por Carlos Rivera Lugo/Resumen Latinoamericano, 26 de junio de 2020
Mataréis al Dios del miedo, y solo entonces seréis libres.
–Profecía de Bayoán
Sobre la contradicción nuestra de cada díaLa realidad es siempre contradictoria. La contradicción es constitutiva de su devenir permanente, entre lo que es y lo que no es, lo que es o podría estar en trance de ser. La contradicción, asimismo, es el marco en el que emergen tanto las crisis así como las posibilidades para su profundización o superación. No hay un afuera de la contradicción.
Puerto Rico parece estancado en un punto muerto en el que lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no alcanza nacer. Ante ello, la crisis también se normaliza, se cotidianiza, convirtiéndose en un modo cada vez más precarizado de socialidad ante el cúmulo de oportunidades perdidas para trascenderla. Sin embargo, las aparentes contingencias que parecen aquejar a nuestras circunstancias colectivas son en realidad el despliegue material de la contradicción.
A primera vista es como si la subjetividad colonial-capitalista estructurada a lo largo de más de cinco siglos se hubiese convertido en una especie de segunda naturaleza nuestra. Daría la impresión de que nos hubiésemos reconciliado con la contradicción misma inherente a nuestra condición, siendo capaces tan sólo de lamentarla o criticarla. Sin embargo, lo que hace falta es profundizarla más allá hacia la potenciación de sus posibilidades constitutivas de una lógica económica-política y normativa nueva que no se reduzca a la mera negación de lo existente. El pueblo puertorriqueño tiene que salir de su aparente impotencia colectiva. Y aún en medio de las incertidumbres acerca de lo que concretamente podríamos esperar de ese futuro alternativo y de las contradicciones propias de éste, aún así habría que apostar al eterno movimiento de lo real, que subvierte esa repetición sin fin de lo viejo, en aras de posibilitar lo nuevo.
Esa impotencia colectiva pareció ceder el verano pasado cuando miles y miles tomamos las calles para exigir y conseguir la renuncia del corrupto e inepto gobernador colonial Ricardo Roselló, un anexionista y pitiyanqui de la peor calaña. Hasta logramos derrotar en cinco días el intento golpista de un autoproclamado, Pedro Pierluisi, otro anexionista, que pretendió imponernos a su salida el gobernador renunciante. Parecíamos sujetos liberados de las estructuras del sistema, reconstruyendo la realidad al margen de éstas y apalabrando nuevos fundamentos normativos para otro orden que parecía implícito en nuestros actos, pues éstos hablan a veces más claros que las palabras. De eso es lo que trata un proceso de subjetivación liberador: la constitución de un nuevo sujeto y el despliegue de la correspondiente subjetividad.
La histórica movilización de fuerzas impuso de hecho, desde la calle, una revocación de mandato que no estaba contemplada en nuestro ordenamiento jurídico colonial-capitalista. Fue un acontecimiento que impuso su propia fuerza normativa, creando los impulsos anticipatorios de una nueva situación, incluso de fuerzas, cuyas consecuencias no se pudieron ignorar. La realidad se demostró mucho más creativa que nuestras ideas a priori acerca de ésta. ¡Su dialéctica material las desbordó!
Se despertó la constitución viva de la calle, producto de una soberanía subjetiva que no requirió, como pre-condición, la existencia de una soberanía jurídica (Rivera Lugo, 2019). Este renacer autodeterminado de las luchas de clases y grupos contra el orden establecido, fue motorizado desde abajo, nutriéndose de las diversas experiencias de lucha acumuladas en más de cinco siglos, obligando a los partidos coloniales (Partido Nuevo Progresista y Partido Popular Democrático) a anidar mayormente en las sombras. El pueblo rebelde tomó la palabra para sí y actuó conforme a ella.
Sin embargo, no basta con resistir ni siquiera con rebelarse si ese acto contestatario no funda una nueva secuencia propia de hechos constitutivos de un proyecto afirmativo para la estructuración de un nuevo país y una nueva sociedad. De nada vale negar la autoridad de un gobernante corrupto e inepto para seguir habitando en el mismo terreno putrefacto e incompetente que lo creó, eligió y sostuvo, aunque sea bajo un nuevo semblante. Así quedó confirmado una vez más cuando una vez obtenido el objetivo inmediato, una vez producida la transición y sucesión de mando provista bajo la Constitución colonial, la rebelión se detuvo y sus fuerzas se desmovilizaron. El orden colonial capitalista retomó la calle ante el hecho de que fuimos incapaces de profundizar la contradicción como si estuviésemos condenados, como sujetos constituidos por esta maldita colonia capitalista, a reprimir eternamente ese orden de batalla que llevamos también en nuestro interior. Y es que el sujeto también está sumido en la contradicción. Nuestros actos expresan la contradicción que habita en nosotros, en eso que llaman nuestro inconsciente, una subjetividad colonizada de la que cuesta librarse, marcada por su historicidad conflictual y también su política reprimida.
