Por Javier Sulé y Marta Saiz. Resumen Latinoamericano, 12 de octubre de 2020.
528 años después, empresas mineras, petroleras, hidroeléctricas y agroindustriales, muchas de ellas de capital español, representan hoy para los pueblos indígenas la nueva cara de una colonización que les sigue despojando de sus territorios y sus derechos.
Los conquistadores de antaño se llamaban Hernán Cortés, Pedro de Alvarado, Francisco Pizarro o Sebastián de Belalcázar y, junto a miles de hombres, llegaron a América Latina con armadura y lanza. A 528 años de la llegada de Colón, los nuevos colonizadores son grandes empresarios, visten traje y corbata y entran en los territorios indígenas con retroexcavadoras. Como ocurrió antes, en nombre del desarrollo, siguen atropellando los derechos de los pueblos indígenas, esta vez con la complicidad de Gobiernos y Estados supuestamente democráticos.
«Florentino Pérez es un monstruo», sentencia María Josefina Caal Xol, lideresa maya q’eqchi’ en Guatemala y hermana de Bernardo Caal Xol, criminalizado y condenado a más de siete años de cárcel por liderar el proceso contra las hidroeléctricas en el río Cahabón (departamento de Alta Verapaz) OXEC y Renace, esta última con capital del Grupo ACS de Florentino Pérez. «Es un asesino de ríos que ha violentado el derecho de los pueblos indígenas y encarcelado a un hombre inocente. Lo que nos ha hecho a los pueblos originarios no tiene perdón».
«Lo que para él son miles de millones de euros, para los pueblos indígenas representan los ríos, los cerros, la vida. A Florentino Pérez le diría que intente ser humano y considerarse como parte de la naturaleza, no dueño de ella», explica Isabel Matzir, compañera de lucha y de vida de Bernardo Caal Xol.
Cobra, empresa filial de ACS, es la responsable de secar el río Cahabón del que vivían las 30.000 personas del pueblo maya q’eqchi’ en la región de Alta Verapaz, en Guatemala. La canalización del río para la construcción de un complejo hidroeléctrico de generación de energía provocó la pérdida de caudal y les dejó sin apenas agua. «Gobiernan como lo hicieron desde la colonia, sobre la base del escarmiento. Creyeron que con encarcelar a Bernardo acabarían con el movimiento, pero ha sido todo lo contrario, la gente ha retomado el espíritu de lucha y sigue defendiendo su territorio», dice Julio González del colectivo ecologista Madre Selva.
El nuevo colonialismo criminaliza a defensores y defensoras de derechos humanos de toda Latinoamérica, rostros que muestran cómo el pensamiento hegemónico sigue vigente a través de la extracción de sus recursos naturales.
El caso de Bernardo Caal Xol es el más emblemático, pero hay otros sucesos de líderes y lideresas indígenas que están en la diana por defender el territorio, muchos de ellos en Guatemala. Lo dice el reciente informe Defendiendo el Mañana de la Organización Global Witness, y lo sabe bien Lesbia Artola, defensora maya q’eqchi’ del Comité Campesino del Altiplano, también en Alta Verapaz, con tres causas abiertas. La acusan de coacción, destrucción de la propiedad privada, crimen organizado y usurpación. «No hay nada concreto, supuestamente había una investigación por parte de la DEA que nos vincula con el crimen organizado y el narcotráfico. Todavía no sé qué es lo que me puedan hacer», señala la lideresa.
Para Lesbia, su único delito ha sido defender la tierra del despojo que sufren sus comunidades por las grandes empresas. «Luchamos por nuestros derechos históricos, porque sin tierra no hay vida y sin agua tampoco. Si dejamos que acaben con los ríos y con la riqueza natural, esto va a ser un colapso a nivel mundial. Para nosotros la tierra es sagrada, los ríos son sagrados: sienten, se secan y eso no lo entiende el gran empresario».
La región de Alta Verapaz es uno de esos cientos de casos de región empobrecida. Sus comunidades no tienen luz, lo que supone una paradoja, pues es uno de los departamentos con más hidroeléctricas. También el Estado de Oaxaca, en México, un territorio con la mayor biodiversidad del país, producto del cuidado histórico de los pueblos y las comunidades que lo habitan, fue empobrecido.
«Hay comunidades donde la totalidad de su territorio fue concesionado sin que tuvieran información oficial por parte del Estado», destaca Neftalí Reyes, integrante de EDUCA, una organización que acompaña a pueblos y comunidades indígenas y campesinas en México. «Estas empresas limitan el derecho de las comunidades a decidir, a la libre determinación, a la autonomía y, en los casos más graves, a un ambiente sano y una vida en paz».
