expresaba en su promesa de generar lo que denominó «cuarta transformación» («4T»): una remodelación del S. XXI comparable a la lucha por la Independencia, a las reformas liberales de mediados del S. XIX impulsadas por Benito Juárez y a la Revolución Mexicana.
Sin embargo, los métodos para alcanzar este objetivo resultaron ser un tanto escandalosos. Su espectro abarca desde despidos masivos hasta duros recortes en educación y salud, pasando por ajustes en el presupuesto destinado a las artes y a las ciencias y por el sorteo del avión presidencial. Cuando AMLO anunció el «fin del neoliberalismo» en marzo de 2019, estaba implementando al mismo tiempo recortes de una magnitud que no se había visto durante los gobiernos de la mayoría de sus predecesores neoliberales. Ese mismo noviembre, el Congreso mexicano aprobó una Ley Federal de Austeridad Republicana, consagrando legalmente la disciplina fiscal como una de las piedras angulares de la gestión estatal. Esta agenda ha enfurecido a mucha gente y ha planteado dudas acerca de si un gobierno como este puede ser considerado progresista. Sus acciones en otras áreas –abrazos con el Ejército, retórica conservadora alrededor de la familia, hostilidad frente a las recientes movilizaciones feministas, despliegue de tropas a pedido de EE. UU.– han profundizado el amplio sentimiento de decepción, o incluso de traición, que generó su programa económico.
Esta búsqueda obsesiva de la austeridad parece conformarse al patrón desastroso de «consolidaciones» que siguió a la crisis financiera global de 2008 – 2009. Sin embargo, el sello de AMLO lo distingue del modelo global de los años 2010 en tres aspectos que están interconectados. En primer lugar, la «austeridad republicana» ha sido durante mucho tiempo una parte del proyecto político de AMLO, que en sí mismo debe ser comprendido como un intento de revivir las energías del nacionalismo revolucionario mexicano, perdidas hace mucho tiempo. En segundo lugar, la austeridad de AMLO apunta a rehacer el Estado mexicano de una forma distinta a la variante neoliberal. En tercer lugar, no obstante, los horizontes de esta ambición están restringidos por los límites estrechos del marco fiscal mexicano de los últimos cuarenta años. Además de generar turbulencias para su gobierno en el corto plazo, su compromiso con la austeridad debería llevar a que se plantee la cuestión de qué tipo de transformación se está desarrollando.
A pesar de que el 4T es en muchos sentidos algo nuevo, su naturaleza le debe bastante a la matriz de la carrera política en la que se formó AMLO. Nacido en la zona costera de Tabasco, rica en petróleo, AMLO alguna vez definió con orgullo a los políticos de la región como el resultado lógico de su abundante entorno tropical. «Aquí todo florece y se derrama», escribió en El poder en el trópico (2015), una historia de cuatro volúmenes de la política estatal, observando que «en línea con nuestros alrededores, nosotros los tabasqueños no sabemos disimular». Activista combativo, AMLO es conocido por su carácter decidido y la vez tenaz e inconformista. A pesar de que fue a la universidad en Ciudad de México, creció en Tabasco y su bautismo político ocurrió cuando volvió allí a trabajar en la campaña senatorial del poeta Carlos Pellicer en 1976. Para ese entonces se había unido al PRI, y cumplió funciones gubernamentales en distintos niveles del Estado durante los años siguientes. Mientras que el orgullo de AMLO por su «patria chica» no es del todo inusual, no está complementado por el tipo de internacionalismo en el que se formó buena parte de la izquierda mexicana organizada. Aunque tampoco comparte el apego por EE. UU. que caracteriza a los sectores dominantes de la política mexicana. Es un político con un horizonte resueltamente nacional.
