Por Lautaro Romero, Resumen Latinoamericano, 29 de marzo de 2021.
En Rafael Castillo, más de 350 familias recuperaron un terreno que durante veinte años acumuló basura y autos robados. Quieren urbanizarlo, y si les dan la oportunidad, comprarlo. El abuso sistemático de la Policía y el fortalecimiento del tejido social como herramienta de resistencia. Aquí sus voces.
“Cuando construimos o hacemos algo, en realidad no lo hacemos por nosotros. En algún momento vamos a partir y esto les va a quedar a nuestros hijos. Hoy en día conseguir una tierra es muy difícil, por eso tenemos a la mayoría de nuestros hijos al lado nuestro. Ellos nos acompañan. Vienen y nos ayudan. Pero a todos no los puedo tener acá. Ya somos grandes. Vinimos porque necesitamos una casa propia y una mejor vida”.
Aurora (53) y su esposo Ramón (57) tienen 19 hijos y 23 nietos. Van a cumplirse seis meses desde que tomaron la decisión de alejarse de su casita de Lomas de Zamora para venirse a Rafael Castillo –partido de La Matanza- en busca de un pedazo de tierra. Lo encontraron en el barrio Nueva Unión, donde más de 350 familias luchan por recuperar alrededor de 60 hectáreas que durante más de veinte años acumularon basura y autos robados.
Según cuentan los vecinos y las vecinas, el predio le pertenece a una fábrica de cerámicos que opera en la zona y debe una fortuna al Municipio. Pablo Pimentel, de la APDH La Matanza, institución que acompaña el reclamo de las familias, nos explica: “El empresario no tuvo peor idea que extraer la tierra de este lote para producir su cerámica y a su paso dejó mesetas, lo hizo con el cuidado de no romper la napa para que no se produzca una tosquera; pero nunca rellenó la tierra que sacó. Nosotros impulsamos que sea un lugar habitable, que no sea inundable y reúna las condiciones de salud. Exigimos que haya un estudio de impacto ambiental. Nosotros propiciamos el diálogo pero el dueño quiere que se vayan”.
A fin de cuentas el Estado tampoco no les quiere ahí: la policía bonaerense les hostigó y desalojó en varias ocasiones. Hasta les incendió y destrozó sus casillas, las pocas pertenencias que tenían. Pero lxs vecinxs volvieron. “¿Dónde vamos a ir?”, se preguntan.
“Somos personas humildes con necesidades de tener un terreno, algo propio. Este lugar no tendría que parecer una toma, sino un barrio. Nuestra intención es ganar este terreno. La gente no tiene que dudar, hay que ser positivos. Lo importante es hacer algo para no estar mal. Los chicos tienen que estar bien, no tienen que sufrir. Una lona, un plástico, eso no es una vivienda segura para nuestros niños. Si hace calor, frío, si llueve, se enferman. Que se demuestre que la gente realmente necesita esta tierra. A mí me encanta criar animales. En Corrientes, en el campo donde me crié, sembramos mandioca, choclo, zapallo. En Lomas, donde viven mis hijos, está todo contaminado, ahí no podés sembrar nada”, dice Aurora.
En estas tierras donde abunda el hambre y el abandono, donde no hay agua potable y las familias cargan baldes y botellas para pedir en barrios cercanos algunas gotas del recurso más preciado; Aurora y Ramón sueñan con sembrar y consumir verdura que no esté contaminada. Por eso hacen almácigos, preparan el suelo para la siembra, para los morrones que ya se hacen desear. Además crían gallinas. Están construyendo un baño. Y pese a la hernia de disco y la artrosis que le aqueja, del dolor de manos y huesos, Ramón saca provecho de sus conocimientos de albañilería para levantar las paredes de su casita adelantándose a la humedad y el frío del próximo invierno.