El vértigo que se siente ante el colapso
Casi inmediatamente, el país despertaría a la realidad de que se había cambiado para que en el fondo nada cambiara. La nueva ocupante de la gobernación, Wanda Vázquez, quien como Secretaria de Justicia encubrió fielmente las acciones corruptas de su predecesor, continuó operando bajo la misma agenda corrupta y colonialista. Siguieron sucediéndose y acumulándose los escándalos, así como las muestras de incapacidad para gobernar por el bien común. No ha pasado un día sin que los medios informen de una fechoría nueva descubierta o de alguna negligencia crasa de un funcionario de su gobierno.
Las políticas de austeridad y reducción de la plantilla de empleados prácticamente vaciaron a las agencias del gobierno de los suficientes funcionarios necesarios para poder garantizar su operación efectiva. Así ocurrió, por ejemplo, con el sistema público de salud, cuyo presupuesto apenas da para garantizar la prestación de servicios en tiempos normales. En medio de una pandemia, el sistema fue desbordado. A ello contribuyó la emigración de un sector significativo de especialistas médicos y demás trabajadores de la salud, indispuestos a seguir laborando bajo las condiciones impuestas por las aseguradoras de servicios privados de salud, los verdaderos dueños de lo que hoy, sin tapujos, se llama “la industria de la salud”.
Al mismo tiempo, los hospitales privados han despedido personal médico y enfermeras, al no poder seguir operando bajo sus lógicas empresariales y verse forzado a limitar sus servicios a la atención de casos contagiados con el coronavirus. El Departamento de Salud confesó su incapacidad para ofrecer estadísticas confiables sobre contagiados y muertos a consecuencia de la pandemia. Aún a muchos de los fallecidos se les contabiliza exclusivamente a partir de lo certificado por el personal médico en el acta de defunción, pues no le han sido administradas las pruebas moleculares correspondientes. El Secretario que dirige el Departamento, el Dr. Lorenzo González, llegó incluso a alegar la sandez de que mantener secretos era de lo que trataba su cargo.
Entretanto, ese mismo Departamento de Salud contrató, a escondidas y con un total desparpajo, a más de mil por ciento de sobreprecio con una empresa de construcción, propiedad de miembros del partido gobernante, las pruebas rápidas de detección de COVID-19, por una suma total de 38 millones de dólares. “El virus es productivo”, fue el mensaje enviado por uno de los empresarios a sus demás compinches, celebrando los millones que se estarían embolsicando. Finalmente, resultó que no eran pruebas debidamente aprobadas ni existían realmente en Australia, el país de origen del supuesto vendedor. Ante las denuncias múltiples realizadas en los medios de comunicación, el gobierno colonial se vio forzado a cancelar la ilegal compraventa.
La emigración antes mencionada en busca de mejores condiciones de trabajo afectó hasta a la Policía de Puerto Rico quien, desde los huracanes del 2017, vio dramáticamente mermadas sus filas, así como su capacidad para garantizar la seguridad pública. Se estima que sólo uno de cada diez delitos que se cometen, son finalmente esclarecidos y objeto de la radicación de cargos. Eso sí, siempre la Policía colonial ha estado presta para la represión de las protestas y luchas. Incluso, el Comisionado a cargo de la uniformada, pretendió declarar suspendida la Constitución colonial y su Carta de Derechos, después de las once de la noche, en medio de la rebelión civil del verano pasado.
¡La colonia yanqui ha colapsado! Puerto Rico dejó de ser la vitrina con la que el imperialismo estadounidense le vendía a los países del llamado Tercer Mundo las bondades de ser socio suyo, sobre todo en contraste con las privaciones impuestas por su bloqueo criminal a nuestra hermana, la Cuba revolucionaria.
A partir de 1992, Puerto Rico se embarcó decididamente en forjarle un nuevo rostro neoliberal a la colonia. Se pasó a la corporativación y privatización del gobierno, incluyendo el sistema público de salud, el sistema público de comunicaciones, entre otros. Se adoptaron las lógicas empresariales, incluyendo las contables, para operar la esfera de lo público, ya en abierto maridaje con la esfera privada. El gobierno colonial se erigió en un espacio mayormente de negocios privados, en el que incluso la prestación de servicios ha sido crecientemente privatizada. Así las cosas, la esfera pública fue progresivamente lumpenizándose en manos de inversionistas políticos, buscones y oportunistas, imbéciles con chaqueta y corbata, en fin politiqueros de toda índole buscando vivir del gobierno y de la política. La corrupción mostró ser consustancial al neoliberalismo y a sus lógicas de valoración. Todo ello facilitó la incapacitación creciente del gobierno y de la esfera pública para darle solución a las nuevas grietas que se asomaron dentro de un modo de socialidad cundido de cada vez mayor explotación, desigualdad, miseria y precarización de la vida toda para la inmensa mayoría.
