Estamos finalizando el mes de noviembre, poco días después de haber participado en las movilizaciones que, cada año, recuerdan y denuncian los casos de mujeres que sufren violencia machista aún hoy. Mientras, tenemos en la retina los recientes sucesos de violencia en Catalunya en octubre. Entonces la explosión de violencia fue como muchas otras veces ha sido en otros lugares del Estado español. Si en Catalunya la violencia del Estado se dirigía contra población civil desarmada, en la calle, en el marco de una reivindicación legítima por derechos democráticos, otras mil veces ha sido en las puertas de una empresa donde se desarrolla un conflicto laboral, en una protesta por mejores condiciones de vida, por intentar parar un desahucio, en un control de identidad, en el interior de instituciones represivas o de cuidados, cada día, cada día, en el lugar de trabajo, pero también al salir de un bar o una discoteca; y, finalmente, en lo que nos venden como el espacio que nos debe proteger de todo lo exterior, en la familia y la pareja… Mirando un poco alrededor, pareciera que la violencia es un problema endémico en nuestra sociedad y que está por todas partes, tomando cada vez diferentes formas y manifestaciones, que debemos identificar.
Es nuestra tesis que la violencia que se ejerce por parte de hombres hacia mujeres con quienes mantienen o han mantenido un vínculo sentimental o sexual, es decir la llamada violencia de género, no puede entenderse ni erradicarse si se considera separada de todos los tipos de violencia que genera este sistema socio-económico o del sistema en su conjunto.
El concepto «Violencia de género»
Históricamente la violencia contra las mujeres se ha intentado explicar como un acto de un maníaco, de un enfermo mental. Es desde ciertas tendencias feministas, que se intenta buscar una explicación sistemática a este fenómeno. Considerándolo como un síntoma más de una sociedad patriarcal, la lucha contra la violencia sexista ha pecado muchas veces de considerar este tipo de agresiones como un rasgo característico de los hombres, sea por naturaleza o por aprendizaje. Sin embargo cada vez más estudios desmienten que la violencia y la crueldad sean exclusivas de los hombres. También hay mujeres que ejercen violencia contra sus parejas sexuales y los hijos a su cuidado, incluso abusos sexuales o proxenetismo, además de otros abusos en el caso de ocupar posiciones de poder frente a otras personas dentro de instituciones como las penitenciarias, centros de menores, etc. Si bien el porcentaje de violencia ejercida por mujeres parece ser menor que el que ejercen los hombres, todos los estudios parecen indicar que son mucho más parecidos de lo que se había supuesto hasta ahora. Sobre todo, resulta innegable que la violencia de género, como cualquier otro fenómeno social, se ve afectado por los cambios de la sociedad en que se da. Y la sociedad, por lo menos en Occidente, ha cambiado muchísimo en cuanto a las relaciones entre hombres y mujeres durante los últimos cincuenta o sesenta años.
El movimiento feminista que se volvería hegemónico fue esencialmente estadounidense (luego exportado a otros países). Comienza a denunciar la violencia contra las mujeres en los años 60, en un contexto de contestación desde todos los frentes a la sociedad tremendamente conservadora en que se había convertido Estados Unidos, después de diez años de la terrible derrota que se despliega tras la Segunda Guerra Mundial: maccartismo, histeria anti-comunista y prohibición del partido comunista, listas negras, burocratización progresiva de los sindicatos, profundización del sistema de segregación racial, censura y limitación de libertades de conciencia, represión sexual, profundización de los roles de género tradicionales. Frente a una URSS donde se intentaban crear las condiciones que posibilitasen que mujeres y hombres tuviesen el mismo acceso a la educación a todos los niveles, a los mismos puestos de responsabilidad y dirección, incluyendo el aborto legal y gratuito, ayudas por hijo, guarderías y escuelas públicas y gratuitas, Estados Unidos se refugió en un American Way of Life nacionalista y retrógrado. Hoy, más de cincuenta años después, podemos decir que la situación ha cambiado radicalmente. Sin embargo, a veces pareciera que el movimiento feminista no ha registrado esos cambios y sigue tratando de explicar la realidad a través de un paradigma que dejó de ser generalizado en los años 70. No solo eso, un enfoque demasiado estrecho en la cuestión de género ha dejado de lado, o recogido de manera parcial (y a veces incluso interesada) el peso del marco en el que esa violencia se produce: la sociedad capitalista y su forma de funcionar. Muchos de los debates sobre violencia sexual se centran en las experiencias de las personas, enfatizando que una sociedad sexista produce violencia contra las mujeres. Esto puede significar que ignoramos la posibilidad de que nuestras estructuras sociales engendren violencia a un nivel aún más fundamental que el de la diferencia de género…
El capital y la violencia machista
El sistema capitalista es extremadamente injusto y violento, pero lo es de una forma que está tan naturalizada, que puede resultar invisible. La violencia no son solo los golpes, las torturas, las muertes, las humillaciones. El miedo permanente a perder el trabajo es una forma de violencia, trabajar ocho horas o más realizando las mismas tareas repetitivas y absurdas es una forma de violencia, no tener ninguna capacidad de decisión sobre lo que nos sucede es una forma de violencia, la mercantilización de los seres humanos, que va mucho más allá de la trata de personas con fines de explotación sexual y que nos afecta a todas y todos los trabajadores, es la forma de violencia subterránea y permanente. El motor de esta sociedad no es una supuesta lucha entre los sexos, sino una bien palpable lucha de clases. El núcleo de la actual organización social es la extracción de plusvalía. El origen de la violencia es esa terrible deshumanización necesaria para mantener el actual status quo.
