Por Francisco A. Catalá Oliveras/Resumen Latinoamericano, 8 de julio de 2020
Muchas personas y organizaciones sociales saben, tanto en el plano individual como en el colectivo, lo que se debe hacer para enfrentar efectivamente diversos retos. Sin embargo, frecuentemente no lo hacen. Quizás temen hacerlo, o no pueden, o no quieren o, a saber por qué extrañas confusiones o en respuesta a qué poderosos intereses, toman caminos tortuosos. Suelen imperar entonces las racionalizaciones, las excusas, los disimulos… Lo peor es que cuando la acción acertada se pospone indefinidamente los problemas se agudizan y llega un momento crítico en que hay que tomar una decisión rápida, de corto plazo, que probablemente no sea la mejor. Descuidar el proceso que hubiera conducido a soluciones de largo plazo o definitivas se paga caro.
Abundan los ejemplos. Continuamente se reseñan en la prensa numerosos problemas así como sus posibles soluciones. Pero nada se hace. Peor aún, se actúa contraviniendo estudios y recomendaciones. ¿No ha sido este el patrón de conducta en distintos campos, desde el político hasta el económico y ambiental, desde lo que atañe a los abastos de agua hasta lo que tiene que ver con las fuentes de energía? No debe ser poca la frustración de académicos, profesionales y organizaciones de la sociedad civil cuando sienten que están arando en el mar o aullándole a la luna. Por fortuna, la frustración es pasajera y la esperanza duradera. De lo contrario, se apagaría la llama…
En estos días ha ganado titulares la escasez de agua en un país en que ese recurso vital abunda. ¿Desde cuándo no se hace lo que se sabe que se debe hacer? ¿Hace cuánto tiempo se preparó el Plan de Aguas que todavía aguarda por su ejecución? Mientras tanto, se ha ignorado la necesidad de dragar los embalses. Tampoco parece importar el costoso hecho de que se pierde casi el sesenta por ciento del agua que produce la Autoridad de Acueductos y Alcantarillados (AAA). La referencia mundial oscila entre el quince y el veinte por ciento. Mucho menos caso se hace a los buenos ejemplos – reciclaje de aguas, mantenimiento infraestructural, aljibes, reúso para recargar acuíferos, etc. – en otros países y ciudades, desde Singapur, Israel, Madrid y Sidney hasta las vecinas Antillas Menores. Ahora, luego de la vergonzosa inacción durante décadas, no hay otra salida que la reducción del consumo o el racionamiento para lidiar con los efectos inmediatos de la sequía, fenómeno que por su naturaleza recurrente no debe tomar por sorpresa a nadie.
Algo similar – probablemente más enredado – sucede con el servicio que presta la Autoridad de Energía Eléctrica (AEE). ¿Cuántas veces se ha acusado su politización, la disfuncionalidad de la estructura administrativa, la ineptitud de la dirección, el rezago tecnológico, la corrupción y la interminable red de contratos dudosos con entidades privadas que la misma cultiva? ¿Qué han resuelto las costosas aves de paso que se han presentado como poco menos que estrellas capaces de solucionarlo todo? ¿Qué ha pasado con las investigaciones de la Asamblea Legislativa?
Originadas en distintas instancias – académicas, profesionales, cívicas, políticas — han desfilado ante el pueblo de Puerto Rico numerosas recomendaciones para enfrentar los retos energéticos. Se ha insistido en el tránsito del uso de recursos caros, no renovables, contaminantes y que Puerto Rico no posee, como el petróleo y el gas, hacia el uso de recursos renovables y que el país tiene en envidiable abundancia, como la energía solar. Además, se han planteado modelos organizativos de suerte que la AEE pueda liberarse del lastre político y de las prácticas corruptas que la ahogan. También se ha advertido sobre los costos que conllevan las distintas modalidades de privatización, sobre todo cuando prima el interés privado sobre el público y se debilita el cumplimiento con las metas vinculadas al uso de recursos renovables. Todo, hasta la fecha, en vano. No han faltado luces. Ha faltado poder. Los que lo tienen y los que lo han tenido deambulan por otros caminos.
El gobierno ha optado por el antiquísimo acto de, como Pilatos, lavarse las manos y entregarle la administración de la AEE a un consorcio privado (LUMA) para que se ocupe de la distribución. En el terreno de la generación no se anda por mejores caminos. Prevalece la ideología privatizadora. No se corrige el escandaloso historial de irregularidades sino que se abulta con contratos cada vez menos transparentes y más torcidos. De LUMA lo único que cabe esperar es que cobre su renta, vele por su tajada de los fondos federales – la gran carnada — y juegue con métricas engañosas para luego, con sus maletas bien provistas, marcharse.
Valga recordar la experiencia de hace unos veinte años con el concesionario de la AAA. Fue un desastre. Empeoraron tanto los indicadores financieros como operacionales. Al cabo de varios vaivenes el gobierno tuvo que rescindir el contrato. En palabras sencillas: se desperdició dinero y tiempo. Ahora, por el lado de la AAA, se tiene racionamiento y, por el lado de la AEE, oscuros contratos de privatización. ¡Por favor!
Se sabe lo que hay que hacer. Pero no se hace. Los recursos se desperdician haciendo exactamente lo que no se aconseja. En realidad, el error de fondo es confiarles las lechugas a los cabros. El vicio de pedir – lo que parece definir la política pública en este país – erosiona la voluntad de hacer. ¿Cómo esperar que administraciones gubernamentales rojas y azules, tan empecinadamente sumisas y coloniales y tan claramente comprometidas con intereses privados, actúen de otra forma? Más allá de cualidades personales, ¿no es buena fragua para la corrupción tal actitud política?
El autor es economista.
FUENTE : Claridad 60