El colapso material del régimen colonial-capitalista ya había tomado de por sí contornos escandalosos a partir de la destrucción impuesta por los dos huracanes del 2017, las sobre 4 mil muertes acaecidas como resultado, el hambre advenido entre muchos, sobre todo los niños, y el abandono efectivo de nuestro pueblo a su suerte por parte del gobierno racista de Donald Trump. Sólo llegó finalmente como un 20 por ciento de la ayuda prometida para la reconstrucción de nuestro país. Esta calamidad colectiva se vino a sumar a la quiebra financiera del gobierno colonial en el 2014; a la negativa del gobierno de Barack Obama de aprobar un rescate financiero del país en medio de la crisis; lo que, a su vez, se agregó a una década de contracción económica. En lo que constituye poner de facto bajo una sindicatura al gobierno colonial y engavetar toda pretensión de que existe en nuestro país tan siquiera una semblanza de gobierno propio, Washington terminó imponiendo una “Junta de Control Fiscal” que gobernaría absolutamente sobre las finanzas coloniales. Su misión es el pago de la deuda pública a los acreedores, incluyendo a los llamados fondos buitres, aún a costa de la imposición de salvajes medidas de austeridad que nos han ido despojando de derechos adquiridos y niveles mínimos de bienestar. Este escenario inherente a la condición de necesidad que nos fue arropando, se nos pintó como una fatalidad sin salida ante la corrupción rampante e incapacidad administrativa del gobierno colonial.
Ante ello, el éxodo de sectores significativos de nuestra población sólo se profundizó, sobre todo luego del terremoto del 7 de enero pasado en el sur del país. Edwin González, el principal publicista del gobernador pasado, declaró en una ocasión que soñaba con “un Puerto Rico sin puertorriqueños”. Actualmente, sólo el 40 por ciento del pueblo vive en nuestro país, el resto mayormente en Estados Unidos. Se estima que, a pesar de contar con casi 4 millones de habitantes en el censo del 2000, para el 2020 podría estar mucho más cerca de los 3 millones. Los demógrafos vaticinan que al paso actual para el 2030 la población estará ya cerca de 2 millones. A ello se une el decrecimiento significativo en la tasa de nacimientos –en el 2019: 6.9 por cada 1,000 habitantes- en comparación con los fallecimientos – 9.7 por cada 1,000 habitantes. En fin, emigran y mueren más puertorriqueños de los que están naciendo. A este paso, para el 2050, se estima que la población de Puerto Rico estará cerca del millón de habitantes, la misma cantidad que encontraron los yanquis cuando nos invadieron en 1898. ¡La despoblación de Puerto Rico con el que soñó el publicista anexionista amenaza con hacerse realidad!
La pandemia presente tan sólo ha agravado la situación antes descrita. Miles han quedado desempleados e incapaces de proveer para la subsistencia de sus familias. La cuarentena y el toque de queda impuestos por el gobierno desde mediados de marzo, aspira también a una criminalización de facto de las protestas. La política de distanciamiento social o física, si bien parece haber salvado vidas ante la incapacidad gubernamental para la administración generalizada de pruebas y el seguimiento de casos, se ha traducido en un control político del gobierno de cualquier intento de control o fiscalización democrática. A comienzos de junio, parece que empieza a romperse el cerco con el reinicio de protestas frente a La Fortaleza, el palacio de gobernación.
A lo anterior se suman los problemas del gobierno colonial para distribuir las ayudas públicas aprobadas, tanto por el gobierno federal como por el propio gobierno colonial, para los miles que han perdido sus empleos con el cierre parcial de la economía o para las familias pobres. Estamos hablando de un país en que aproximadamente el 60 por ciento de la población vive bajo los niveles de pobreza y que, de repente, ha visto sus condiciones de subsistencia seriamente comprometidas. Esta situación queda agravada por las nuevas restricciones que el gobierno de Trump ha ido imponiendo a toda ayuda designada para Puerto Rico. Por un lado, alega éste que ya se le ha dado demasiado a la isla y, por otro lado, afirma que cualquier ayuda sería desviada por el gobierno colonial hacia fines corruptos .