La mercantilización del sexo y la cosificación de nuestros cuerpos no pueden ser entendidos sino en el marco de una sociedad que mercantiliza y cosifica a las personas, en todas sus posibles vertientes. Bajo el capital, donde todo se compra y se vende, hasta el honor y la palabra, todos los que vivimos de nuestro trabajo tenemos que vendernos cada día y convertirnos en una cosas para sobrevivir. Y en ese sentido, da igual si es para poner tornillos sin cesar en una linea de montaje de una fábrica en Rubí, para hacer camas en un holel o para engordar las filas de industrias como la trata sexual, la prostitución o la pornografía. Obtener beneficios de esta actividad no es una simple aberración moral, es el resultado directo de un sistema cuyo motor es sacar permanentemente beneficios. Nace de la desesperación de la mayoría en los países más pobres cuyos productos se consumen en los países más ricos, engordando los beneficios de las mujeres y los hombres de la clase dominante. Si las personas están a la venta ¿por qué no usarlas, ya que no son más que objetos, para la propia satisfacción? ¿Por qué no seguir deseos sádicos cuando hay otras personas con menos estatus o bajo nuestro control? Estos extremos pueden parecer ajenos a la experiencia cotidiana de muchos. Pero surgen de las mismas estructuras y son producidos por la misma sociedad que nos explota y oprime a la mayoría. El hecho de que uno de los tipos de violencia más destructivo para los individuos sea de tipo sexual y que haya un marcado cariz de género (que como decimos es necesario revisar permanentemente), tiene que ver con el origen de esta sociedad. El capitalismo surge de larga lista de sociedades patriarcales. El capital modifica de raíz las relaciones sociales anteriores, pero al mismo tiempo algunas también las refuerza. El hecho de enviar masas de mujeres al trabajo en las fábricas las extrajo del control de padres y maridos para ponerlas bajo el control de los patronos, al mismo tiempo que creaba la posibilidad de que luchasen en pie de igualdad con sus compañeros hombres por mejoras y derechos. Hoy las conquistas de las mujeres son enormes, la violencia de género sigue estando generalizada, por múltiples causas que solo pueden entenderse como arraigadas en las estructuras del capital, una sociedad de clases que ha llevado la alienación a sus extremos.
El Estado y la violencia machista
En la lucha contra este tipo de violencia, el recurso a la intervención estatal suele tener un papel predominante. Sin embargo, el Estado no es un ente neutro cuyo objetivo sea garantizar el bienestar de la personas, como se insiste en hacernos creer desde el poder. El Estado es un organismo extremadamente complejo, cuya función es mantener el status quo actual, es decir, la preeminencia de una clase sobre otra. Como único actor reconocido que puede ejercer violencia legítimamente, el Estado la utiliza de forma permanente para imponer su autoridad, aterrorizar a las personas o las comunidades que se interpongan en el camino de la clase dominante de hacer beneficios y alentando activamente a sus representantes a imaginar nuevas formas de humillar y degradar a las personas. El Estado y su burocracia fomentan una forma de alienación que convierten a los individuos en engranajes en una rueda inhumana, como reflejo de lo que sucede en el mercado privado. Esta dinámica en el ámbito público legitima los abusos en los aspectos más íntimos y privados de nuestras vidas.
