Por Daniel Bernabé, Resumen Latinoamericano, 2 de diciembre de 2020.
El jueves 3 de diciembre habrá transcurrido un mes desde la celebración de las elecciones presidenciales en Estados Unidos y el actual presidente en funciones, Donald Trump, no ha reconocido aún el resultado que pondrá fin a su primer y único mandato. La situación es del todo excepcional y nos señala la profunda recesión a la que se ha visto sometida la política estadounidense. Todo el problema parece reducirse al hombre que ha ostentado la 45º presidencia del país norteamericano, como si el peculiar carácter del millonario pudiera explicar por sí solo la profunda grieta y su derrota poner un fin definitivo al problema. Trump es un síntoma de una enfermedad antecedente, una de inicio incierto y de un desarrollo acelerado.
Si la década de los sesenta estuvo marcada por el asesinato de John F. Kennedy, un magnicidio teñido bajo la sombra de la conspiración en la cultura popular, los años setenta vieron la renuncia de Richard Nixon tras el escándalo del Watergate. La llegada de Ronald Reagan al poder, en 1981, tras el único mandato de Jimmy Carter, vino a suturar no sólo la crisis económica sino una crisis de legitimidad en la que el país se había sumido por tres lustros, donde simbólicamente pesaba más la derrota en Vietnam que el éxito del programa Apolo al poner un hombre en la luna. No se trataba de que el país tuviera problemas, sino de que se percibía que el país era un problema en sí mismo.
La historia es caprichosa y situó al hombre menos pensado para desempeñar tan titánica labor. Reagan era un actor de segunda fila reconvertido a político cuyo máximo logro, antes de haber sido gobernador de California, fue delatar a sus compañeros en la caza de brujas, el proceso que en la primera parte de la década de los años cincuenta, conducido por el senador McCarthy y auspiciado por el director del FBI, John Edgar Hoover, convirtió en papel mojado los derechos civiles con la excusa de la persecución del comunismo. Se olvida pronto que además de poner en la picota a estrellas del cine e intelectuales, durante el reinado del siniestro Hoover se ejecutó a supuestos agentes de la URSS como el matrimonio Rosenberg, se espió sin reparos a altos cargos de los sucesivos gobiernos y se produjeron asesinatos de activistas por los derechos civiles, como el de Martin Luther King, que según una sentencia judicial de 1999 sucedió bajo el auspicio de agencias gubernamentales.
Reagan, sin embargo, vino a poner fin al desconcierto aprovechando el propio desconcierto. De un lado atacó sin piedad la herencia del New Deal, lo que llevaba siendo un consenso en los diferentes gobiernos estadounidenses desde la década de los años treinta, la intervención en la economía y unas ciertas políticas sociales que pretendían, en último término, cohesionar a la sociedad para evitar fracturas con resultados inciertos. El equipo económico del nuevo presidente aprovechó las sucesivas crisis del petróleo para introducir un nuevo paradigma consistente en reducir el gasto público, reducir los impuestos, eliminar las regulaciones a las actividades empresariales y reducir la inflación. En Reino Unido, un par de años antes, en 1979, Margaret Thatcher había llegado al poder con un programa muy parecido. El presidente norteamericano sería incomprensible sin la primera ministra inglesa.
Pero además, Reagan fue el producto de otra cara menos explorada de ese desconcierto previo. Los movimientos de protesta de la oleada de 1968 engendraron una forma de ver la sociedad que abjuró del Estado y los valores tradicionales y que propugnaba una individualidad liberadora que, paradójicamente, resultó esencial para entender el individualismo que permitió a Reagan alzarse con el poder. El salto del hippie al yuppie, personificado en la figura de activistas como Jerry Rubin, no fue una excepción ni un capricho excéntrico, sino la evolución lógica que quedó tras eliminar de la ecuación la protesta y pasar de la universidad a la carrera profesional. Millones de personas de clase media se habían formado con la idea de que querían ser diferentes –diferentes a lo pautado– y encontraron en el modelo de sociedad que propugnaba Reagan una forma de vehicular ese sentimiento de diferencia mediante lo aspiracional y la construcción de identidad mediante el consumo.