Ahora bien, si es cierto que ha colapsado el régimen colonial-capitalista, no parece haberse desarrollado cambios correlativos de la subjetividad. El partido gobernante da señales de que se prepara para robarse las elecciones próximas, habiendo impuesto unilateralmente una nueva ley electoral que le beneficia abiertamente al permitir que voten personas no domiciliadas en Puerto Rico. Anuncia los planes para celebrar, coincidiendo con las elecciones generales de noviembre próximo, un proceso de consulta con el que buscan se refrende su campaña de siempre a favor de la anexión de Puerto Rico a Estados Unidos. Su persistencia majadera no tiene límites a pesar, incluso, de la posición expresa del racista y clasista Trump en contra de la anexión de Puerto Rico, una nación caribeña y latinoamericana. La derecha anexionista y colonialista ha escalado a niveles insospechados su desprecio del pueblo, tal vez más allá de lo que incluso había llegado el gobernador pasado objeto de la rebelión civil. Sin embargo, nada o casi nada pasa. El gobierno colonial sigue actuando con impunidad.
El pueblo parece haber perdido la vitalidad estratégica del verano pasado. Se registran tan sólo críticas al mal gobierno o se cultivan expectativas de cambio centradas en las próximas elecciones generales. Aún las expectativas iniciales que levantó en ciertos sectores la organización del Movimiento Victoria Ciudadana, en el sentido de que pudiese representar un cambio refrescante para la política puertorriqueña, podrían irse disipando poco a poco. Es lo que pasa con las mogollas ideológicas que pretenden representarlo todo pero que finalmente terminan por no representar algo en concreto. Optan por lo “políticamente conveniente” y le ofrecen al país un catálogo simpático de reformas que no van a la raíz de las contradicciones sistémicas que nos aquejan. En ese sentido, su propuesta programática sigue anclada en el marco colonial-capitalista.
En su celebrada novela La insorportable levedad del ser, afirma el escritor Milan Kundera que aquel que desee algo mejor en esta vida “tiene que contar con que algún día le invadirá el vértigo”. Y abunda al respecto: “¿Qué es el vértigo? ¿El miedo a la caída? ¿Pero por qué también nos da vértigo en un mirador provisto de una valla segura? El vértigo es algo diferente del miedo a la caída. El vértigo significa que la profundidad que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados.” (Kundera, 1990: 66 – 67).
Nuestra sumisión continuada al orden colonial-capitalista nos constituye como seres que experimentamos ese carácter contradictorio del vértigo cada vez que aspiramos a un Puerto Rico muy otro: por un lado, nos seduce la posibilidad de ser libres de toda atadura que impide que seamos dueños y dueñas de nuestro propio destino; pero, por otro lado, nos aterra la profundidad de los retos que anidan detrás de ese deseo. Desde cuándo se nos anda diciendo y repitiendo que no somos capaces de gobernarnos a nosotros mismos o de organizarnos para producir lo que se requiere para satisfacer nuestras necesidades colectivas, especialmente en un mundo globalizado que nos ha sido mayormente ajeno debido a nuestra dependencia cuasi-absoluta en la economía-política estadounidense. Siempre se ha dicho que si fuésemos independientes nos mataríamos los unos a los otros y nos moriríamos de hambre. Sin embargo, es hoy bajo el régimen colonial-capitalista que literalmente los puertorriqueños están muriendo, apenas sobreviviendo o huyendo para salvar sus vidas. El desastre actual no es producto de la independencia, de una democracia radical y menos aún del socialismo, sino que de la colonia capitalista impuesta y sostenida por Estados Unidos.
Los imperios, España primero y Estados Unidos después, nos quisieron constituir con una identidad débil y, como tal, alienante como pueblo. Esa debilidad nos inculca el miedo hacia una existencia soberana e independiente como si fuese un salto o caída al vacío. Sin embargo, toda identidad es contradictoria. El Uno se divide en Dos. El miedo a caer convive permanentemente con el deseo de caer o, si se prefiere, con el deseo de saltar para “volar”, como hizo el personaje de Neo en la película The Matrix cuando toma consciencia de su poder para transformar sus circunstancias y posibilidades. Es la apertura de una salida que, a su vez, es ruptura con la repetición eterna de lo mismo. Sólo un acto tal nos confirmará finalmente como sujetos libres.
Ni Dios, ni el estado, ni el mercado
El Secretario de Salud del gobierno colonial afirmó el 8 de mayo pasado que en vez de andar pidiendo la administración general y gratuita de pruebas, e incluso estadísticas confiables, el pueblo debía rogar por la ayuda de Dios. “No hay más ciencia cierta que pedir a papá Dios”, manifestó. La gobernadora colonial ha celebrado actos de oración en La Fortaleza. También, en medio de la pandemia, la Asamblea Legislativa colonial, de mayoría anexionista, impuso sin vistas un nuevo Código Civil lleno de valoraciones discriminatorias propias del fundamentalismo religioso en detrimento de los derechos y libertades de sectores importantes de nuestra sociedad, en particular las mujeres y el sector LGBTI.