El Estado cuenta con un ejército de funcionarios y numerosos organismos cuya función principal (sean o no conscientes de ello) es, como decimos, mantener el orden. Esto es obvio en el caso de los cuerpos represivos, la policía o el ejército. También en el cuerpo de jueces, abogados y fiscales que se encargan de aplicar una legislación que funciona negando la contradicción con la que coexiste la institución en la que trabajan: promete derechos en el papel que son imposibles de garantizar en realidad. Esa contradicción fundamental se plasma en todos los órdenes y, así, desde diferentes ámbitos, se proclama una lucha contra la violencia de género mientras se mira hacia otro lado sobre los abusos hegemónicos en la clase alta o fomentando una definición de la violencia de género que no incluye atropellos como las reformas laborales o los recortes en servicios públicos.
Esta definición de la violencia favorece una política de reivindicación de mano dura. De hecho, la tendencia reciente es aplicar sentencias más duras, aumentando la población reclusa para erradicar una violencia, sin pararse a mirar cuál es la responsabilidad de la propia organización social en esa violencia, ni cuánta violencia engendrará esa política. Reforzar la intervención estatal para resolver conflictos domésticos a menudo genera para las mujeres otras acusaciones no relacionadas (por posesión de drogas, impago de multas, denuncias cruzadas, etc) lo que a su vez puede provocar problemas con la custodia de los menores e incluso llevarlas a prisión. En el fondo fomenta el aumento de violaciones de los derechos de las personas, justificadas en la preocupación por la violencia sexual, no abordan la causa de dicha violencia, sino que dan al Estado más capacidad de intervenir de manera negativa en la vida de las personas.
Lo más peliagudo es que el Estado no solo se ve reforzado con las peticiones de mano dura, sino también mediante medidas que son consideradas alternativas: el desarrollo del Estado social o de bienestar (algo que el capital está resuelto a que no vuelva a ser realidad). Eso no quiere decir que no defendemos la sanidad, la educación y otros servicios públicos que hemos ganado con nuestra lucha y pagamos con nuestros impuestos. Ni que crítiquemos a quien necesite hacer uso de estos recursos en un caso concreto. Al contrario, la reivindicación de más recursos para las mujeres maltratadas puede ser una táctica necesaria. Pero no podemos dejar de señalar que como línea política estratégica tiene muchas contradicciones. La propaganda a favor de denunciar es otra forma en la que tanto las mujeres como los hombres entran en el sistema de justicia penal y sus derechos se ven menoscabados, limitando la capacidad de decisión de las propias mujeres víctimas de violencia. Si pedir más instalaciones para la atención de mujeres o ayudas para favorecer su subsistencia puede ser una línea productiva en la larga lucha por la emancipación, ha de ser para señalar los límites de este tipo de servicio. No podemos olvidar que el Estado, por su carácter de clase y por su modo de funcionamiento burocrático y deshumanizante, tenderá a destruir los derechos y la autoestima de todos los que dependan demasiado de él.
Propuestas de intervención actuales
De entre el feminismo que podemos llamar anticapitalista, hay dos líneas mayoritarias sobre cuál debe ser la estrategia de lucha contra la violencia de género. Una es la represiva, es decir, pedir aumentos de penas, reducciones de derechos, mayores poderes de intervención de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y/o del poder judicial… Esta línea de reivindicación tiene varias desventajas. Por una parte se actúa después de los hechos consumados y está absolutamente comprobado que la amenaza de mayores penas no sirve para evitar ningún crimen. Por otra parte, legitima el papel represivo de policías y otros cuerpos represivos, que favorece la implementación de una agenda política de ley y orden también en otros ámbitos. Finalmente delega la actuación en el Estado como si este fuera neutral y no hubiese sido creado por y para la clase dirigente.
