La memoria es frágil. Apenas hace un año, los medios de comunicación occidentales amontonaban argumentos e historias sobre el declive de Estados Unidos, simbolizado por la caótica retirada estadounidense de Kabul organizada en agosto de 2021. En abril de este año, los mismos analistas se mostraban exultantes ante el hecho de que países hasta la fecha neutrales estuvieran haciendo cola para entrar en la otan, lo cual constituye uno de los efectos colaterales beneficiosos para Washington de la guerra librada en Ucrania. A medida que la inflación crece y aumentan los tipos de interés, podemos predecir, sin embargo, la vuelta de la hipótesis de las teorías del declive. Con todas y cada una de las crisis económicas (petrolífera en 1973, financiera en 2008), al igual que con todas y cada una de las derrotas militares, parciales o definitivas (Corea, 1951; Vietnam, 1974; Afganistán 2021), los profetas del ocaso estadounidense titilan de nuevo. Chomsky ha remitido el declive estadounidense a la pérdida de China tras la victoria del maoísmo en 19491. «El declive presenta la misma fascinación para los historiadores que el amor para los poetas líricos», ironizaba The New Yorker. «Sin embargo, la inminente catástrofe siempre está por llegar y nunca acaba de hacerlo, de modo que la primera tarea del nuevo libro sobre el declive es explicar por qué el previo estaba equivocado en su diagnóstico […] explicar por qué el pico anterior era un punto máximo y no realmente el punto mínimo que los anteriores partidarios del declive estaban contemplando»2.
Los teóricos del declive estadounidense han apuntado sobre todo a la «sobreextensión» del poder estadounidense –demasiadas bases militares, demasiados teatros de guerra, demasiados compromisos de tutela, demasiadas obligaciones como policía planetario – , que excede los recursos económicos del país. Esta línea de pensamiento se originó en 1943 en los prolegómenos de la apuesta estadounidense por el liderazgo mundial. «Sin el principio de control, que postula que la nación debe mantener sus objetivos y su poder en equilibrio, sus objetivos dentro del rango de sus medios y estos equivalentes a aquellos, resulta imposible pensar en absoluto los asuntos exteriores», sostenía Walter Lippmann3. El argumento de la «sobreextensión imperial» fue canonizado cuarenta años después por Paul Kennedy en The Rise of Great Powers (1987). Para seguir siendo «grandes», las grandes potencias tenían que equilibrar su riqueza y su infraestructura económica con su poder militar y sus compromisos estratégicos; fracasar en la correcta realización de esta tarea implicaba correr el riesgo de «sobreextensión». Otras luminarias se unieron al coro de los partidarios de la tesis del declive: Walter Russel Mead con Mortal Splendour (1987), David Calleo con Beyond American Hegemony (1987).
Para Samuel Huntington, en una reseña escéptica del libro de Kennedy, los problemas a los que se enfrentaba Estados Unidos durante la década de 1980 –declive económico relativo comparado con Japón, Alemania y los países recientemente industrializados del sudeste asiático, empeorado por un alto gasto militar– eran después de todo «similares a los de las potencias imperiales o hegemónicas anteriores» como Gran Bretaña, Francia o España4. Desde la izquierda, The Long Twentieth Century (1994), de Giovanni Arrighi, proponía una explicación político-económica de los ciclos hegemónicos capitalistas de acuerdo con la cual el declive se hacía manifiesto en cada una de las potencias hegemónicas sucesivas (Génova, la República Holandesa, Gran Bretaña, Estados Unidos), cuando la primacía material –comercial para las dos primeras; industrial para dos últimas– se convertía en una primacía financiera. Los holandeses dejaron de comerciar en el monopolio de las especias y se convirtieron en banqueros capaces de financiar la incipiente revolución industrial inglesa; un siglo más tarde, los británicos serían sobrepasados como principal potencia manufacturera y comenzaron a financiar las industrias estadounidenses. La caída del Muro de Berlín, acaecida dos años después de la aparición de The Rise of Great Powers de Kennedy, había mostrado lo real que podía ser el declive de una gran potencia, como lo había hecho idénticamente el estallido de la burbuja inmobiliaria japonesa en 1992, justo cuando Arrighi predecía en ese mismo momento el ascenso de la potencia hegemónica japonesa5.
La crisis financiera de 2008, naturalmente, dio un nuevo impulso al declinismo. En 2009, por ejemplo, Thomas Barnett postulaba que Estados Unidos parecía «militarmente sobreexpandido, financieramente sobrecargado e ideológicamente sobresaturado»6. The Post-American World (2008) de Fareed Zakaria, The New Asian Hemisphere (2009) de Kishore Mahbubani, Time to Start Thinking: America in the Age of Descent (2012) de Edward Luce y No One’s World (2012), de Charles Kupchan, se complementaron con estudios sobre el ascenso de China considerado algo tan inexorable como inevitable; este análisis fue retomado por Niall Ferguson en su obra Civilization: The West and the Rest (2011). En respuesta a este bombardeo, los adversarios de la tesis declinista han respondido con una viva andanada de fuego materializada en obras como Strategic Advantage (2008) de Bruce Berkowitz y The Myth of America’s Decline (2014) de Josef Joffe. Los dos antideclinistas más autorizados volvieron también a la carga: Joseph Nye con un pequeño volumen titulado Is the American Century Over? (2015) y Robert Kagan con The World America Made (2013)7. El trumpismo aportó nuevo combustible al motor del declive, al igual que la retirada de Estados Unidos de Afganistán, lo cual propició que The Economist dedicara una serie especial a «la cambiante posición geopolítica de Estados Unidos», que contó con las intervenciones de Henry Kissinger, Niall Ferguson, AnneMarie Slaughter y otros estudiosos y estudiosas8.