Puerto Rico ha vivido la devaluación progresiva del principio constitucional de separación entre iglesia y estado. No existe evento o reunión gubernamental, o actividad escolar pública que no se inicie con una oración disfrazada de “invocación”. Puerto Rico se acerca cada vez más a la refundación de su estado de derecho como una teocracia farisaica caracterizada por una política sin alma. En el nuevo Código Civil ya hay atisbos de ella. He allí la ilusión religiosa, esa predica ideológica dirigida a que el pueblo renuncie a sus aspiraciones materiales en el aquí y ahora en aras de la controvertible promesa metafísica de un más allá. Nuevamente, la religión como fetiche, es decir, como opio del pueblo, tal y como sentenció Marx.
Por otro lado, quienes hablan en estos días del retorno de la importancia del Estado, se olvidan que éste precisamente ha sido parte del problema. Sea el Estado liberal, el Estado social o de bienestar e, incluso, el Estado socialista (sobre todo en sus expresiones europeas y asiáticas), han tratado en el fondo de una forma política elitista que ha servido para instrumentar y reproducir las lógicas de acumulación y dominación del capital. Asimismo, se plantean subsumir –o colonizar– bajo éstas la vida toda. Ello incluye la producción de la subjetividad ideológica necesaria para validar unas relaciones sociales y de poder históricamente concretas: las capitalistas. Por más que se pretenda disfrazar, la economía política ha sido siempre la razón del Estado en todas sus manifestaciones. Se pensó erradamente que esa forma histórica contradictoria llamada Estado podría reformarse para superar sus orígenes liberales y sus lógicas salvajes de acumulación y dominación.
El llamado Estado social o de bienestar fue uno de esos intentos, predicado sobre la apuesta en una lógica de conciliación entre las clases y sus intereses. Dentro de ese marco se abrió espacio para el desarrollo de una lucha de clases que sería mayormente canalizada por medio de un Estado de derecho. Las lógicas de suma cero y de exclusión —para que unos ganen, otros tienen que perder— propias del capital fueron cediendo a las lógicas de una relativa inclusión y socialización creciente del proceso de producción y de acumulación. Los trabajadores, con sus luchas, ampliaron el marco de reconocimiento formal de sus derechos, a costa de una reducción en la tasa de beneficios de los capitalistas, y la imposición de limitaciones a sus derechos propietarios y contractuales. El proceso de socialización alcanzó incluso a la institución de la propiedad privada, asignándosele una función social que justificaba su regulación en atención al bienestar general de la sociedad. Hasta la institución burguesa del contrato fue modificada mediante el reconocimiento a la desigualdad objetiva entre el capitalista y el trabajador, lo que dio pie al desarrollo del derecho del trabajo, incluyendo el derecho a organizarse y a negociar colectivamente su contrato de empleo con el patrono, y hasta el derecho a la huelga. El marco de los derechos se amplió más aún con la lucha de otros grupos subalternos por su igualdad. Así sucedió, por ejemplo, en Estados Unidos con la lucha de los negros, de los latinoamericanos y de las mujeres, entre otros. Todo ello tuvo también como resultado garantizar la continuidad del sistema capitalista. Lamentablemente, ya para la década de los setentas del siglo pasado, el Estado social o de bienestar se detuvo en su desarrollo en la medida en que no estuvo dispuesto a seguir profundizando su desarrollo más allá del capitalismo. La clase capitalista se sintió nuevamente en condiciones de reimponer su poder salvaje, sin conciliación alguna con el resto de la sociedad.
Por otra parte, el Estado socialista —por lo menos el modelo soviético y euro-oriental— nunca pasó de ser un instrumento para el mando burocrático sobre un modo alternativo de acumulación al experimentado históricamente bajo el liberalismo. Sin embargo, sus lógicas fueron igualmente salvajes, con la aplicación controvertible de la forma valor de la sociedad capitalista, y bajo una dictadura alegadamente del proletariado, aunque en realidad en manos de una burocracia partidaria. La propuesta original proveía para que la forma burguesa del Estado fuese sustituida por una nueva estructura económico-política de poder de los soviets, es decir, de las asambleas de obreros y campesinos, inspirada en la experiencia histórica de la Comuna de Paris de 1871. Marx, incluso, había insistido que, en el caso de Rusia, tal vez la forma comuna podría constituir una matriz alternativa de desarrollo a la sociedad-mercado capitalista. Sin embargo, ese rumbo fue casi inmediatamente abandonado ante el fuerte asedio y la desestabilización económica que confrontó la joven revolución bolchevique. La estructura política que le sucedió fue la propia de una fortaleza asediada que debió luchar por años por su supervivencia. La estructura económica fue una combinación de estatización —a diferencia de socialización y comunización— de los medios de producción e intercambio, bajo un modelo disciplinario de acumulación originaria. La lógica de la guerra de clases que se le impuso desde afuera, particularmente por Europa Occidental y Estados Unidos, resultó en un marco altamente restrictivo para el proyecto revolucionario soviético, sobre todo para la libertad, lo que llevó a su eventual desplome.