La otra vertiente tiende a ser educativa. Por lo general se habla de exigir al Estado una educación afectiva y sexual más igualitaria, que critique el modelo de masculinidad imperante, etc. Si esta propuesta parece tener mejor cariz, tiene fuertes carencias. Para empezar, le otorga a la educación reglada n papel desproporcionado en su capacidad de cambiar la realidad. Las personas cambian en la lucha por modificar la realidad, en la reflexión sobre esa práctica liberadora, con ayuda eso sí de herramientas teóricas. Pero esa teoría por sí misma no sirve para gran cosa, si las personas siguen inmersas en una realidad que repite dia tras día las mismas lógicas de opresión y sumisión ¿Educar en igualdad cuando persiste una división sexual del trabajo, donde el trabajo que realizan mayoritariamente las mujeres está devaluado y los sectores más feminizados tienden a ser los más precarios? ¿Educar en igualdad cuando lo único que se nos ofrece a las m ujeres es una igualdad en la explotación? ¿Educar en igualdad mientras las empresas siguen produciendo y anunciando juguetes sexistas, por ejemplo, o mientras la pornografía más insultante para las mujeres ‑y los hombres- está al alcance de los niños cotidianamente?. La educación en igualdad es válida dentro una burbuja, que no puede persistir fuera de ella. Al fin y al cabo, estos reclamos no pasan de exigir al Estado políticas educativas, que no cuestionan ni pretenden modificar esencialmente la forma de sociedad que es origen del problema.
Teniendo en cuenta ambas líneas y sus limitaciones, llama poderosamente la atención el hecho de que hoy prácticamente no hay propuestas planteadas para abordar o trabajar directamente contra la violencia hacia las mujeres que no sean problemáticas. Desde el planteamiento político del feminismo hegemónico, su alianza con el Estado es en gran medida inevitable, ya que parte de una interpretación de la violencia de género como un crimen descontextualizado de la realidad social actual, autónomo a la estructura de clases de nuestra sociedad y de la explotación capitalista que la caracteriza. Del mismo modo, esta postura concuerda con la composición social de este movimiento. Respecto a los crímenes violentos contra las mujeres, desde este análisis, es difícil imaginar políticas que no dependan en última instancia de las capacidades carcelarias y represivas del Estado y de una agenda de reivindicación que incremente el poder de éste sin ningún tipo de contraparte organizativa que lo pueda contrarrestar o remplazar según vayan siendo visibles sus limitaciones.
En nuestra opinión, es absolutamente ilógico crear una línea estratégica contra la violencia contra la mujer como un tema específico separado de los demás. Aún más, es profundamente contraproducente. Para poder luchar contra la violencia de género es necesario y urgente considerarla como un síntoma de un modo de funcionamiento y organización social profundamente injusto y violento que solo puede ser destruido si esta lucha forma parte de un proyecto político más amplio que tenga como objetivo la emancipación no solo de la mujer, sino de todas las personas de un modo que es imposible de concebir bajo el capitalismo. No hay soluciones fáciles, pero para empezar sería necesario tomar la decisión de intentar modificar la realidad, tal como es hoy. A menudo, el feminismo hegemónico denuncia el machismo y la opresión de la mujer como si viviéramos aún en los años 50. Es urgente reflejar los cambios que se han producido en las últimas décadas, la incorporación masiva de las mujeres al mundo laboral, la igualdad de hombres y mujeres ante la ley, la normalización de diferentes tipos de familia, la evolución del reparto del trabajo de cuidados, el hecho incontestable de la violencia de mujeres hacia hombres o entre parejas homosexuales, etc. Es imperativo desarrollar una visión de ésta tan amplia y objetiva de la realidad como sea posible, no cerrarse a los datos que contradicen nuestras asunciones, aunque cuestionen nuestras creencias más íntimas y finalmente plantearse la necesidad de un proyecto político amplio, en el que se enmarque la cuestión de la violencia de género como una más, por supuesto, sin negarla o quitarle la importancia que merece.
La necesidad de una intervención política de clase
Actualmente, los sentimientos de atomización, la noción de que todos somos individuos sujetos a fuerzas más allá de nuestro control constituyen uno de los pilares del capitalismo que desmoviliza a la clase trabajadora y son hegemónicos. Esta atomización empuja a las y los trabajadores a buscar una fuerza que pueda ofrecer cierta protección contra las amenazas individuales, a medida que disminuye la confianza en la clase para organizarse, para solucionar los propios problemas, o incluso en la capacidad del movimiento para ganar reformas. De este modo crece la dependencia del brazo coercitivo del Estado entre los movimientos progresistas, como ha sucedido entre las feministas, al mismo ritmo que han ido incorporándose progresivamente a las instituciones del Estado y ha ido creciendo su dependencia económica tanto a nivel personal como de colectivos. Al fin y al cabo, el Estado es la fuerza social mejor equipada para controlar el comportamiento de los individuos y dedica mucho tiempo y esfuerzo a este fin, en gran parte con el pretexto de «proteger a los débiles».