La coyuntura de fines de los años 1970 es crucial para comprender la mirada de AMLO. Fue un momento en el que el PRI, lleno de petrodólares, expandió el gasto e hizo gestos retóricos hacia las reformas radicales desarrolladas por Lázaro Cárdenas en los años 1930. Pero el cúmulo de deudas dejó al país expuesto a las crisis externas, y la combinación del colapso de los precios del petróleo a nivel global y el aumento de las tasas de interés de EE. UU. generó una espiral económica decreciente. La crisis del peso de 1982 llevó a una nueva época de sobriedad macroeconómica, y expuso simultáneamente la vacuidad de las promesas del PRI. Estos hechos definieron algunos parámetros importantes para la evolución política de AMLO. Por un lado, profundizaron su aversión a la deuda, considerada como un elemento que socava la soberanía y abre el camino hacia la humillación nacional; por otro lado, motivaron el deseo de cumplir con las promesas fallidas del desarrollismo del PRI. Luego de la crisis del peso, los legisladores mexicanos adoptaron una disciplina fiscal que se mantuvo prácticamente inalterada durante todos los gobiernos subsecuentes.
Si bien el fin de los años 1970 y el comienzo de los años 1980 fueron formativos para AMLO, fue recién durante el nuevo siglo, luego de ser electo jefe de gobierno de Ciudad de México en el año 2000, cuando su proyecto político realmente tomó forma. Entretanto, la economía política del país había sido completamente rehecha: en los años 1990 México sufrió una de las reducciones del rol económico del Estado más aceleradas que se hayan visto. El PRI de Carlos Salinas vendió 150 empresas estatales entre 1988 y 1994. Esto erradicó los últimos vestigios del desarrollismo, provocando un pico de desigualdad y el surgimiento de un nuevo tipo de oligarcas. También implicó una reducción drástica de la base de ingresos del Estado, sin mediar ningún intento compensatorio para incrementar la recaudación. Esta combinación –baja inversión pública y capacidad de recaudación limitada– ha paralizado desde entonces al Estado mexicano, dificultando cualquier programa de inversión y ajustando todavía más el nudo de la disciplina fiscal.
Durante su desempeño como jefe de gobierno de la capital desde 2000 hasta 2005, AMLO se presentó como una alternativa al consenso neoliberal reinante. Implementó algunos programas sociales que suscitaron comparaciones con el entonces naciente ciclo progresista, y mostró un gusto por los megaproyectos al viejo estilo priísta, entre los cuales se destaca la construcción de un segundo nivel para la gran autopista de circunvalación de Ciudad de México. Tanto las medidas redistributivas como la ostentosa infraestructura fueron también una forma de publicidad para sus ambiciones presidenciales. ¿Qué tipo de agenda intentaría implementar AMLO a escala nacional?
En 2004, AMLO diseño un posible plan de gobierno en Un proyecto alternativo de nación: hacia un cambio verdadero. A pesar de que estos documentos suelen ser fáciles de olvidar, en este caso hay continuidades notables entre el AMLO de los años 2000 y el del presente. Muchos de los motivos del 4T tomaron forma en 2004, incluyendo la consigna «los pobres primero» –en la que resuena la «opción preferencial por los pobres» de la teología de la liberación– y la idea de que el sector petrolero es la «palanca del desarrollo nacional». También estaba presente en aquel entonces la convicción de que «no tendría sentido cambiar el marco macroeconómico», acompañada de un llamamiento a la baja inflación y a la disciplina fiscal.
Todavía más impactante es el énfasis que AMLO ponía en la «austeridad republicana», definida allí «no solo como una cuestión administrativa, sino de principios». Remontándose a la probidad personal de Benito Juárez, AMLO insistía en que «es imposible imaginarse un gobierno rico con un pueblo pobre», palabras que hoy se han convertido en uno de los eslóganes de la 4T. Mientras insistía en la necesidad de funcionarios públicos honestos y comprometidos, bosquejaba medidas diseñadas para «reducir el costo del gobierno en beneficio de la sociedad»: reducir el exceso burocrático para hacer más eficiente el gasto estatal. En Ciudad de México, argumentaba, la obra pública y las medidas en contra de la pobreza se alcanzaron sin incrementar el costo del servicio de la deuda. Para AMLO, la austeridad era una forma de encontrar la cuadratura del círculo que planteaba la combinación entre disciplina fiscal y desarrollo social y económico dirigido por el Estado: no se trataba solo de una política presupuestaria, sino de toda una filosofía que combinaba en un círculo virtuoso la honestidad, la igualdad y la soberanía.