La posición declinista no se halla en absoluto determinada. Como ha señalado Victoria de Grazia, el declinismo casi siempre ofrece una alternativa: «Si no quieres el declive, debes hacer esto o dejar de hacer esto otro». Chomsky: dejemos de ser imperialistas; Huntington: dejemos de ser racionalistas-tecnicistas; Barber: empecemos a ser más democráticos con «d» pequeña; Kennedy: dejemos de gastar en armamento, renovemos nuestra infraestructura industrial, seamos más competitivo; Nye (en Bound to Lead): utilicemos nuestro soft power de forma más estratégica, junto con nuestro «hard power» militar y económico9. Y aunque la mayoría de estos trabajos son de origen estadounidense, las narrativas declinistas de los estudiosos extranjeros en ocasiones no logran ocultar su maligna satisfacción ante esta situación. Obligados por el inexorable declive del Reino Unido a enseñar en Estados Unidos, algunos historiadores británicos como Kennedy y Ferguson muestran una inconfundible satisfacción al detectar los síntomas de un destino similar para sus arrogantes primos. Una buena parte de la opinión pública europea –o al menos la de sus dos antiguas grandes potencias, Francia y Alemania– comparte este rencor a modo de consuelo por su desvanecido prestigio. El tema de la decadencia estadounidense nunca deja de ser popular en el Viejo Mundo.
Imperio sin precedentes
Para calibrar la caída de la potencia estadounidense, primero debemos determinar sus modalidades. Aquí nos encontramos con varias características novedosas. En primer lugar, mientras que los partidarios y los contrarios a la tesis del declive debaten sobre la «primacía», la «hegemonía» y el «alcance imperial», el lenguaje explícito que predomina en los pasillos del poder contrasta con la discreción hermética reinante en la esfera pública10. «La mayoría de los estadounidenses no reconocen –o no quieren reconocer– que Estados Unidos domina el mundo mediante su poder militar», escribió Chalmers Johnson. «A menudo ignoran el hecho de que las tropas de su gobierno se hallan dispersas por todo el mundo. No son conscientes de que la vasta red de bases militares estadounidenses presente en los cinco continentes, excepto en la Antártida, constituye en realidad una nueva forma de imperio»11. Esta es la primera novedad de la potencia mundial estadounidense: se trata de un imperio que se niega a reconocerse como tal ante su propia ciudadanía. Antes, cuando un Estado mantenía fuerzas militares en otros países, se decía que los «ocupaba». Sin embargo, Estados Unidos afirma que los «defiende», una frase eufemística que recuerda a los «protectorados» europeos del siglo XIX. En cambio, los Estados sometidos de hoy se conocen como «aliados»12.
Las razones habitualmente dadas para esta autodenegación del estatus imperial es que el poder estadounidense desplegado a escala mundial no depende de un dominio territorial directo. Por el contrario, despliega una estructura piramidal, una jerarquía de sujeción voluntaria y de soberanía minorada situadas por debajo de su propia posición máxima de poder. El primer rango se halla constituido por la «Commonwealth blanca» de Gran Bretaña, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, los «cinco ojos», como son conocidos los cinco firmantes del Acuerdo Multilateral ukusa, quienes no solo comparten una cultura, un lenguaje y determinadas normas económicas comunes, sino que también disfrutan de un privilegiado intercambio de información entre sus servicios de inteligencia. Una reciente reedición de este círculo interno es el aukus, el pacto firmado entre Estados Unidos, Gran Bretaña y Australia concebido para dominar los estrechos de Malaca, cuyo control ofrece de facto una posición de absoluto poder sobre el comercio chino13. Sucesivos estratos se hallan formados por los mayores Estados de Europa continental, los principales miembros de la otan y, en orden descendente, las naciones industrializadas del Pacífico –Japón, Corea del Sur, Tailandia, Malasia, Indonesia– que truecan su soberanía en el ámbito de la política exterior por diversos grados de autonomía doméstica. Más allá de estos, radica el tercer círculo, los Estados de frontera, que deben ser domesticados, sancionados, neutralizados o castigados de otro modo y cuya soberanía se halla sujeta a una u otra forma de confiscación arbitraria y repentina: Venezuela, Irán, Libia, Panamá (uno de los pecados de la Rusia posterior a 1991 es que se ha negado tercamente a seguir las reglas correspondientes a un país situado en este tercer círculo). Esta estructura concéntrica hace superflua la conquista territorial al modo de la practicada por los imperios europeos durante el siglo XIX.