Adela fue a todas las marchas que se organizaron en el barrio. Antes alquilaba una piecita en la 1−11−14, empezó a deber dinero y le llegó la noticia de que estaban tomando posición de estas tierras. Es madre soltera. Hace changas, limpieza y trabajos de costura. Tiene un hijo de 22 años que estudia Medicina y le dio una mano al momento de construir la casilla con palos de madera y lonas de plástico. El viento no cesa y golpea fortísimo. Adela nos cuenta con angustia que cuando llueve la gente tiene que pasarse de casilla en casilla porque tienen hijos chiquitos. “Nosotros veíamos cómo la Policía trataba a los vecinos. Todos tenemos derechos, nadie te puede privar de tu libertad. Intentaron llevarse a mi hijo. Pasamos noches horribles. Pienso que es justo lo que pedimos. Queremos una respuesta”.
Respecto a cómo es vivir en la villa, dice: “Ahí no hay leyes. Los alquileres suben porque sí. Acá la gente es más tranquila. No tenemos paredes y no nos robamos. Nos cuidamos entre nosotros. La mayoría de la gente es laburadora, vinieron a parar acá por la pandemia, por los alquileres, por la mala situación del país. Me gustaría que esto salga a la luz, que se vea que no somos gente agresiva. Yo veo eso. Vengo de la villa y veo la diferencia. La vida allá es muy diferente”.
Persecuciones y causas armadas
En la toma de Castillo, Jésica encontró un hogar para sus dos hijxs. También para su compañero, Sebastián, que se gana vida en la construcción. El delegado del barrio en ese momento les dijo que debían armar sus casas de chapa y madera, cortar el pasto y permanecer en el lugar. Cuidar cada tanto que no venga la Policía. Para ese entonces en Nueva Unión había sólo una familia más ocupando. “Los policías venían cada 15 días. Siempre estuvieron. Nos decían: ´A nosotros nos pagan para hacer limpieza. Después, si quieren, ingresen de vuelta´”, denuncia Sebastián, uno de los referentes y con quien hacemos un pequeño tour por el barrio. Conocemos su geografía y las carencias que están a la vista.
“La última quema de casas hizo que nos organicemos. Encaremos la lucha. Los vecinos trajeron las cosas de noche. Las bolsas, el nylon. Hicimos pozos. Para año nuevo, en medio de la oscuridad, tiramos cables y le dimos luz a todo el barrio. Te dicen que te quedes tranquilo y después te caen con un operativo ilegal junto a empleados de Edenor. Dijeron que robamos los postes de luz pero nosotros tenemos las facturas de cuando compramos los cables”, asegura Jésica.
En febrero de este año, efectivos de la Bonaerense realizaron un corte del suministro eléctrico. Durante el procedimiento detuvieron a cuatro personas, entre ellas al militante del Polo Obrero y delegado del barrio Nueva Unión, Rafael Crispin. A él lo tuvieron una semana encerrado en la Comisaría Nº3 de Rafael Castillo. ¿De qué se le acusó? Intento de homicidio contra un policía. Todo por tener un machete en una de sus manos ‑su herramienta de trabajo-mientras con la otra sostenía un celular, con el cual registró el abuso de la autoridad.
Un grupo importante de integrantes de la toma ‑junto a organizaciones de derechos humanos y sociales- fueron a la comisaría a protestar y exigir explicaciones. La cuestión, como no podía ser de otra manera, terminó en forcejeos, balazos de goma y represión. Ahí fue cuando capturaron a Sebastián, el compañero de Jesica. Logró salir del calabozo después de siete horas.
Sebastián lo reconoce con sinceridad: “Estamos con miedo”. “Se manejan en autos particulares. Vas a comprar y ves un auto que te sigue despacito. No sabés si te van a levantar o no. Es difícil salir solo. Somos la cara más visible, nos tienen marcados. Acá descartaban autos robados, tiraban el esqueleto a los basurales, los prendían fuego y tipo seis y media venía un camioncito y se los llevaba. Cuando nos instalamos dejaron de hacerlo”.
“Mientras estuvo detenido, a Crispin le llevamos mercadería –cuenta Jésica- una vianda de comida, una remera y una bermuda de mi pibe. Juntamos lo que pudimos: tres paquetes de azúcar, uno de yerba, agua, pan, dentífrico. Lo dejamos en la comisaría. A la tarde vino Gabriela, su mujer y nos dijo que no le había llegado nada de lo que mandamos. Sólo una sal”.