La reducción de la revolución y, sobre todo, de sus fines políticos comunistas, a objetivos mayormente económicos, sin preocuparse por el desarrollo del nuevo sujeto comunista necesario, hundió al Estado socialista soviético en un economicismo puro que contribuyó a la privatización y mercantilización progresiva de la subjetividad de sus ciudadanos. Se pretendió ignorar que las leyes económicas capitalistas constituyen una subjetividad concreta: la capitalista. Se olvidó que la revolución que aspira a dar el salto histórico hacia una nueva sociedad comunista, no puede conformarse con la mera producción y redistribución de riqueza. La verdadera palanca transformativa está en la producción de esa nueva subjetividad necesaria para potenciar y construir la nueva sociedad. En ese sentido, la revolución es total y permanente, o deja de ser una revolución.
Ambas, tanto el Estado socialista como el Estado social o de bienestar, fueron oportunidades históricas perdidas de las que se valió la clase capitalista para imponer, a sangre y a fuego, la contrarrevolución neoliberal para recuperar las cuotas de poder perdidas durante el Siglo XX, el gran siglo de la contradicción entre el capital y el trabajo, el imperialismo y las luchas de liberación nacional. Parecía haberse roto en dos para siempre la historia de la Modernidad capitalista Sin embargo, ya para finales del pasado siglo la contrarrevolución neoliberal había arropado también a la Unión Soviética, la Europa Oriental y la China Popular. En Europa Occidental, la socialdemocracia se convirtió en su principal paladín bajo las figuras de Tony Blair y Felipe González, entre otros. En Estados Unidos fue el demócrata Bill Clinton el que culminó allí la construcción del nuevo orden neoliberal iniciada por Ronald Reagan.
Partiendo de la idea de que el problema mayor del capitalismo es la democracia, bajo el neoliberalismo la clase capitalista se encargó, por ejemplo, de borrar la relativa –o, tal vez, aparente o ilusoria– autonomía a la que había accedido la forma Estado bajo el llamado Estado social o de bienestar. Borró la separación que existía entre el dominio económico y el dominio político, para hacerse directamente estado. Subsumió a éste bajo sus lógicas económico-políticas. Dicho proceso de corporativación y privatización de la esfera de lo público incluyó, asimismo, su apropiación de los procesos electorales y de formulación de política pública asegurándose, entre otras cosas, de que las decisiones relativas a la economía estarían en manos de cuadros técnicos suyos, en particular vinculados al capital financiero. Ese es el estado neoliberal, el mismo que sale al rescate del capital en cada crisis que enfrenta como, por ejemplo, la del 2008 y la pandemia actual, mientras deja al resto de la sociedad para que sobreviva como pueda. Se trata de un modo de gobernanza cuya matriz normativa se encuentra en el mercado capitalista.
Es el Estado de la subsunción real y total bajo los dictados del capital y, como tal, es también el Estado de la forclusión del sujeto, es decir, el que pretende cerrarle al sujeto toda posibilidad de salida y aún de progreso. El sistema capitalista nos reduce a nuda vida, a una existencia precarizada y a cuerpos desechables si no pueden cumplir obedientemente con los requerimientos del orden establecido, como bien demuestra en tiempos recientes la violenta escalada represiva contra afroamericanos y latinoamericanos en Estados Unidos. La actual rebelión antirracista se plantea el desmantelamiento de ese Estado autoritario y criminal, y la institución, en su lugar, de un nuevo marco comunizado y democráticamente participativo de regulación social, seguridad pública e, incluso, de gobernanza.
El nuevo orden global del que tanto se ha hablado parece haber sufrido un corto circuito, pues las respuestas organizadas ante la pandemia han sido mayormente nacionales y locales, sobre todo desde los gobiernos. Claro está, en los casos de Estados Unidos, Suecia, Brasil y Puerto Rico, los gobiernos centrales han sido obstáculos para la adopción e implantación de medidas colectivas que privilegien la salud y la vida. El creciente nacionalismo de derecha, sobre todo en el caso de Estados Unidos bajo Trump, ha contribuido a una especie de desglobalización creciente. La Unión Europea ha dejado solos a sus estados miembros para que resuelvan como puedan la crisis pandémica y sólo a última hora parece dispuesta a facilitar unas ayudas económicas –¡too little too late!– a los estados más afectados. Son países como, por ejemplo, China, Cuba, Venezuela e Irán los que han insistido en la importancia de la colaboración y solidaridad internacional ante los retos planteados por el coronavirus. Sin embargo, la política exterior de Washington pretende reducir a los cuatro a ser parias, incluyendo ahora a China quien, en tiempos recientes, ha sido uno de los motores principales de la aceleración de las tendencias globalizantes del mundo capitalista vividas desde finales del Siglo XX. Todo ello va definiendo una situación de caos sistémico. El viejo orden unipolar decae, aunque el nuevo –que se vaticina será multipolar– aún está en trance de ser.