Otra novedad es que Estados Unidos no es, como sus predecesores, un «imperio del Libro», sino un imperio polígamo de la imagen y el sonido. Los sujetos coloniales europeos eran adoctrinados por la Biblia y, si eran lo suficientemente afortunados, adiestrados en la escuela. Los indios tuvieron que anglosajonizarse, mientras que los súbditos españoles aprendieron español y los de Francia fueron forzados a aprender francés y así en una ocasión oí a una clase de niños y niñas senegaleses recitando Nos ancêtres, les Gaulois. Los súbditos eran, pues, forzados a escoger: o bien renunciaban a la inclusión en el Imperio o bien abandonaban su propio modo de vida. En otras palabras, la cultura era exclusiva, monógama: era necesario divorciarse antes de casarse de nuevo. El acuerdo estadounidense es absolutamente diferente. En un país de inmigrantes, los ciudadanos de Estados Unidos pueden situar su patriotismo estadounidense por encima de su herencia irlandesa, italiana o polaca. Estados Unidos ha traspuesto este mecanismo interno a sus relaciones con el resto del mundo. «En tanto que Estados Unidos es la unión económica y política multinacional más exitosa y antigua del mundo –escribió Thomas Barnett– constituimos el código fuente de la globalización moderna»14.
La diferencia es análoga a la existente entre la escuela, Internet, el cine, la música o la televisión. Los niños y niñas son obligados a asistir a la escuela, hacer los deberes de casa, aprobar exámenes: el aprendizaje acontece acompañado de la diligencia. De la televisión –una tecnología de poder reciente– tu aprendes sin estudiar. El eslogan de este paradigma no es «Estados Unidos domina el mundo», sino «el mundo se convierte en Estados Unidos»15. Las identidades se solapan: en el McDonald de la Meca, situado no lejos de la Kaaba, clientes y peregrinos pueden pedir un Big Mac o un McFalafel, reeditando las tradiciones locales en el molde estadounidense; uno puede simultáneamente «americanizarse» y ser un devoto musulmán. El poder simbólico estadounidense se ofrece a sí mismo como una afinidad suplementaria que no borra, sino que, por el contrario, se sobrepone a las identidades locales. En este sentido, podemos ser estadounidenses sin saberlo; todos y cada uno de los niños y niñas italianos de mi generación, sin saber inglés, fueron moldeados por el Pato Donald y Mickey Mouse. Fueron estos mismos niños quienes participaron en las mayores manifestaciones antiestadounidenses de la década de 1960, compartiendo idénticas sensibilidades que los estudiantes estadounidenses, quienes protestaban contra la guerra de Vietnam, lo cual constituía, si podemos decirlo así, una forma estadounidense de antiamericanismo. Para gozar de la efectividad de la que goza, la hegemonía estadounidense no se traduce necesariamente en legitimidad política; no es necesariamente, en sentido estricto, una fuente de «soft power».
Ámbitos telemáticos
Aunque estas perdurables características de larga data del modo de dominación estadounidense persisten, se han expandido en nuevas dimensiones durante los pasados treinta años de modos que los debates sobre el declinismo no siempre reconocen. Así pues, por ejemplo, tras el crac financiero de 2008, Paul Kennedy resumía la influyente concepción de Nye del papel desempeñado por Estados Unidos en el mundo indicando, en términos que podrían haber sido utilizados en la década de 1950, que reposaba, «a modo de un robusto taburete de tres patas», en el poder militar, el poder económico y el soft power, que a su vez se retroalimentaban recíprocamente entre sí16. Sin embargo, cada uno de ellos se ha transformado durante las últimas décadas por el dominio estadounidense de una cuarta pata, desarrollada bajo su égida militar-económico-intelectual: las tecnologías de la información y la comunicación. El propio Nye comprendió esto. «El conocimiento, más que nunca antes, es poder», escribió a mediados de la década de 1990 en un texto coescrito con el general William Owens, antiguo vicejefe de Estado mayor de las fuerzas armadas estadounidenses. «El país que se halle mejor situado para dirigir la revolución de la información, será más poderoso que cualquier otro. En el futuro previsible, ese país es Estados Unidos». Mientras que el poderío militar y económico estadounidense era evidente, su ventaja comparativa más sutil en la actualidad radica en su capacidad de recopilar y procesar información, actuar en virtud de la misma y proceder a su diseminación, lo cual constituye una ventaja que crecerá casi con toda seguridad durante la siguiente década. Esta ventaja deriva de las inversiones efectuadas durante Guerra Fría, gracias a las cuales Estados Unidos domina las tecnologías de la comunicación y procesamiento de información –vigilancia espacial, radiodifusión directa, ordenadores de alta velocidad– al tiempo que disfruta de la capacidad sin par de integrar sistemas de información complejos17.
Ciertamente, el armamento militar estadounidense está envejecido: los portaviones tipo Nimitz fueron lanzados hace cuarenta y siete años, mientras que los B‑52 («la fortaleza voladora») han estado en funcionamiento durante las últimas siete décadas. De la actual flota de veinte portaviones estadounidenses, tan solo once cuentan con armamento nuclear. Pero aunque, contrariamente a lo creído habitualmente, el gasto militar representa una cuota a la baja del pib estadounidense –en la actualidad asciende al 3,4 por 100 de este frente al 9,3 y al 6,8 por 100 registrados respectivamente en 1962 y 1982 – , en un solo año, sin embargo, Estados Unidos gasta en torno a 778 millardos de dólares en sus fuerzas armadas, lo cual excede a la suma de lo gastado por los nueve países que más invierten en este concepto18. Más allá del mero tamaño de su arsenal y de su red global de más setecientas cincuenta bases militares19, estos activos son fortalecidos vitalmente por el régimen planetario de vigilancia, espionaje e inteligencia instalado por Estados Unidos, que carece de precedentes en la historia mundial. Mediante su dominio de los cielos es la primera potencia imperial en dominar la tercera dimensión, reinando así no solo sobre los ejes x e y, sino también sobre el z20. Recordemos que en 2000, cuando estalló la burbuja punto.com, fue la cia quien intervino mediante su fondo de venture capital para rescatar a determinadas empresas seleccionadas e inyectar capital fresco en otras21.