Un aspecto clave de la idea de la «austeridad republicana» fue el impulso de remodelar el Estado mexicano. Mientras que ni el compromiso con la disciplina fiscal ni la expansiva agenda antipobreza eran nuevas, sí lo era la idea de perseguir ambas metas al mismo tiempo por medio de un achicamiento del aparato burocrático. A pesar de que el proyecto de AMLO podría ser definido como neocardenista –en especial por su obsesión en revivir las fortunas de PEMEX, la empresa creada cuando Cárdenas nacionalizó el petróleo en 1938– su plan para el Estado avanzó en la dirección contraria: no una expansión, sino una contracción. Creía que el Estado mexicano tal como está constituido actualmente no estaba equipado para promover el crecimiento nacional ni para servir a los más pobres, y que estas metas serían más asequibles con un aparato optimizado. Aunque este programa se ajusta hasta cierto punto a las medidas neoliberales de poda intensa del Estado, es importante notar la diferencia de motivaciones: mientras que las «reformas estructurales» han sido generalmente parte de un proyecto de clase para redistribuir los ingresos hacia arriba, la austeridad de AMLO apunta abiertamente a transferir de forma directa más recursos a los pobres.
Las ambiciones presidenciales de AMLO se frustraron en 2006, cuando las autoridades electorales del país le concedieron una victoria fraudulenta a Felipe Calderón del Partido de Acción Nacional (PAN), y fueron bloqueadas nuevamente en 2012 cuando quedó en segundo lugar frente a Enrique Peña Nieto del PRI. Para el momento en que la avalancha de 2018 finalmente lo llevó a la presidencia, el país estaba destrozado por la «guerra contra el narcotráfico» y desmoralizado por la corrupción generalizada y una desigualdad cada vez más acentuada. Pero a pesar de que muchas cosas cambiaron en México desde 2004, el enfoque de AMLO sigue siendo consistente, tal como evidencia su compromiso constante con las conferencias de prensa diarias de las 7 a. m. y los proyectos colosales de infraestructura como el Tren Maya, cuyo trazado –que pasa a través de tierras indígenas– ha suscitado una oposición vehemente.
Los recortes que AMLO implementó desde que llegó al gobierno también están en consonancia con su antiguo plan de acción. Hay que decir que estos no tomaron solo la forma de reducciones presupuestarias (a pesar de que ha habido muchas de estas, incluyendo los recortes «voluntarios» del 25% al salario de los funcionarios estatales). AMLO también ha embestido contra el aparato burocrático, anunciando en abril de 2020 que aboliría diez subsecretarías en distintos ministerios del gobierno. Al mismo tiempo, eliminó muchas de las condiciones que estaban incluidas en los programas de transferencia condicionada de recursos, optando por pagarles directamente a los destinatarios. A pesar de que se recortó una parte considerable del gasto en educación, una proporción todavía más grande se dirige ahora a programas de subvenciones para las familias que tienen hijos en la escuela. La meta aquí es reducir el gasto y eliminar las capas de mediación burocrática entre el Estado y la población al mismo tiempo. La política fiscal de AMLO también ha sido enmarcada como una campaña contra la corrupción. Cerró las llaves de la financiación de una forma casi tan drástica como la que definió sus medidas contra los «huachicoleros» –ladrones que extraían petróleo de los oleoductos de PEMEX– durante el comienzo de su mandato.
