Por Geraldina Colotti, Resumen Latinoamericano, 26 octubre 2020.-
Un día histórico, el vivido en Chile durante el plebiscito del 25 de octubre. Había dos preguntas en la papeleta. La primera pidió a los ciudadanos y ciudadanas que aprobaran o rechazaran una nueva constitución. De ser así, habría que elegir el organismo responsable de redactar la nueva Carta Magna.
En el primer caso, una Asamblea Constituyente integrada por 155 ciudadanos, elegidos en las próximas elecciones administrativas del 11 de abril de 2021 en base a criterios de igualdad de género y a la participación de delegados de pueblos indígenas. En la segunda, una convención mixta, es decir el 50% de los parlamentarios designados por el Congreso y el otro 50% por ciudadanos elegidos por voto popular, como en el primer caso.
En el momento de redactar este articulo y con casi la totalidad de las papeletas escrutadas, el 78,27% de los casi 15 millones que acudieron a las urnas dijeron que sí al cambio de constitución (frente al 21,73% contrario), y eligieron la primera opción (79,4%), frente al 20,96% que prefirió la segunda. Resultados similares también en el extranjero, donde votaron alrededor de 60.000, de un millón de residentes fuera del país.
Un resultado que indica la fuerte intención popular de deshacerse de la actual constitución, redactada durante los años de la dictadura militar (que ensangrentó al país de 1973 a 1999), e impuesta en 1980. Las proporciones del voto también ofrecen una fuerte oportunidad para limitar el fraude oculto, que hasta ahora ha desactivado los intentos de cambio en el país, y que ha llevado una parte de los movimientos, protagonistas de las protestas de este último año, a la abstención.
Para esta parte de los movimientos radicales, de hecho, los potentados económicos volverán a lograr imponer sus propios candidatos y sus propias maniobras, dejando sin resultado la posibilidad de que la constitución sea redactada por una asamblea popular.
De hecho, es desde el golpe contra Allende, cuando el imperialismo estadounidense decidió «hacer chillar» a la economía chilena dando mano libre al neoliberalismo desenfrenado de los «Chicago boys», que los intereses de las grandes multinacionales determinan las opciones políticas y escogen sus actores locales.
A pesar del consenso de que goza la derecha en la «democradura» chilena, el nivel de abstención en las urnas siempre ha sido alto. En las últimas elecciones presidenciales sólo el 44% de la población acudió a votar. El multimillonario Sebastián Piñera (uno de los hombres más ricos de Chile y del mundo, según la revista Forbes) ganó con el 54,5% de ese porcentaje de votantes, pero los medios hegemónicos siguieron presentando esa victoria como la «más alta alcanzada en Chile en los últimos 8 años».
El fracaso de su modelo y la profunda crisis que enfrenta la democracia oligárquica en Chile explotó aún más con la explosión del Covid-19. Según la Organización Mundial de la Salud, Chile tiene las tasas de contagio más altas del mundo (más de 500.000 infectados) y ocupa el sexto lugar en América Latina en número de muertos, 18.000 desde el inicio de la pandemia.
Esto no ha impedido que la población empobrecida salga a las calles en repetidas ocasiones desde hace un año para gritar «no al Piñeravirus», y desafiar la represión de los carabineros. El saldo fue de 36 muertos y cientos de heridos, incluidos 460 con daño ocular, hasta la ceguera total. El informe presentado a la ONU registró 2.520 violaciones de derechos humanos cometidas por policías y militares.
Sin embargo, un aparato bien establecido y apoyado internacionalmente logró desviar la atención de las violaciones reales a los derechos humanos, a la retórica utilizada por las clases dominantes para absolverse señalando un enemigo específico: en este caso, la Venezuela bolivariana, acusada por los » expertos ”de una comisión paralela, constituida por partidarios de los golpistas venezolanos, y animada por un gran defensor de Piñera y los ministros de la dictadura pinochetista, el abogado penalista Francisco Cox.
También con motivo de este plebiscito, se utilizó como ejemplo a evitar la revolución bolivariana. En algunos informes noticiosos, que han enumerado muchos de los países que han cambiado sus constituciones, dentro y fuera de América Latina, la Carta Magna Bolivariana, que se centra en un amplio espectro de derechos, se declina en los dos géneros y otorga al poder popular la facultad de ser no solo participante, sino también protagonista en todos los procesos de toma de decisiones, fue considerada como un ejemplo «cuestionable, en el contexto de las democracias modernas, desde el punto de vista legal».
El gran miedo de la burguesía y sus perros guardianes, que actúan en los aparatos ideológicos de control, es en realidad la voluntad soberana del pueblo, representada por la Asamblea Nacional Constituyente (ANC), y no por los juegos políticos del aparato, la que también puede irrumpir en Chile, como sucedió en Venezuela tras la victoria de Hugo Chávez en 1998, y que inspiró las posteriores constituciones en Ecuador de la revolución ciudadana y en Bolivia de la revolución andina.
Las experiencias en Venezuela, Ecuador y Bolivia han sido «catastróficas», pontifican los «expertos» del gran capital internacional. En esos casos – argumentan – hubo una ruptura institucional total, y la ANC fue «utilizada para favorecer a los gobiernos del momento».
En Chile, las clases dominantes cuentan en cambio con aprovechar la fragmentación existente en la oposición popular, que aún no ha expresado una representación política capaz de dar plena voz al bloque histórico anticapitalista y antiimperialista en sus diversas formas, como sucedió en el tres experiencias latinoamericanas, consideradas por los medios hegemónicos como ejemplos a evitar.
Uno, en particular, el del socialismo bolivariano, resiste desde hace veintiún años gracias a la conciencia y organización de los sectores populares, que han encontrado voz y representación en el Partido Socialista Unido de Venezuela, el más grande de América Latina. Y fue la ANC, como máximo órgano plenipotenciario, la que devolvió la paz al país tras la violencia de la derecha golpista en 2017.
Chile tendrá ahora que encontrar su camino, dando voz a un conflicto que, desde hace al menos diez años, viene diciendo No al legado pinochetista y también a los pactos entre las élites que le siguieron. En los largos maratones electorales organizados sobre todo por los medios alternativos (por ejemplo El Ciudadano, Conaicop, Brics-Psuv y Resumen Latinoamericano), muchos análisis han resumido las innumerables trampas que han bloqueado el sistema político chileno para evitar que el pueblo decida por el voto, desde el referéndum de 1988.
Ante la crisis abierta de una dictadura que ya no garantizaba a las multinacionales y al imperialismo estadounidense la explotación segura de los recursos del país (principalmente el cobre), se decidió una transición «pactada» para garantizar su continuidad en un simulacro de democracia. El Sí a Pinochet obtuvo entonces el 43%, el No 54%.
La continuidad con ese sistema blindado ha impedido que se cambien las reglas del juego tanto en términos políticos como en materia de defensa de los derechos básicos, en un país que ha privatizado no solo las empresas públicas, no solo la vivienda y la educación, sino también el agua y el mar. La constitución actual, incluso después de algunas reformas superficiales que no han cambiado su naturaleza, permite por ejemplo al Tribunal Constitucional (TC) impugnar cualquier ley, incluso si es aprobada por una abrumadora mayoría.
Por tanto, será tarea de la lucha de clases imponer desde abajo otro camino.