El enmarañamiento de los gigantes tecnológicos estadounidenses y el Estado norteamericano es tan denso que resulta prácticamente imposible desacoplarlos. En la ciberguerra, Google, Facebook y Microsoft funcionan como contratistas privados presentes en el campo de batalla.
Las participaciones más importantes en la Internet física –las infraestructuras operativas informáticas de una escala verdaderamente industrial y el millón largo de kilómetros de fibra óptica que recorren el planeta– son propiedad de empresas estadounidenses, que mantienen relaciones estrechas con Washington, Wall Street y las agencias militares y de inteligencia estadounidenses. Aproximadamente el 95 por 100 del tráfico en línea fluye por cables submarinos, haciéndolo una pequeña parte a través de satélites; el nodo que conecta América del Sur se halla localizado en Miami22. La mayor compañía de cableado submarino del mundo sigue siendo at&t y aunque las empresas chinas están expandiendo rápidamente su cuota, Google y Facebook compiten fieramente con ellas en el Pacífico occidental y en los archipiélagos de Asia sudoriental, así como en África y Oriente Próximo. Más de la cuarta parte de los cables submarinos pertenecen en la actualidad a uno u otro de estos gigantes del big data23. El control de los cables significa el control de lo que fluye por ellos, lo cual explica en parte las protestas de Trump contra Huaewi y la aquiescencia de Canadá a proceder a la detención de su directora ejecutiva Meng Wanzhou en 2018, así como la conformidad de la Unión Europea, obtenida bajo presión estadounidense, de proscribir la presencia de la compañía china en el programa de desarrollo del 5G.
Si un Estado rival como China puede competir en una o dos áreas, ninguno de ellos puede responder simultáneamente de la forma en que puede hacerlo Estados Unidos, que sincroniza dominio del ciberespacio con el dominio de los mares, la vigilancia, el espionaje internacional y el control sobre los flujos de capitales: se trata de la nueva «infraestructura del imperio», que trae consigo un nuevo modelo de dominación24.
En el frente económico, se pone en evidencia con frecuencia que la cuota estadounidense del pib mundial ha caído, pasando del 50 al 20 por 100 entre 1945 y 1960 para oscilar después entre el 20 y el 25 por 100. Pero en 1945 la guerra había dejado al resto de potencias industriales prácticamente privadas de recursos. Más sorprendentemente, Estados Unidos ha mantenido su cuota en el primer lugar a una tasa constante durante los pasados sesenta años, incluso cuando el pib global se ha multiplicado por ocho en dólares constantes, y así las ultimas cifras del Banco Mundial muestran que Estados Unidos detenta el 25 por 100 del mismo, la Unión Europea el 19 por 100, China el 17 por 100, mientras Japón ha caído del 15 al 5 por 100 entre 1994 y el momento actual. Es innecesario decir que el crecimiento de los otros dos gigantes económicos (la Unión Europea y China) fue estimulado y sostenido por Estados Unidos: durante la Guerra Fría en lo que atañe a Europa y Japón y tras ella en lo referido a China. A lo largo de este proceso, buena parte de la economía estadounidense ha sido externalizada sin que ello haya significado la pérdida de control sobre los respectivos sectores. El hecho de que las cuentas de Amazon Europa o de Google América Latina eluda al Departamento del Tesoro estadounidense no las hace en ningún caso menos estadounidenses25.
Una redefinición del poder económico en la era de la globalización telemática es necesaria. La capacidad económica de un Estado imperial no se mide únicamente por la escala de la producción, las exportaciones o la inversión, sino igualmente, una vez más, por el control de estos flujos. Esta es otra gran invención del nuevo modo de dominación. Resulta más barato y eficiente controlar los mercados de capitales que la totalidad del capital. Como sucede con las grandes corporaciones, no es necesario poseer todas las participaciones, sino meramente contar con una cuota de control privilegiada, que puede ser realmente pequeña, si el resto de accionistas detentan una propiedad muy fragmentada. Lo que controla Estados Unidos mediante el sistema del dólar y, no de modo inconexo, la escala de sus mercados financieros son los mecanismos que regulan, avanzan, obstruyen y en algunos casos (bloqueando el acceso a swift) incluso paralizan el flujo de capitales. Esta posición de mando podría resultar enormemente difícil de desmantelar.
