Por Pedro Antonio Curto. Resumen Latinoamericano, 17 de febrero de 2021.
La democracia se tiende a utilizar como una tarjeta de visita: preséntese usted como país democrático y se le sitúa en el mundo civilizado. Es el bien y el mal explicado con fórmulas de Barrio Sésamo, pero la cuestión es más compleja. La dictadura franquista sabía el mundo en que vivía y se llamaba a sí misma democracia orgánica. En el programa Directísimo de Iñigo, el disidente ruso Solzhenitsyn dijo que en España había libertad porque existían determinadas revistas del corazón. En el mismo programa Uri Geller conmocionó al país doblando cucharas con la mente; por ilusión, que no falte. La cuestión no colaba, pero esa cosa llamada comunidad internacional, salvo una condena de la ONU y poco más, se dedicó a mirar para otro lado durante cuarenta años. No es de extrañar que hoy, con los modelos de gestión neoliberal, las democracias liberales estén cansadas y gastadas.
El día en que los mineros británicos eran derrotados en sus reivindicaciones por Margaret Tacher y en otro plano Ronald Reagan hacia lo propio con los controladores aéreos, la democracia daba pasos atrás que hasta ahora no han parado. Porque la democracia es algo más que un catalogo de elecciones y libertades, mucho más que una alternancia gubernamental limitado a la gestión de lo existente. Para que la demos tenga influencia en la cracia, necesita de contrapoderes, en especial de aquellas clases y sectores que no participan del poder económico, que son la amplia mayoría. Así han sido los avances sociales y democráticos: un cuerpo social con capacidad de arrebatar espacios a las élites. Eso ocurría en el mundo occidental, en especial tras la guerra mundial hasta que el neoliberalismo se impuso. El pacto social que construyó los estados del bienestar ha saltado por los aires.
España ha llegado a tiempo a la doctrina neoliberal, pero muy tarde al espacio de las democracias liberales de Europa Occidental. Además lo hizo mal y por la puerta de atrás: mientras los países europeos derrotaron al fascismo, aquí fueron los herederos de ese fascismo quienes organizaron y planificaron el sistema democrático, pactando con la oposición. Es sabido que tras un régimen totalitario se necesita un proceso de ruptura con sus estructuras, pues si no, estas perviven adaptándose formalmente a las circunstancias. Y eso es algo más que las imperfecciones señaladas por el vicepresidente del gobierno y que tanto revuelo han causado.
Algunos politólogos denominan anocracias a los sistemas que combinan formas democráticas con autoritarias. Existen libertades, pero limitadas por una ingeniería jurídico-legalista. Se puede disentir, pero los disidentes son excluidos y pueden llegar a tener problemas ante la ley. No existen contrapoderes o son muy débiles. El estado tiene partes oscuras e incontrolables, lo que suele denominarse alcantarillas o cloacas. La violencia legal tiende a extralimitarse más allá de lo necesario, lo que Marcuse llamaba represión excedente. Las élites procedentes de anteriores sistemas totalitarios, siguen siendo determinantes. Se establece un estatus quo imposible de cambiar y limitador de proyectos políticos democráticos. La corrupción es sistémica. Ineficacia e inestabilidad política… Todo esto suena, ¿no?
La belleza no necesita autoproclamarse, es algo que se ve y se percibe. Lo mismo ocurre con la democracia, no es necesario reivindicarse como plena, avanzada, de las veinte mejores del mundo… cuando esto se convierte en un mantra que se repite hasta el cansancio, es que esa democracia tiene un problema. Uri Geller convenció a mucha gente que doblaba cucharas con la mente, otra cuestión es que lo hiciese.