Neftalí cuenta que en los últimos 15 años para todo el territorio de México y, particularmente en Oaxaca, hay planeados unos 40 proyectos mineros de explotación de plata y oro, sin consentimiento de las comunidades y conllevando una contaminación de los ríos, como en el caso de la de la minera canadiense Fortuna Silver Mines, en San José del Progreso. Una concesión que abarca 180.000 hectáreas, otorgada por 50 años. En este caso, las autoridades locales dieron el permiso alegando a la comunidad que iban a construir una escuela en esa zona.
«Las comunidades en sí mismas no son pobres, han sido empobrecidas por las políticas del Gobierno federal y estatal. A la par se suma todo un proceso de colonización de 500 años; entonces los proyectos mineros, de energía eléctrica, eólicos…, están siendo impulsados con la lógica de que si tenemos muchos recursos y estamos empobrecidos pues que vengan a invertir y así vendrá el desarrollo, lo cual es una mentira porque lo que ha sucedido es todo lo contrario», matiza el integrante de EDUCA.
Para Yásnaya Elena Aguilar, activista de derechos lingüísticos e investigadora ayuujk, el extractivismo de las empresas transnacionales es la misma cara del colonialismo, pero esta vez implementada por los propios Estados, que son quienes hacen las concesiones. «En México el Estado se ha construido por el proyecto nacionalista criollo blanco».
La lingüista forma parte del colectivo de mujeres Ayutla, también en el Estado de Oaxaca, y afirma que este colonialismo genocida expulsa a las personas de las comunidades, aumenta la migración y hace más fuerte el racismo, especialmente el institucional. «Más de la mitad de los defensores y las defensoras de la tierra y el territorio asesinadas en México son indígenas. Por lo tanto, es una cuestión de vida. Así es en este continente».
A Yásnaya le parece extraño que en el Estado español el 12 de octubre sea un día de celebración y alega que sería interesante reconocer los errores de la humanidad y el colonialismo actual. La defensora no sueña con un Estado mixe, pero sí con una nación. «Creemos que uno de los mayores problemas del mundo es la creación de Estados». De la misma manera, habla sobre el concepto colonial de «indígena» y cómo de esta manera se produce un borrado de la identidad y la cultura: «Desde las narrativas hegemónicas se pone a todos los pueblos en una sola categoría, borrando las diferencias que hay entre los distintos pueblos y comunidades indígenas».
El impacto del colonialismo en los cuerpos
Las consecuencias medioambientales de las empresas extractivas son siempre muy evidentes allí donde se implantan: ríos y quebradas secas, aguas contaminadas, disminución de la pesca, selvas y bosques deforestados o escasez agrícola son solo algunas de las afectaciones. Pero los impactos van mucho más allá de lo ambiental. Lo afirman desde la Red de Sanadoras Ancestrales Tzk’at en Guatemala, una organización que surge en el contexto de riesgo político para las mujeres defensoras que se oponen a los megaproyectos y que conocen de primera mano cómo su implantación puede trastocar lo más profundo de un ser humano y de su comunidad, tanto espiritual como emocional, corporal, física y mentalmente.
«Cuando se implanta un megaproyecto en un territorio es como cuando te penetran el cuerpo en una violación sexual. Por dimensionarlo, si un río al que vas a lavar la ropa, bañarte y tomar agua es cooptado, te están privando de algo que sostiene tu vida», dice Chaim, integrante de la Red. Para Telma Pérez, también de la Red de Sanadoras, el gran efecto de estos proyectos es que rompen la relación de vida entre la tierra, el agua y la familia. «Hay casos de personas que deben abandonar el país, personas encarceladas… En la red de la vida hay amor, alegría, toda una relación de vida con la tierra, pero cuando llegan estos megaproyectos, todo se destruye. Sin embargo, las comunidades siguen con esa rebeldía y esa resistencia. Enfrentarlo es un acto político de ir y sanar juntas y juntos».
Así, erigidos como guardianes de la naturaleza, 528 años después, la resistencia de los pueblos indígenas continúa frente a un modelo de desarrollo que consideran saqueador de los recursos naturales y totalmente insustentable. «Si en 500 años no hemos sido lo suficientemente sabios para entender que, si no respetamos la naturaleza ni todo lo que nos produce vida, nos vamos a extinguir; en un momento donde, quizás, los únicos que se salven van a ser los multimillonarios», concluye Julio González.
Fuente: Público