Otro nuevo instrumento, en gran medida ausente del elenco de las anteriores potencias hegemónicas evocado por Giovanni Arrighi, es el control de los procedimientos. Durante el periodo de posguerra, Estados Unidos se halló en condiciones de imponer las reglas del juego; un contrato internacional firmado en cualquier parte del mundo debe obedecer las estipulaciones contempladas en la legislación civil estadounidense. Ello hace pensar en la función del derecho en el Imperio romano, que imponía no solo la propia justicia, sino su modo de administración. En el mundo que se ha constituido durante los últimos treinta años, la importancia de las reglas y de los procedimientos legales ha crecido desmesuradamente; en una sociedad neoliberal, como Foucault ya había observado, los tribunales se convierten en el principal aparato del Estado:
Cuanto más se multiplican las empresas, más se multiplican los centros de formación de algo como una empresa, más se fuerza la acción gubernamental para que deje jugar a estas, más se multiplican las superficies de fricción entre cada una de ellas, más se multiplican las ocasiones de contenciosos, más se multiplica la necesidad de un arbitraje jurídico. Sociedad de empresa y sociedad judicial, sociedad indexada a la empresa y sociedad enmarcada por una multiplicidad de instituciones judiciales, son las dos caras de un mismo fenómeno26.
Menos funcionarios públicos, mas personal judicial, más firmas de auditoría y más prácticas legales. Las cuatro grandes empresas de auditoría, todas ellas angloestadounidenses, totalizan unos ingresos conjuntos de 157 millardos de dólares y cuentan con un millón de empleados. En 2020 Deloitte empleaba a trecientas cincuenta mil personas; Ernst&Young, trescientas quince mil; Priecewaterhouse&Coopers, doscientas noventa mil y kpmg, doscientas veinte siete mil, mientras que General Motors emplea ciento cincuenta y cinco mil y Apple ciento cuarenta y siete mil. Las mayores consultoras jurídicas dan trabajo a decenas de miles de abogados; las diez mayores (nueve en Nueva York, una en Londres) tienen unos ingresos anuales de al menos dos millardos cada una27. La expansión planetaria del derecho estadounidense sirve como instrumentum regni para el nuevo modo de dominación.
La formación de la clase obrera estadounidense
La cuestión del soft power –«la capacidad de atraer y persuadir», «la ventaja táctica derivada del atractivo de la cultura, los valores y los ideales políticos de un país»– es más difícil de medir28. Para algunos declinistas, el soft power estadounidense –su capital simbólico acumulado– ha menguado indudablemente. «Discutiría alguien la afirmación de que la capacidad estadounidense de influir sobre otros Estados como, por ejemplo, Brasil, Rusia, China o India, ha disminuido durante las últimas dos décadas?», se preguntaba Kennedy en 201029. La disección efectuada por Nye del soft power de Estados Unidos ha puesto de relieve la popularidad de su cultura de masas (Hollywood, los pantalones vaqueros) y la difusión de la democracia como signos de la influencia estadounidense. Sin embargo, sostenía Kennedy, era muy posible que la implantación de sistemas de votación totalmente libres en, digamos, Egipto, Arabia Saudí o China producirían mayorías parlamentarias muy críticas con Washington30.
A modo de condensación, podríamos abordar el soft power estadounidense encapsulado en la idea del «sueño americano»31. De modo crucial, Estados Unidos es el lugar donde el sueño de altos niveles de vida y de plenitud personal pueden hacerse realidad. Esta creencia es la que ha atraído a millones de inmigrantes hacia Estados Unidos sin contar los millones añadidos que son «empujados» por las condiciones insoportables vigentes en sus países de origen. El dominio estadounidense sobre el ámbito del imaginario sigue siendo robusto, pero ello no significa necesariamente la adherencia a sus valores. Fernand Braudel observó que, al abrazar la sociedad industrial exportada por Occidente, «el mundo no acepta necesariamente la totalidad de la civilización occidental, todo lo contrario»32. El hecho de que una gran parte del mundo haya adoptado el modo de vida estadounidense –automóviles, electrodomésticos, supermercados, televisión, Facebook, Netflix– no significa necesariamente que acepte el diktat de Washington. Sin embargo, aunque Estados Unidos perdiera su supremacía global, su marca permanecería en la cultura del planeta; seguiríamos siendo estadounidenses sin Estados Unidos33. Esta rotunda victoria en el ámbito del imaginario tiene consecuencias reales, si es cierto que una de las aspiraciones más elevadas de los cuadros dirigentes del Partido Comunista Chino es enviar a sus hijos e hijas a las universidades estadounidenses.
El meteórico ascenso de Estados Unidos –en apenas ochenta años tras la conclusión de la Guerra Civil (1865) pasó a «liderar el mundo libre» (1945) y en poco más de la mitad de ese lapso de tiempo se convirtió en la única superpotencia absoluta en la historia– se atribuye convencionalmente a la convergencia espontánea de circunstancias extraordinariamente favorables: abundancia de recursos naturales, aislamiento geográfico de los grandes teatros de guerra, ideologías expansionistas características de un colonialismo de colonos de libertad y oportunidad34. La velocidad del ascenso estadounidense resulta incluso más asombrosa, si consideramos los recursos humanos que su clase dirigente tenía a su disposición. Las olas de inmigrantes registradas desde la década de 1870 hasta la de 1920 se hallaban constituidas en gran medida por los condenados de la tierra. El propio Wilson se quejaría sobre la llegada de «multitudes de hombres de la clase más baja procedentes del sur de Italia y gentes de la más baja condición provenientes de Hungría y Polonia, hombres salidos de las filas en las que no existe ni la habilidad, ni la energía ni iniciativa alguna propia de una inteligencia rápida». En 1891, la población judía de Chicago protestó ante la llegada de correligionarios procedentes de Rusia, que huían de los pogromos acaecidos tras la muerte del zar Alejandro II. «Pocos son autosuficientes –se lamentaba un periódico local– y como regla general son pobres, muchos llegan enfermos y una gran cantidad de ellos son delincuentes»35.
