André Menard* /Resumen Latinoamericano, 11 de agosto de 2020
Parecen no darse cuenta de que las movilizaciones de los colectivos que se tomaron las oficinas municipales en su lucha por los derechos de los presos mapuche representan, más que una amenaza, una oportunidad para volver a dotar de legitimidad a un Estado de Derecho que ya no logra naturalizar las violencias puntuales y estructurales.
Parecen no darse cuenta de que las movilizaciones de los colectivos que se tomaron las oficinas municipales en su lucha por los derechos de los presos mapuche representan, más que una amenaza, una oportunidad para volver a dotar de legitimidad a un Estado de Derecho que ya no logra naturalizar las violencias puntuales y estructurales.
Los incidentes ocurridos la madrugada del 2 de agosto en distintas localidades de la Araucanía han generado una justificada ola de declaraciones rechazando la insoportable manifestación de odio étnico o racial de una masa de civiles contra mapuche movilizados, así como al hecho de que fuera tolerada, por no decir respaldada, por la fuerza policial.
En muchas de ellas, junto con deplorar la violencia ejercida contra los mapuche, se deploraba también el menoscabo que acciones de “autotutela” implican para la salud de nuestro Estado de Derecho. Pero, antes de detenernos en esto último, es importante notar también cómo estos acontecimientos a su vez dieron visibilidad a una violencia anterior, aquella violencia institucional que en un principio motivó las tomas de las municipalidades desalojadas en esos operativos cívico-policiales: la violencia asociada a la situación jurídica y sanitaria de los presos políticos mapuche, en especial de aquellos que se encuentran en huelga de hambre por exigir medidas de reclusión alternativas en virtud del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
Un par de semanas antes de estos incidentes, el ministro de Justicia y Derechos Humanos asumía, en el marco de los “Diálogos interculturales y religiosos” organizados por su ministerio, que se debían realizar esfuerzos para dotar a las cárceles de espacios y modalidades que permitieran “cerrar las brechas culturales y religiosas que hay en el tratamiento de los pueblos originarios en nuestros centros penitenciarios” para que los presos de otras culturas “se reconozcan en su espiritualidad y en sus costumbres”.
Si bien se trata de una demanda por espacios para el ejercicio de “prácticas culturales”, efectivamente levantada por los presos y las organizaciones mapuche, llama la atención que desde la lógica, no sólo de la derecha, sino que de cierta razón de Estado, las demandas indígenas tienen más chances de ser consideradas si se codifican en estos términos religiosos que si lo hacen en términos estrictamente políticos. De hecho –como lo vimos con las recientes declaraciones del nuevo ministro del Interior negando la existencia de presos políticos en Chile – , parece que les es más difícil aceptar que las tomas y movilizaciones mapuche corresponden a un ejercicio político y no a actos delincuenciales que, por ejemplo, el hecho de que la vida del machi Celestino Córdova dependiera de una conexión espiritual con su rewe (recordemos que se le permitió salir de la cárcel para realizar la ceremonia de su renovación el año 2018).
Aparece así una correlación entre la calificación de luchas políticas como actos criminales, con la transformación de una diferencia étnica o nacional en un problema de libertad de culto. Este es uno de los efectos de que la diferencia histórica y política entre las naciones chilena y mapuche sea comprendida en términos de una diferencia cultural, y la cultura a su vez como un conjunto de ritos y creencias espirituales. El problema es que este reconocimiento religioso de la diferencia cultural, si bien tiene la potencialidad de mejorar las condiciones de vida de los presos mapuche al interior de la cárcel, implica una reforma en su política de gestión, pero no toca las condiciones de su legitimidad: sigue siendo una cárcel y los presos en ellas siguen siendo criminales y no interlocutores políticos.
Este modelo carcelario de gestión espiritual de la diversidad es, hasta cierto punto, sintomático de la forma en que la razón gubernamental se permite espacios de reconocimiento espiritual de la diferencia étnica, pero preservando los límites institucionales de su ordenamiento soberano.