Podemos afirmar que Reagan fue el síntoma, al igual que Trump, de un Estados Unidos que vivió las tres décadas de posguerra en una convulsión mucho mayor de lo que se piensa habitualmente, cuya lucha en la Guerra Fría contra la URSS dejó severas cicatrices en el desarrollo de su democracia liberal y cuyos conflictos sociales fueron resueltos de maneras que muchas ocasiones obviaron su propia legalidad y el respeto a los derechos humanos dentro de sus fronteras. Trump sería incomprensible sin la crisis financiera de 2008 y esta, a su vez, sin las desregulaciones introducidas por la reaganomics. Resulta, no obstante, extraña la escasa vinculación que se ha trazado entre el último presidente norteamericano y sus sucesores, como si el millonario fuera un caso aislado dentro del GOP, especialmente por el nulo respeto a la institucionalidad, algo en lo que Trump sí ha sido pionero.
No así en el uso de la mentira como arma política, que ya se puede ver en la administración Bush Jr. con el engaño masivo perpetrado para llevar adelante la Guerra de Irak e incluso la tendencia autoritaria desarrollada por su mandarín Dick Cheney, que bordeó en más de una ocasión la inconstitucionalidad con sus decisiones, al ejercer desde su vicepresidencia, formal e informalmente, tareas que no le estaban asignadas. Por otro lado el Tea Party, nacido en 2009 como reacción a la administración Obama y, más allá, al tímido intento de este por retomar una ligera política intervencionista en lo económico, son también claros antecesores de Trump, situando a una de sus figuras, Mike Pompeo, como su secretario de Estado. En el Tea Party se encuentra ya el uso de las nacientes redes sociales como herramienta para su propaganda y una peculiar mezcla de tradicionalismo arcádico con una defensa de lo neoliberal desde el populismo.
Lo interesante no es sólo la obvia conexión de la administración Bush Jr. con la de Reagan, primero por su padre, Bush senior, vicepresidente de 1981 a 1989 y presidente en un único mandato hasta 1993, también por Dick Cheney y Donald Rumsfeld, altos funcionarios desde los tiempos de Nixon, sino también por una línea que recorre a Trump, el Tea Party y a ambos Bush y que podríamos denominar como la de los asesores de agitación inmoral, es decir, el uso de la mentira no sólo para negar los errores propios, algo habitual en política, sino para destruir a los rivales políticos y crear un clima social no basado en la adhesión favorable a unas ideas, sino a la agitación sentimental en contra de unos enemigos a menudo prefabricados. ¿Dónde podemos encontrar la génesis de esta forma de operar? Precisamente en los años del Partido Republicano en los años 80.
La mentira seguía siendo habitual en la política estadounidense, en su faceta de encubrir errores propios o actividades ilícitas. Encontramos así una continuación del Watergate en el Irán Contra, la venta de armas al enemigo persa para financiar a los escuadrones de la muerte ultraderechista en América Central, un caso que estuvo a punto de costarle la presidencia a Reagan si no hubiera sido por el aprendizaje en situar, entre sus decisiones y quien las lleva a cabo, a una tupida red de actores secundarios que fueron absorbiendo la onda de choque del escándalo. En este sentido, la frase de Hamlet sobre la podredumbre seguía siendo una tradición de la que prácticamente ninguna administración gubernamental de la primera potencia escapa hasta nuestros días.
La cuestión es cómo esa mentira, esa agitación inmoral llevada a cabo por asesores, se fue haciendo habitual dentro de la propia política de la década de los ochenta. La reelección de Reagan, en 1984, fue una de las mayores victorias registradas al imponerse a su rival demócrata Walter Mondale en todos los Estados menos en Minnesota y el DC. Sin embargo no es la abrumadora victoria lo que nos ocupa, sino otro detalle. Mondale eligió por primera vez a una mujer para la candidatura a la vicepresidencia, Geraldine Ferraro, hecho que en un primer momento preocupó al equipo de Reagan al poner sobre la mesa una asimetría de resultado incierto. Y aquí es donde entra un nombre esencial en toda esta historia, Lee Atwater, un asesor que, con sólo 33 años, encabezaba el comité de reelección del presidente republicano.
De Atwater el New York Times contaba que «realizó su primera campaña política en la escuela secundaria en Columbia, Carolina del Sur, una campaña que el director tuvo que ordenar que se repitiera porque el Sr. Atwater había confundido a sus compañeros de estudios al inventar un candidato, Dewey P. Yon, y una serie de cuestiones, incluyendo cerveza de barril y doble almuerzo». La anécdota adolescente nos anticipaba ya un modus operandi basado no en la exposición óptima de unas ideas y principios, sino en el uso de la confusión y la mentira para alterar el juicio de los electores. En 1984, Atwater filtró a la prensa detalles turbios del pasado de los padres de Geraldine Ferraro. Visto los resultados, los republicanos no lo necesitaban, pero tiraron con todo lo que tenían, incluidas maniobras comunicativas de agitación inmoral.