Estos fueron los trabajadores y trabajadoras encargados de construir el imperio estadounidense. De hecho, las estadísticas nos dicen que Estados Unidos durante el siglo XIX se contaba ya entre los países más alfabetizados del planeta. A principios del siglo XX, el país publicaba más de la mitad de los periódicos del mundo, dos copias por habitante; por el contrario, Francia imprimía una por cada cuatro36. Estados Unidos era el país más refinado y ello no se debía únicamente a sus lecturas: a inicios de la década de 1900, los viajeros europeos informaban que los trabajadores estadounidenses vivían mejor que sus contrapartes del Viejo Mundo: sus casas eran más hermosas y su alimentación mejor por no mencionar la «elegancia» de las mujeres trabajadoras37. En la década de 1950, con un único miembro trabajador, una familia de Flint, Michigan, podía comprarse una casa familiar y un coche, ir de vacaciones, enviar a sus hijos e hijas a la universidad, permitirse asistencia sanitaria y esperar la percepción de una pensión llegada la edad de jubilación. Esto es lo que hizo el «sueño americano» plausible. Contemplado desde otro ángulo, podemos reformular esta prosperidad del siguiente modo: los trabajadores estadounidenses –o la «clase media» que es como se les denomina en Estados Unidos– tenían un interés en el imperio estadounidense.
Aquí llegamos al corazón del problema. El nuevo modo de dominación estadounidense –no conquistar territorio o absorber capital, sino controlar las redes y los procedimientos que gobiernan esos territorios y esos capitales bajo las normas del consenso de Washington– ha sido articulado desde la década de 1970 mediante la «globalización», concebida como un nuevo conjunto de relaciones de poder. La transformación se hizo perceptible con el abandono de los acuerdos de Bretton Woods, el desencadenamiento de una agresiva política de deuda, la denominada «financiarización» de la economía, la imposición de programas de ajuste estructural seguidos de acuerdos comerciales internacionales bajo la égida de la omc, la deslocalización de la industria y la abolición, como era de esperar tras los problemas causados por los jóvenes conscriptos enviados a Vietnam, del servicio militar obligatorio con su llamamiento al patriotismo.
Pero la globalización ha tenido consecuencias imprevisibles. Por un lado, la apuesta de la clase trabajadora estadounidense por el imperio estadounidense ya no es lo que era. Pensemos en Flint hace sesenta años, con sus impresionantes plantas industriales. La producción se ha transferido al Sur, caracterizado por su legislación antisindical, como demuestran tanto la obra maestra jurídica que es la normativa que regula el «despido libre», el cual permite a los empleadores despedir sin previo aviso o justificación alguna, como las maquiladoras mexicanas, todo ello a fin de no pagar salarios decentes en Flint. Visitar esta ciudad en la actualidad es contemplar los efectos de la reducción de los salarios y la desaparición de los beneficios, mientras los ingresos han caído un tercio en términos reales y el coste de la educación y de la sanidad se ha disparado. La vida se ha reducido a la pobreza precaria e intermitente. Por expresarlo con una metáfora bélica, la ofensiva globalizadora ha debilitado la retaguardia del imperio. Al mismo tiempo, Estados Unidos se ha confrontado con las inesperadas consecuencias del crecimiento chino, que había estimulado y animado durante años, el cual ha propiciado, sin embargo, una expansión que ahora va más allá de los límites deseados por Washington. La rpch, concebida como un engranaje de la maquina productiva global, inserto en la geometría del orden mundial establecido, se ha revelado como un competidor más fiero y asertivo de lo anticipado.
La combinación de estas dos percepciones –declive de la clase trabajadora estadounidense, surgimiento de China– sustentó las políticas de la presidencia de Trump. También a este respecto el cambio real fue infravalorado, ya que la vulgaridad y la demagogia de Trump oscureció la estrategia subyacente que contaba con años de investigación y desarrollo tras ella. El gobierno de Trump contaba con la presencia de la elite empresarial estadounidense: el director ejecutivo de Exxon (Rex Tillerson), una panoplia de antiguos ejecutivos de Goldman Sachs (Steve Mnuchin, Gary Cohn, Anthony Scaramucci), la multimillonaria Betsy DeVos (perteneciente a la dinastía epónima de Michigan), Wilbur Ross (un banquero que también había trabajado para el gobierno de Clinton), Mike Pompeo (socio de las Koch Industries) y, finalmente, los militares (Jim Mattis, Christopher Miller, John Kelly, Joseph Maguire, Michael Flynn, H. R. McMaster). Cuando se satiriza a Trump, se olvida con frecuencia que la adhesión de los capitalistas estadounidenses (incluido Silicon Valley) a su presidencia fue de absoluta fidelidad –tal vez con la excepción solitaria de Jeff Bezos por razones específicas– y ello no únicamente por los regalos continuos que recibían en forma de condonaciones y ventajas fiscales.