Los contornos del estilo de la austeridad de AMLO sirven para explicar la ausencia de respuestas en el país. Los medios dominantes, la intelligentsia y las élites culturales han condenado los recortes desde distintos ángulos (y con distintos grados de mala fe), aliándose a franjas de las clases medias de la capital y de otros estados. Pero el índice de aprobación general de AMLO se mantiene alrededor del 60%. Esto a pesar de la gestión errática de la pandemia de COVID-19. (La falta de testeos ha dejado en las sombras su magnitud, pero indudablemente México ha sido una de las regiones más golpeadas. En junio de 2020, AMLO declaró que una «conciencia limpia» era la mejor defensa contra el virus; el 24 de enero de 2021 reveló que él mismo lo había contraído). Una parte de su popularidad sostenida se debe al éxito económico temprano de su gobierno: durante el primer año, los ingresos laborales crecieron casi un 6%, más del doble del incremento alcanzado durante toda la presidencia de Peña Nieto, contándose un aumento más marcado del 24% para quienes están entre el 20% de los trabajadores más pobres. También parece plausible afirmar que los recortes no afectaron (todavía) a las amplias masas de la población. Y a pesar de que las reducciones presupuestarias continúan, incrementó también el número de beneficiarios de programas sociales del gobierno, pasando de 13 millones bajo el mandato de Peña Nieto a 21 millones en la actualidad.
En una perspectiva histórica, el rasgo más distintivo del proyecto de AMLO tal vez sea su completo desinterés en coquetear con la clase media mexicana, con la élite cultural y con la intelligentsia, a las que ha llegado a provocar enérgicamente en algunas ocasiones. A pesar de que gobiernos anteriores hubiesen sido capaces de aplicar recortes semejantes, ni el PRI ni el PAN hubieran antagonizado con estos sectores del electorado que, después de todo, incluyen a sus semejantes y a los árbitros mediáticos de sus fortunas políticas. Lo mismo no vale para AMLO, que confía –tal vez demasiado– en que su poder proviene de otro lado.
Con todo, la austeridad de AMLO es una base frágil sobre la cual construir una política con ambiciones transformadoras. En primer lugar –y lo que es más obvio – , su espacio para maniobrar está muy ajustado por el marco que conservó de los gobiernos anteriores. Comprometido con un presupuesto balanceado, y reacio a incrementar la carga de la deuda, comenzó su mandato prometiendo que no habría ningún incremento de impuestos durante la primera mitad de su sexenio. A pesar de que esto deja abierta la posibilidad de un ajuste de los impuestos luego de 2021, es improbable que reforme el sistema tributario tanto como para alterar significativamente los parámetros fiscales. A pesar de que AMLO ha tenido éxito al hacer que muchas grandes empresas paguen impuestos atrasados, una proporción general de ingresos tributarios como porcentaje del PIB del 17% sitúa en este sentido a México por debajo de cualquier otro Estado miembro de la OCDE. Atrapado en la misma camisa de fuerza fiscal que sus predecesores, AMLO ha prometido mucho más que ellos. En el marco de una confrontación económica global y del crecimiento lento que afectará a México en particular, la redistribución de una parte del presupuesto no será suficiente para cumplir ni siquiera una fracción de su agenda. Lo que se necesita es un gran incremento de la inversión (en capacidad productiva, infraestructura, salud, educación). Sin embargo, con el enfoque actual de AMLO y con los bonos de PEMEX degradados a la categoría de basura, será difícil obtener los ingresos necesarios.
Al achicar el Estado mexicano, AMLO apuesta a que esta versión adelgazada podrá reducir la pobreza y servir más directamente al pueblo. Pero tal como muestra el archivo global de la austeridad, un Estado reducido parece ser más proclive a convertirse en un mecanismo que genera todavía más abandono, y los presupuestos balanceados son una coartada para renunciar a la responsabilidad. Sobre todo, el achicamiento que AMLO tiene en mente parece implicar la renuncia al Estado activista que ha sido uno de los instrumentos clave para el cambio social radical en América Latina y en todo el mundo. Las lecciones desesperanzadoras están al alcance de la mano. En términos generales, a los gobiernos del ciclo progresista los arruinó la persistencia de los obstáculos estructurales que no pudieron eliminar mientras estuvieron en el poder. ¿La austeridad de AMLO está alejando a los únicos sectores que podrían darle a su proyecto la oportunidad de transformar México en lo más mínimo?
Tony Wood es miembro del Comité Editorial de la New Left Review y autor del libro Russia Without Putin: Money, Power and the Myths of the New Cold War (Verso, 2018).
Reproducido del SIDECAR con el permiso de la New Left Review.
Fuente: https://jacobinlat.com/2021/01/27/la-austeridad-de-amlo/
FUENTE: Rebelion