De ahí que no se puede brincar a la ligera, en medio de las circunstancias excepcionales del momento bajo la pandemia global, para concluir que estamos posiblemente ante una vuelta del Estado como eje de la gobernanza y una devaluación del papel del mercado. Claro está, no podemos olvidar que estamos hablando del mismo Estado, en su versión neoliberal, que en maridaje con el mercado reestructuró la función pública en beneficio del capital privado y en contra del bienestar general. Es el mismo Estado que siguió reduciendo sustancialmente las inversiones públicas en los sistemas de salud y en la investigación científica luego de la epidemia del SARS (un coronavirus agudo severo acompañado de un síndrome respiratorio) en el 2003. Qué es el COVID-19 sino una nueva versión del mentado SARS. No obstante todas las señales y advertencias científicas de que vendrían nuevos y peores coronavirus que el SARS 1, el Estado capitalista fracasó en organizarse para prevenir y encarar los retos futuros. Así sucedió en los casos de Gran Bretaña, España e Italia, entre otros. Más pudieron las lógicas salvajes de acumulación y desposesión del capital, las mismas que sirven de matriz normativa a ese Estado disfuncional.
Aún más allá, ¿qué le pasó más recientemente al proceso de cambios en Bolivia y al de Ecuador, apuntalados mayormente en el Estado? Hoy ambos son Estados fallidos en sus respuestas a la pandemia y en sus criminales empeños por revertir los cambios producto de los procesos de refundación constitucional que le precedieron. Nuevamente, vemos como las fuerzas contrarrevolucionarias logran reconstituirse como dominantes a merced de los fracasos o las oportunidades perdidas de las fuerzas de la izquierda. No se acaba de entender que, como hemos dicho previamente, las tareas de una revolución, si es verdadera, trascienden la mera producción y redistribución de riqueza. Por un lado, se tiene que organizar la defensa del proceso y no desde las instituciones del Estado heredado, sino desde el bloque de fuerzas sociales que apuntalan el proceso. Ese fue el caso en Cuba y ahora en Venezuela. Por otro lado, lo que resulta tal vez lo más decisivo es que tiene que producirse una nueva consciencia o, para ser más precisos, una nueva subjetividad para la construcción de la nueva sociedad. ¿Y Chile, donde la pandemia, con sus estragos, fue lo que detuvo, por el momento, la creciente insurgencia civil contra la gobernante derecha neoliberal, incluyendo el proceso de refundación constitucional?
¿Cuántas veces vamos a seguir ignorando las lecciones del golpe militar de 1973 contra el gobierno constitucional, debidamente electo, de la Unidad Popular en Chile? ¿Hasta cuándo la izquierda va a seguir prisionera de ese fatal fetichismo de esa forma de gobernanza y regulación social conocida como el Estado?
Bajo el capitalismo, el Estado ha sido una comunidad ilusoria. Le caracterizó por un tiempo, como ya vimos, un relativo progreso social más inclusivo que ha sido luego revertido por la contrarrevolución neoliberal. El Estado resulta ser una estructura vertical de mando de la sociedad caracterizada por la fetichización también de la subalternidad detrás de la cual apenas se ocultan unas lógicas de subordinación. En fin, no hay atajos y menos desvíos. Hay que profundizar radicalmente la contradicción dialéctica entre el Estado y la comunidad, en busca de transformar nuestro modo de gobernanza y regulación social.
Poco antes de morir, el líder bolivariano venezolano Hugo Chávez Frías insistía en que la revolución no tiene futuro por medio del Estado heredado. Por ello debía transitarse cuanto antes desde esa forma, ya obsoleta, hacia una nueva estructuración comunal del poder y la gobernanza. De no hacerse, se sería responsable de otro fracaso o pérdida de oportunidad como el vivido con el derrumbe de la URSS. Culminó su sabia admonición proclamando: ¡Comuna o nada! (Chávez, 2012).