Atwater era un personaje tan simpático y dicharachero como taimado y cruel, pero el carácter no explica su ascenso, sino unas condiciones estructurales que le permitieron convertirse en una figura clave del GOP y a sus maniobras tomar asiento en la política norteamericana. La desregulación no fue tan sólo económica, sino también de una disolución de los principios y las reglas de índole ética. Si en películas de final de la década como Robocop o Wall Street ya se nos describe a un tipo de ejecutivo de ambición despiadada, Atwater había sido su correlato pionero en la asesoría política. No se trata tan sólo de que él moldeara la forma de las campañas electorales, sino de que la sociedad que se estaba creando daba un espacio y una oportunidad para que tipos como Atwater fueran posibles.
Para las elecciones presidenciales de 1988 los demócratas tenían que resarcirse de la aplastante derrota sufrida cuatro años antes. Además, para esas fechas, las políticas de Reagan ya habían mostrado su reverso tenebroso: activaron la economía –con una no declarada inyección de dinero público a la industria armamentística y tecnológica – , pero estaban provocando una brecha social cada vez mayor, con un ascenso de la pobreza y la criminalidad sin precedentes. Si a eso le sumamos que el escándalo del Irán Contra era tan enrevesado como sonrojante, los demócratas tenían amplias posibilidades de derrotar a sus adversarios. ¿Quién se postulaba como el favorito de las primarias demócratas? Gary Hart, un candidato que rehuía la tendencia clásica para convertirse en la respuesta amable a Reagan: más yuppie que ejecutivo agresivo. ¿Qué nos explica esto? Que los partidos progresistas, tal y como les ocurrió a los laboristas británicos, suelen depender demasiado de las coyunturas pasando a desnaturalizarse. ¿Cómo acabó la carrera de Hart? Arruinada tras una infidelidad con una joven modelo. Por cierto, la foto del escándalo resume una época: fin de semana de pasión en las Bahamas, la chica rubia sentada en el regazo del maduro candidato Hart, que vestía una juvenil sudadera con la inscripción «Monkey Business Crew», algo así como «el equipo de los tramposos», nombre del yate con el que fueron a las islas caribeñas.
¿Quién quedó en la carrera de las primarias demócratas? Un tal Joe Biden, ese señor que se va a convertir en presidente de los Estados Unidos en 2021. Biden, sin embargo, no llegó a concurrir a las elecciones al descubrirse que había plagiado un discurso de Neil Kinnock, el líder laborista británico. El problema no fue tanto que Biden copiara un párrafo prácticamente de forma literal, sino que ese párrafo hacía referencia a los antecedentes de clase trabajadora que le hacían ser el primero de su familia en llegar a la Universidad, algo que no era del todo cierto. También se puso en cuestión su expediente académico y su pasado como activista por los derechos civiles. Un escándalo, sin duda magnificado, que obligó al entonces candidato Biden a defenderse en lo personal más que centrarse en proponer su ideario. El ganador de las primarias demócratas fue Michael Dukakis, gobernador de Massachusetts.
Lo cierto es que fue el equipo de Dukakis, teóricamente al margen de su voluntad, quien filtró a la prensa la coincidencia con el discurso de Kinnock, sin especificar que Biden tenía relaciones fluidas con el laborista y que le citaba habitualmente como ejemplo en sus intervenciones, salvo aquella vez. Aunque Dukakis despidió al asesor que ideó la sucia estrategia, John Sasso, el fango ya se había hecho dueño de la política estadounidense: cuando tú mismo te encargas de extenderlo acabas también manchado. De hecho, el enfrentamiento de las presidenciales de 1988 entre Bush senior y el demócrata de Massachusetts es una de las campañas más sucias de la política estadounidense que se recuerdan, una elección que cambiaría las reglas de lo permitido para siempre.
Dukakis aventajaba ampliamente a Bush en las encuestas de ese verano, todo parecía inclinarse en contra de los republicanos esta vez. El programa del demócrata consistía en hacer valer sus éxitos sociales y económicos como Gobernador, es decir, en exponer públicamente un programa diferente al de su contrincante. Lee Atwater, que ya se encargaba de la campaña de Bush, puso toda su artillería de agitación inmoral para que no se hablara de política real, sino de supuestos escándalos y problemas retorcidos. Para empezar se filtró a la prensa que Dukakis había estado en tratamiento psiquiátrico tras morir su hermano atropellado por un coche que se dio a la fuga. Reagan, preguntado por la prensa, dijo: «No me voy a meter con un inválido», en unas declaraciones tan miserables como medidas.
