Por René González, Resumen Latinoamericano, 30 junio 2020
El viejo F., que estaba perdiendo la vista, me designaba conductor cuando, entre vuelo y vuelo, tocaba la hora de irnos a tomar un café o a degustar de aquel espectacular pollo chiflado que se elaboraba justo al lado del aeropuerto Kendall-Tamiami. Casi siempre se sumaba algún estudiante, o tal vez uno de aquellos pilotos maduros que escogían el AeroClub para ir a rezumar el pus acumulado tras años de derrotas frente a la revolución cubana.
Aquel día, cuando iba a ocupar el espacio de parqueo disponible, se me atravesó, con paso trabajoso, un afroamericano entrado en años. Yo detuve el auto hasta que el parqueo estuviera libre, y mientras el anciano se aproximaba al límite del área escuché, desde el asiento trasero, a nuestro acompañante del día Angel P.
- “En el Congo me pagaban para matarlos y aquí tendría que pagarlo como si fuera blanco”.
En efecto, junto a otros pilotos cubanos, Angel P. había formado la columna vertebral de la aviación mercenaria empleada por la CIA para barrer con los vestigios de los hombres de Patricio Lumumba. Algunos eran ex miembros de la fuerza aérea batistiana, otros habían piloteado los aviones que dieron cobertura al desembarco en Playa Girón, o algunos sencillamente habían abandonado Cuba para caer en los brazos de la agencia, en alguna de aquellas oficinas de reclutamiento que pululaban en el Miami de los 60. Las operaciones de tierra habían sido encargadas a los brutales mercenarios rodesianos, de cuya eficiencia Angel P. daba fe, contándonos divertido como aquellos podían forzar a un negro a tomarse una botella de alcohol para luego abrirle el abdomen y prenderle fuego.
Bueno. No exactamente “negro”. Para las huestes de la contrarrevolución miamense había dos términos que por su equivalencia eran impronunciables: Negro y comunismo. Nunca escuché a Angel P. o a los de su tipo emitir esas palabras sin que sonaran “nneggrrro” y “communishshshmo”. Era inevitable que a mitad del término como que comenzaran a rechinar los molares, y se enredaran las letras para salir como en un gruñido con el que, supongo, acentuaban el horror de tener que pronunciarlas.
Para aquellos adalides de la libertad y la democracia de Cuba las luchas por los derechos civiles pasaron sin penas ni glorias. Miami era uno de los pocos lugares en que el día de Martin Luther King no era motivo de conmemoración, y el que por su puesto oficial se veía obligado a recordarlo no dejaba escapar su desagrado por la ingratitud que le imponía la tarea. Ni siquiera el hecho de que el paradigma que se construyeran para contraponerlo a toda la cultura que había quedado en la isla, tuviera la piel negra, inspiró en alguno de ellos el impulso oportunista de acercarse a quienes, en aquellos años, luchaban por que se aceptara que el color de la piel no tenía por qué significar menoscabo a la dignidad del ser humano.
Hubo, sí, un paréntesis por los años 90, cuando algunos grupos anticastristas decidieron jugar a la carta de la “protesta no violenta” contra el gobierno de Cuba, utilizando para ello el tema de los balseros y el pretendido “derecho al retorno”, en las actividades provocativas contra la isla que tuvieron lugar a mediados de la década. Cuando José Basulto ‑a quien no se le puede escamotear el reconocimiento a su imaginación- decidió convertirse en el Martin Luther King del gueto miamense, se produjo un breve cortejo a la fundación liderada por la viuda, Coretta Scott King, que duró justo el tiempo en que a ella le tomara percatarse de la poca química de sus súbitos admiradores con cualquier causa que implicara igualdad racial, o cualquiera otra. No que las manifestaciones en confianza de Basulto entonces, respecto a los escrúpulos que tuviera que vencer para buscar tal alianza, le impidieran luego traer a colación en el juicio de los Cinco su supuesta relación con la MLK Memorial Foundation para su beneficio ante los afros en el jurado, por supuesto.
Y así han pasado los años, y el anticastrismo se las ha arreglado para mirar desde la cerca –aún cuando desde un lado bien definido de ella- los conflictos que han enfrentado a la sociedad norteamericana al racismo endémico que la corroe. Al menos en lo personal, dada mi experiencia, nunca se me hubiera ocurrido esperar que el establishment de la contrarrevolución cubana mostrara la más mínima simpatía por quienes han estado exigiendo justicia tras el asesinato de George Floyd, desde todas las tonalidades que su diversidad racial confiere a la población norteamericana.
Pero he aquí que, cuando la brutalidad del racismo policiaco yankee ha levantado una ola de indignación que recorre el planeta, y esa brutalidad se replica a lo largo de todo el país para aplastar el justo reclamo de millones de norteamericanos, los herederos de aquellos anticastristas que conocí años atrás optan por subir aún más la parada y deciden bajarse de la cerca, poner pies con firmeza en tierra y romper sus lanzas bajo el motto de Ley, Orden, apoyo a la policía y a Trump. Si no se les conociera, costaría trabajo pensar que son los mismos que promueven la violencia en Cuba, llamando incluso a ejercerla contra la policía y a “quemar unos cuantos carros patrulleros”.
Como medio siglo atrás, la contrarrevolución cubana sigue haciendo causa común con el fascismo, el racismo y los peores rasgos del imperialismo USA, del que siempre ha sido un instrumento. Unidos por el cordón umbilical de su similar naturaleza, los mercenarios del Congo y la prole circense que hoy les sucede nos recuerdan los vicios que, hace más de 60 años, despertaron a un pueblo hasta hacerle revolucionario.
Uno no puede dejar de pensar en cuál sería la reacción de alguno de estos herederos de Angel P. si de pronto un día cualquiera, mientras parquean su automóvil, les disputara el espacio, con paso trabajoso, un afroamericano entrado en años.
O, quien sabe, si tal vez un cubano negro en esa Cuba que no se cansan de prometernos.