Hace ya tiempo que estamos atestiguando las señales del fin de la estatalidad como modo hegemónico de gobernanza. A eso también apuntan nuestras luchas. Ello no significa la extinción inmediata de la forma Estado sino que nos anticipa más bien la largamente aspirada posibilidad de una reestructuración democrática de la gobernanza bajo la forma comunidad o comunal, apuntalada en los procesos societales autónomos y alternativos de normatividad. Toca ahora a la comunidad hacerse “Estado” o, más correctamente, hacerse no-Estado, sobre todo al haber tomado consciencia de que el Estado tiene serias limitaciones estructurales para representar realmente la soberanía popular. De lo que se trata es de profundizar la contradicción inherente a la forma Estado, trascender la dicotomía entre Estado y sociedad, Estado y comunidad, ya de por sí prácticamente desdibujada por el capital en estos tiempos. Es la socialización o comunización progresiva de la forma de gobernanza y producción como impulso afirmativo que subyace bajo la negación. Y como toda realidad material, no estará ajena a la contradicción. ¡No existen soluciones absolutas ni mágicas! Por eso es un campo de lucha permanente.
En medio del debilitamiento gradual del Estado como forma hegemónica de gobernanza, las comunidades y sectores de la sociedad civil han tenido que dar un paso al frente para llenar el vacío. Una y otra vez vemos como lo común forcejea por emerger como esfera alternativa ante el colapso de la esfera pública y la incapacitación de la esfera privada para reorientar sus procesos de producción y acumulación para beneficio del bien común. En la potenciación de esta esfera de lo común está hoy la posibilidad de refundar democrática y soberanamente, desde abajo, nuestro modo actual de socialidad, nuestro modo de estar en común. En lo común está la fuente material del no-Estado previamente mencionado. También en lo común está la matriz para resignificar lo que entendemos por soberanía, hacia una soberanía ya no centrada en el estado y lo jurídico sino que en el pueblo y el despliegue de su voluntad de poder en sus múltiples manifestaciones.
Sin embargo, más importante aún es entender lo común no como un adecentamiento del capitalismo y menos de la colonia, sino como un horizonte anticapitalista y anticolonial. No se trata de creer ingenuamente en la posibilidad de mejorar el capitalismo mediante nuevas conquistas relativas al trabajo y a la vida en general: más y mejores empleos, mejores salarios, más poder adquisitivo, mejores pensiones, fortalecer la seguridad social, y garantizar servicios públicos de salud y de educación de excelencia. Ya se tránsito por esa vía reformista y ya hemos comprobado que lo que el capital y su Estado conceden, lo pueden también arrebatar en cualquier momento. No se trata de gobernar mejor la colonia ni de “humanizar” el capital o de suavizar la explotación de un ser humano por otro. De lo que se trata es de poner fin a las lógicas coloniales y capitalistas que requieren de esa subordinación, desigualdad y alienación de los muchos para que los menos acumulen una riqueza cada vez mayor, escandalosamente mayor.
Son tiempos nuevos de un constitucionalismo societal o comunitario que irrumpe, como nueva posibilidad con el reto de resignificar, desde su raíz, la estructuración de lo económico-político y refundar lo normativo hacia su comunización. A veces me alarma la ausencia de esta aspiración antisistémica en el discurso político puertorriqueño entre la izquierda, incluyendo en su práctica. No estamos conscientes de que ese reduccionismo ideológico de nuestras miras a lo mínimo e insustancial para el sistema, nos convierte en parte del problema, en parte del apuntalamiento político del sistema mismo que requiere ser urgentemente cambiado. Nuevamente, estamos en la presencia del vértigo que sentimos al borde de la crisis total, en torno al cual se entreteje la impotencia colectiva para cambiar de verdad todo lo que necesita ser cambiado.
Entretanto, los mercados financieros siguen en ánimo celebratorio en medio de la crisis pandémica, en total contraste con la pesadilla que ésta representa para nuestras sociedades. Su divorcio de la economía-política real que oprime cada vez más los destinos de las grandes mayorías, es un nuevo indicativo de la barbarie que el capitalismo representa para la humanidad. El capitalismo es insalvable.
¡Ni Dios, ni el estado ni el mercado! La crisis no producirá por sí sola la solución y menos aún la transformación radical que se necesita. ¡Sólo desde la lucha por lo común puede el pueblo salvar al pueblo!
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*El presente artículo es una versión revisada y ampliada de un artículo que saldrá publicado próximamente en el Numero 1 del Boletín del Grupo de Trabajo “Critica jurídica y conflictos sociopolíticos” del Consejo Latinoamericano de las Ciencias Sociales (CLACSO), bajo el título: “Puerto Rico: Entre crisis virales y revoluciones inconclusas”.
Referencias
Chávez Frías, Hugo (2012) Golpe de timón (Caracas: Correo del Orinoco).
Kundera, Milan (1990) La insoportable levedad del ser (Barcelona: Tusquets).
Rivera Lugo, Carlos (2019) “La refundación constitucional desde abajo”, recuperado de: 80grados.net/la-refundacion-constitucional-desde-abajo/
FUENTE: 80 Grados