El infierno para Dukakis sólo acababa de comenzar ya que a partir de ese momento apenas pudo entrar en campaña con su argumentario al tener que estar defendiéndose constantemente de los ataques de la campaña de Atwater, quien utilizaba los anuncios en TV no para hablar de las propuestas de Bush, sino para atacar al demócrata con falsedades o sencillamente con el escarnio. Otra de las características de Atwater es que dibujaba hábilmente a un candidato desde lo personal, no desde lo ideológico. Una antigua grabación salió a la luz, se trataba de Bush senior siendo rescatado del agua por la marina estadounidense tras ser derribado su avión por cazas japoneses en la Segunda Guerra Mundial. El suceso nos comunicaba que Bush había sido un héroe de guerra, lo cual podría indicarnos su valía como militar, algo que quizás le valió para trazar la Operación Cóndor, que dio apoyo a las dictaduras ultraderechistas en el cono sur latinoamericano durante su presidencia de la CIA a mediados de los setenta. ¿Respondió Dukakis con estas acusaciones? En absoluto. Su equipo de campaña le llevó a visitar una fábrica de tanques y le subió en uno delante de los periodistas. ¿Ocurrió algo excepcional? Tan sólo que Dukakis no era lo entendido en EEUU por un «action man», provocando la estampa de risas entre los periodistas que cubrían el acto. Atwater creo un vídeo con Dukakis subido al tanque en el que añadió sonidos de motor estropeado, su trayectoria antibelicista y una sentencia: «Este hombre quiere ser nuestro comandante en jefe, ¿América se puede permitir ese riesgo?».
Las encuestas empezaron a igualarse después de los ataques, sin embargo aún todo parecía en el aire. Hasta el debate presidencial sobre el que planeaba la sombra del último vídeo de Atwater. En él se veían una serie de presos entrando en una cárcel y saliendo por una puerta giratoria al instante, en referencia a la política penitenciaria de reinserción que Dukakis había llevado como Gobernador de Massachusetts. En otro se hacía referencia a que Bush apoyaba la pena de muerte mientras que Dukakis abogaba por los permisos penitenciarios. Willie Horton, un preso que cumplía condena en una de las cárceles del Estado del candidato demócrata, escapó en un permiso de fin de semana robando en un establecimiento y violando a una mujer.
En el debate electoral, los periodistas, como ratones al sonido de la flauta de Atwater, preguntaron a Dukakis si apoyaría la pena de muerte en el caso de que un delincuente asesinara y violara a su mujer, mientras que la realización enfocaba al candidato y a su esposa, visiblemente compungida, entre el público. El equipo de Dukakis había preparado con el candidato concienzudamente la respuesta, una que apelaba a la muerte de su hermano tras su atropello por un conductor que se dio a la fuga. Sin embargo, Dukakis, tras pensarse la respuesta, optó por no seguir las indicaciones de su equipo y sí sus principios, explicando con datos por qué la pena de muerte no era efectiva para la prevención del delito. Los demócratas volvieron a perder las elecciones, Bush ganó en 40 Estados, Dukakis tan sólo lo hizo en diez más el DC.
Lee Atwater fue premiado, tras la exitosa y mezquina campaña de 1989, que dio la vuelta a las encuestas y permitió a Bush lograr la victoria, con la presidencia del Partido Republicano. Falleció en 1991 víctima de un fulminante tumor cerebral. Meses antes de su muerte escribió un testamento público en la revista Life: «Mi enfermedad me ha ayudado a ver que lo que le hace falta a la sociedad estadounidense es lo mismo que me falta a mí: un poco de corazón y mucha hermandad […] En parte debido a nuestra exitosa manipulación de los temas de su campaña, George Bush ganó cómodamente […] Si bien no inventé la política negativa, soy uno de sus practicantes más fervientes […] En 1988, contra Dukakis, dije que ‘dejaría desnudo al pequeño bastardo’ y ‘convertiría a Willie Horton en su compañero para las elecciones’. Lamento ambas declaraciones: la primera por su crueldad diáfana, la segunda porque me hace parecer racista, algo que no soy».
Hoy casi nadie recuerda a Lee Atwater, pese a que su legado está más vivo que nunca entre nosotros.