En cierta forma, la transformación de presos políticos en “presos con requerimientos espirituales especiales” puede ser entendida como una estrategia de inmunización del aparato soberano respecto de la desnaturalización de sus principios de legitimidad. Me explico: entre las principales demandas actuales de los presos políticos mapuche está, como vimos, la aplicación de los artículos 9 y 10 del Convenio 169 de la OIT que, entre otras cosas, establecen que en el caso de los pueblos indígenas los Estados deberán dar preferencia “a tipos de sanción distintos del encarcelamiento”, teniendo en cuenta sus propias costumbres en materias penales. Se entiende así que, ante la posibilidad y apertura del orden jurídico nacional a otras formas de aplicación de justicia, basadas en formas de legitimidad exteriores a las de un orden soberano único y monolítico, el Estado firmante de dicho convenio recurra a la espiritualización de sus consecuencias, neutralizando así el cuestionamiento propiamente político a las condiciones históricas en que se ha instalado y ha funcionado su tan venerado como abstracto Estado de Derecho. Sus adoradores ciegos e incondicionales, los mismos que llaman a la condena universal de toda violencia “venga de donde venga” (con la evidente excepción de la violencia legalmente ejercida por el Estado), parecen no darse cuenta de que movilizaciones como la de los colectivos que se tomaron las oficinas municipales en su lucha por los derechos de los presos mapuche representan, más que una amenaza, una oportunidad para volver a dotar de legitimidad a un Estado de Derecho que ya no logra naturalizar las violencias tanto puntuales como estructurales que históricamente ha permitido (incluidas las expresiones de racismo y clasismo cotidiano) y que muchas veces ha ejercido en el marco de su propio funcionamiento.
Si bien la urgencia de asumir y reparar estas violencias estructurales se está haciendo sentir a todos los niveles de la sociedad, el caso de la relación histórica entre mapuche y Estado chileno es particularmente instructiva pues, a diferencia de otras demandas dirigidas al Estado, en su caso éstas casi siempre implicaron un desafío a la auto-comprensión del orden soberano chileno como un dato natural e indiscutible. Pero también es relevante que cada vez que el Estado chileno pareció abrirse a una negociación política de esta relación no tardó en desconocer, por no decir traicionar, los pactos y compromisos adquiridos recurriendo al uso “legítimo” de su fuerza: pactaron los mapuche en el Parlamento de Tapihue en 1825 y el Estado los invadió militarmente cuatro décadas más tarde.
De los diez millones de hectáreas que poseían antes de la ocupación militar, el Estado les asignó mediante títulos de merced sólo 500 mil. Y de éstas, en las décadas posteriores, los particulares, mediante corridas de cerco, ventas fraudulentas y otras técnicas más o menos violentas, les usurparon una porción tan importante que sigue siendo la base de sus demandas hasta el día de hoy. Se acogieron a la Reforma Agraria, pero con la dictadura son el único territorio en que se aplicó una contra-reforma sistemática, en la que no sólo perdieron las tierras recuperadas, sino que fueron víctimas de violencia de los latifundistas en conjunto con fuerzas militares y policíacas.
En 1989 firman el “Pacto de Nueva Imperial” con Patricio Aylwin, el que se concreta en la creación de la Conadi y la promulgación de la Ley Indígena, pero deja pendiente el reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas y, sobre todo, termina de deslegitimarse con la imposición de la represa de Ralco, a la que se sumará el despliegue descontrolado de la industria forestal.
Ricardo Lagos crea la “Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato”, pero en 2001, el mismo año en que se publica su informe, se aplica por primera vez la Ley Antiterrorista en contra de dos comuneros mapuche. De ahí en adelante conocemos lo que sigue: asesinatos de mapuche por agentes del Estado, montajes, represión y violencia contra niños, abuso de la prisión preventiva (de los 26 presos políticos mapuche al menos 16 aún esperan sentencia).
En este contexto, es necesario visibilizar cómo, pese a esta serie de violencias, las dirigencias mapuche han insistido históricamente en la búsqueda de soluciones políticas para negociar su vínculo con el Estado y la sociedad chilena. Pero para ello también es necesario evitar, por un lado, la reducción metafísica de este esfuerzo político a un problema de requerimientos espirituales. Y, por otro, su reducción igualmente metafísica a un problema de orden público o de respeto de un Estado de Derecho tan abstracto como la violencia que se llama a condenar “venga de donde venga”.
Esta historia nos muestra que no todas las violencias son equivalentes y que la legitimidad del Estado de Derecho depende de su capacidad de asumir y reparar aquellas que ejerce o ha ejercido, así como de las que ha sido y sigue siendo cómplice.
*Antropólogo Universidad de Chile
FUENTE: elDesconcierto.cl