El reflejo de Guernica
Tomás salió de Guernica temprano. En la estación subió al tren que va a Temperley. De ahí pasó a buscar a su compañera, Claudia. Tomaron el 338 con destino a San Justo. De ahí otro bondi, hasta aterrizar en Rafael Castillo. Vinieron para acompañar a las familias, para compartir, intercambiar experiencias y militar en el territorio.
Tomás es una de las miles de personas que en octubre del año pasado fueron desalojadas por la Policía de Guernica. A los 14 años se fue de su casa y desde entonces vive en la calle. La falta de acceso al suelo le llevó a ocupar. “En mi condición no me iba a poder comprar un terreno nunca. En Guernica no hay fábricas, no tenés salida laboral: es una ciudad dormitorio”, dice Tomás. Hace rato dejó de pagar el alquiler. No le alcanza con lo que recauda como vendedor ambulante.
En Guernica fue detenido. Le armaron una causa por el uso de arma, pero asegura que lo único que tenía en la mano cuando le detuvieron era un limón y bicarbonato de sodio para combatir los gases lacrimógenos que les arrojó la Policía al momento del desalojo. Tomás giró por varios lados. Hoy duerme en un local que hace de base del Movimiento Teresa Rodríguez (MTR), donde participa de un merendero y una cooperativa.
“En Guernica bancamos mucho hostigamiento. Helicópteros a las cinco de la mañana apuntándonos, a la salita, la escuela, a los comedores. Sabíamos que nos iban a desalojar. El Gobierno no quería saber nada, incentivaron a la personas, las acosaban por teléfono, les ofrecían camas, heladeras, materiales; pero nunca un pedacito de tierra. A los primeros que firmaron el acuerdo ni siquiera les adjudicaron un lote o un plan de viviendas”, cuenta Tomás.
“Las familias de Castillo –agrega- están en la misma situación que nosotros, con la única diferencia que ellos no tienen diálogo con el Gobierno. Les reclaman al Municipio por el basural a cielo abierto que tienen al lado pero no les dan respuestas”.
Una luz de esperanza
Con el paso del tiempo comenzaron a migrar vecinos y vecinas de Villa Soldati y el Bajo Flores. De otros terrenos linderos se acercaron y les preguntaron cómo hicieron para conseguirlo. Para hacerle frente a las fuerzas de (in)seguridad, fortalecer el tejido social, para abastecerse de agua, disponer de corriente eléctrica, para garantizarle el almuerzo y la merienda todos los días a alrededor de 50 personas, en el comedor Rayito de Luz.
Jésica, junto a otras tres mujeres, están a cargo de preparar la comida. Su deseo es trabajar la tierra y sostener una huerta que les provea de verduras para no comer guiso todos los días. El poco alimento que consiguen proviene del Mercado Central y donaciones de organizaciones y cooperativas amigas. La carne la compran entre lxs vecinxs con dinero de su bolsillo.
Sebastián no entiende realmente quiénes están detrás de todo esto: “Siempre tuvimos la intención de urbanizarlo. Si esto es privado de verdad, que haya una negociación. Sabemos que el dueño no va a venir a hablar con nosotros. Que lo venda, estamos dispuestos mientras haya cuotas accesibles. No queremos nada gratis. Si nos desalojan, ¿qué solución nos dan?”.
Desde el Municipio les dicen que no pueden darles una solución porque son tierras que pertenecen a un privado, y no al Estado. El silencio y la desidia de un sistema que no logra superar el problema histórico del déficit habitacional. El tiempo pasa. En barrio Nueva Unión se agota el agua y crece el hambre. También la incertidumbre. Pero las familias están más unidas que nunca, eso les das fuerzas para seguir, para sentir, al menos, que hay esperanza de ganar este terreno que permaneció inútil durante al menos dos décadas; y que por estos tiempos podría representar techo y tierra para miles de personas.
Fuente: Revista Crítica – Fotos: Agustina Salinas