La seriedad de la operación quedó demostrada cuando los elementos discursivos fundamentales de Trump fueron objeto de apropiación por sus rivales del Partido Demócrata. El nuevo consenso construido a pesar de sus costes económicos –atraer de nuevo los procesos productivos externalizados, autosuficiencia, postura enérgica ante China (y Rusia)– sugiere en parte la puesta en tela de juicio de un globalismo excesivo, como si la globalización hubiera ido demasiado lejos y se hubiera vuelto incompatible con la conservación eficiente del imperio. La dificultad radica en el hecho de que se desea «gobernar» la globalización sin regularla, sin dañar su arquitectura neoliberal.
Declive y continuidad
Los problemas de imagen que aquejan a Estados Unidos pueden en realidad exagerarse. Hace veinticinco años, Nye y Owens se lamentaban de «la creciente percepción internacional de Estados Unidos como una sociedad desgarrada por el crimen, la violencia, el consumo de drogas, la tensión racial, las rupturas familiares, la irresponsabilidad fiscal, el bloqueo político y la virulencia creciente del discurso político que copa los grandes titulares de los periódicos»38. Quienes se sintieron horrorizados por Trump habían olvidado cómo había sido despreciado Reagan en 1980 como un actor hollywoodiense de tercera categoría, famoso por su superstición, ignorancia, confianza en los astrólogos y creencia en un inminente Armagedón, cuya carrera política se había cimentado en sus talentos como rompehuelgas e informante del fbi. Treinta años más tarde, Obama hablaría de él como un gran hombre de Estado. La represión policial de los manifestantes de Black Lives Matter en 2020 es un síntoma de continuidad, no de declive; recordemos la gran estación de revueltas iniciada con los levantamientos de East St Louis en 1917, que dejaron entre treinta y nueve y ciento cincuenta muertos en la comunidad afroamericana de la ciudad, continuados con el Red Summer de Chicago de 1919 (38 muertos) y que concluyó con la matanza de Tulsa en 1921 (treinta y nueve muertos); así como las rebeliones urbanas del largo verano caliente de 1967, que registró ciento cincuenta y nueve revueltas y numerosas muertes, principalmente en Newark (veintinueve muertos).
La covid-19 trajo más de una sorpresa. Estados Unidos era reconocido simultáneamente por su eficiencia, su pragmatismo y su capacidad de resolución de problemas. Una fuente de su soft power en el exterior había sido su cuidadosamente cultivada reputación de generosidad anticipadora, que se remitía al Plan Marshall. La reacción a la pandemia volatilizó esa imagen. Estados Unidos se mostró como ineficiente y tacaño, registrando el número más alto de muertes por millón de habitantes entre las naciones industrializadas. Se ha aferrado a las patentes y la producción de sus vacunas, lo cual ha dejado inerme al Tercer Mundo. A este respecto al menos, China se ha mostrado mucho más perspicaz, distribuyendo sus vacunas al resto de Asia (Tailandia, Indonesia), América Latina (Brasil, Chile, Uruguay, México, República Dominicana), Europa (Turquía, Ucrania, Albania) y África (Egipto, Argelia, Sudáfrica), en algunos casos abriendo incluso instalaciones locales de producción.
Hasta muy recientemente, el modelo económico-político de Estados Unidos era compartido por la mayoría de las elites mundiales como el mejor camino para garantizar la obtención de beneficios y el desarrollo económico. La democracia representativa occidental fue, por un tiempo, la mayor historia de éxito económico del mundo. China propone ahora, de acuerdo con algunas fuentes, un modelo diferente de eficiencia del capital, liberada de la carga de la representación política, que permite un proceso de toma de decisiones más rápido e inversiones a más largo plazo, algo que el capitalismo del accionista impide. Incluso los observadores mas escépticos se han visto obligados a reconocer «la larga serie de desafíos de las leyes de la gravedad económica cumplidos por Pekín durante las últimas cuatro décadas»39. Los empresarios occidentales han vuelto de sus visitas de China asombrados tanto por la velocidad con la cual se han llevado a cabo los proyectos públicos de construcción de infraestructuras, como por la eficacia de las compañías privadas a la hora de cumplir con sus objetivos. En Occidente, entre las décadas de 1930 y 1960 el sector privado delegó la construcción de los proyectos infraestructurales al Estado en vez de efectuar grandes inversiones, cuyos periodos de maduración podían posponer durante décadas la obtención de beneficios. Desde la revolución neoliberal, los Estados han sido sometidos a la frugalidad y desprovistos no solo de recursos financieros, sino también de la legitimidad de actuar como agentes económicos constructivos y no solo como meras autoridades monetarias. El resultado ha sido que este tipo de planificación y realización de infraestructuras prácticamente se ha detenido en Europa y Estados Unidos, mientras China ha demostrado la gran rapidez con la que puede construirse, por ejemplo, un sistema continental de ferrocarril de alta velocidad de 34.000 kilómetros de longitud.
Consecuentemente, el modelo político estadounidense ha sido sometido a un detallado escrutinio. Los estadounidenses se han mostrado siempre extraordinariamente reluctantes a modificar de modo drástico su Constitución. «Cuando el sistema estadounidense falla», escribió el economista del MIT Lester Thurow,
los estadounidenses no buscan los fallos del sistema. Buscan los demonios humanos que han dañado un sistema perfecto […]. Los Padres Fundadores (Thomas Jefferson, George Washington, Benjamin Franklin) eran dioses o, si no dioses, al menos individuos más perfectos que cualquier ser humano ahora vivo. Diseñaron un sistema único, que podía durar para siempre sin introducir en él mejora alguna40.