Algunos argumentan que la izquierda debería participar en este tipo de iniciativas para influir en su resultado. Pero pensar que la izquierda, pequeña como es y sin autoridad en cualquier capa amplia de la sociedad, podría influir en cualquier proyecto impulsado por figuras de la clase media y de la clase dirigente contradice el principio de realidad. Incluso si la izquierda estuviera enraizada entre las masas, influir, o para ser más exactas, derrotar cualquier programa impulsado por el Estado y la sociedad respetable, requeriría una enorme movilización, no como participantes, sino como oponentes. Es decir, requeriría una fuerza de clase trabajadora de masas organizada que pueda prevenir de manera realista el comportamiento antisocial, porque sin ella, la preocupación por la violencia conduce inevitablemente a una mayor identificación con la autoridad.
Frente al institucionalismo pequeño-burgués, es necesario llevar a cabo un trabajo de base, con hombres y mujeres trabajadores en los espacios de masas. Hay mucho por lo que luchar que no implica fortalecer los aspectos represivos del Estado, ni defender un Estado del bienestar imposible. Por ejemplo, empezar a reivindicar una justicia obrera y popular, en defensa de la violencia legítima y la autogestión de la autodefensa para hacer frente a las agresiones machistas. Cuando hablamos de violencia popular no nos referimos a grupos de justicieros, que se toman la justicia por su mano, como una extensión para-militar del Estado. Hablamos de recuperar la confianza del pueblo en su capacidad de organización y de toma de decisiones justas. Nos referimos a reducir la dependencia de la policia y de las instituciones del Estado a la hora de enfrentar a un matón, tal y como se hizo con los miembros de la Manada cuando volvieron a sus pueblos después del juicio. Se encontraron con sus barrios plagados de carteles con su cara desde donde se lanzaba un mensaje muy claro: no os queremos. En otras palabras, los actos contra nuestra clase tienen consecuencias. Es necesario recuperar estas formas de solidaridad de clase con las mujeres víctimas de violencia, como tradicionalmente ha sucedido y sucede en otro ámbitos, en la lucha contra los deshaucios por ejemplo, o contra los esquiroles en los conflictos laborales.
También es urgente comenzar a reivindicar la defensa de mejoras laborales o la lucha por otros derechos y libertades como una forma potencial de favorecer la solidaridad y profundizar una compresión más amplia del fenómeno de la violencia machista. La organización popular necesaria para sostener esos conflictos puede reforzar vínculos, politizar a las y los trabajadores y hacer crecer su conciencia de clase. Estas luchas quizás no producirán resultados inmediatos ni tendrán a la violencia sexual como objetivo pricipal, pero son la única forma realista de debilitar sus raíces sociales. En el marco de esas luchas, las personas que sufren la violencia, la opresión y la explotación podrán encontrar las herramientas para poder organizarse contra ella como miembros de la clase trabajadora que son, tanto en su lugar de trabajo, como en el marco de la pareja o de la familia, como en el seno de las organizaciones revolucionarias, más allá del puritanismo progresista y la represión estatal.
En otras palabras, tenemos que abandonar la agenda que se nos impone desde un movimiento feminista interclasista y dirigido por las élites, y retomar la iniciativa política. Si queremos luchar contra la violencia de género, lo único que puede salvarnos es una organización de clase más fuerte, capaz y dispuesta a luchar por mejores condiciones para las y los trabajadores que nos permita recuperar la dignidad y la autoestima, aumentar la conciencia de clase y erradicar los prejuicios. Para contribuir a esa reconstrucción, es necesario plantearse con urgencia la construcción de espacios frentistas, donde ir construyendo vínculos entre todas las personas y colectivos determinados a luchar contra la explotación y todas las opresiones; y juntos crear un programa de clase, incluyendo la lucha contra los recortes presupuestarios, por una vivienda digna y asequible, por pan y trabajo, por los derechos de las minorías, incluyendo el derecho a la autodeterminación de los pueblos y contra la represión, y en general por todas las reivindicaciones democráticas. No como fin en sí mismo, sino como medio para aumentar la conciencia de clase y mostrar en la práctica los límites de las reformas que hoy el movimiento feminista hegemónico plantea como única solución.
Victoria López, militante de Espacio de Encuentro Comunista y Sara Pérez, miembro del Colectivo Trinchera
28 de noviembre de 2019
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