Como resultado de ello, el sistema político estadounidense es anacrónico. No se trata de una cuestión de credenciales democráticas imperfectas –el Colegio Electoral, por ejemplo, que regularmente amenaza con quebrar la voluntad popular en su elección del presidente – , ya que los Padre Fundadores nunca pretendieron establecer una democracia, haciendo todo lo que estaba en su poder para asegurar que la república no se convirtiera en una (y lo consiguieron). Se trata, por el contrario, de la absurdidad de un mandato parlamentario bianual (en la Cámara de Representantes), en la que un representante apenas ha sido elegido cuando precisa de nuevo comenzar a recaudar fondos para la siguiente campaña electoral; de las elecciones primarias presidenciales, introducidas a finales del siglo xix (las primeras se celebraron en Florida en 1902), que todavía duran seis meses, que es el lapso de tiempo que requería viajar en ferrocarril a través del continente norteamericano cuando estas se instituyeron; del monstruoso coste de la contienda electoral, que excedió los 14 millardos de dólares en 2020, lo cual materializa la idea neoliberal de la política en virtud de la cual el candidato-empresa compite con otros candidatos-empresa para obtener dinero que se invierte en la consecución de votos. Los representantes electos (presidentes, gobernadores, senadores) se convierten en subalternos de los intereses económicos que los financian, lo cual reduce la política a una negociación interminable entre grupos de presión enfrentados, mientras un Congreso profundamente dividido se halla regularmente bloqueado. Los analistas estadounidenses han deplorado la situación:
La lista de problemas que deben ser objeto de reforma interna es repetidamente señalada con incansable regularidad por un analista tras otro: la desigualdad se halla desbocada, el sistema escolar es un fracaso, los gastos de salud son demasiado elevados, la infraestructura está anticuada, el despilfarro de energía es manifiesto, la inversión en I+D es insuficiente, la fuerza de trabajo se halla descualificada, las finanzas están infrarreguladas, los derechos están desbocados, el presupuesto es deficitario, el sistema político está exageradamente polarizado41.
La desazón es perceptible incluso entre la clase dominante estadounidense. Sin duda se trata de un aspecto no trascendental, pero recientemente ha cundido la moda entre los magnates estadounidenses de adquirir vastas propiedades en Nueva Zelanda, país del que se dice que es el destino más seguro del mundo en caso de catástrofe global. Entre quienes han buscado refugio allí se cuentan el fundador de Google Larry Page, el fundador y propietario de Pay-Pal Peter Thiel, el director hollywoodiense James Cameron, el gurú de los fondos de inversión Julian Robertson, así como los titanes de Silicon Valley Matthew y Brian Monahan42. Sin embargo, es posible percibir que de algún modo la confianza de la clase empresarial estadounidense se tambalea y no menos en lo que respecta a su percepción de quienes se hallan encargados de dirigir el barco del Estado, del cual dependen sus propias fortunas, a los que consideran inseguros en el timón de este.
Como conclusión provisional podríamos decir lo siguiente: desde la perspectiva de las relaciones de poder, las afirmaciones del declive estadounidense son fácilmente refutables. El problema real de Estados Unidos se halla en el propio país, esto es, en el abismo creado entre el pueblo y la clase capitalista, la cual ahora se siente tan solo marginalmente comprometida con el proyecto nacional estadounidense; en las disfunciones del sistema representativo, que en la actualidad representa en gran medida los intereses de los grupos de presión; en la incapacidad del Estado a la hora de comprometerse en la realización de inversiones a largo plazo distintas de las orientadas militarmente; y en el cada vez menor compromiso de la gente corriente en el proyecto imperial.
Entre las innumerables novedades del imperio estadounidense –el no reconocimiento de sí mismo como tal, la elusión de la conquista territorial, la opción por la multinacionalidad– destaca una que se antoja menos impresionante: el hecho de que sea el primer y único imperio de la historia en el que los ciudadanos imperiales viven peor que los ciudadanos súbditos de muchos países «aliados». Nunca antes las empresas de las naciones súbditas abrieron fábricas en el corazón del imperio para emplear una fuerza de trabajo más barata y dócil que la existente en sus propios países, como han hecho Mercedes, Mazda y Honda en Alabama, bmw y Michelín en Carolina del Sur, Nissan en Tennessee y Misisipi, y Toyota en diez estados de la Unión. El dato estadístico más significativo, sin embargo, es el de la esperanza de vida. En este índice, Estados Unidos ocupa el puesto cuadragésimo sexto del ranking, registrando una esperanza de vida de 79,1 años, que queda por detrás de la registrada en la totalidad de países del mundo industrializado43. Atrás quedan los días de Sombart en los que la calidad de vida del trabajador estadounidense parecía inalcanzable a los ojos de los europeos.
Marco D’Eramo
New Left Review 132, julio-agosto de 2022
Fuente: https://www.micromega.net/declino-americano-marco-d-eramo/
Recogido de la traducción al español de New Left Review, https://newleftreview.es/issues/135/articles/american-decline-translation.pdf
- Noam Chomsky: «American Decline: Causes and Consequences», al-Akhbar, 24 de agosto de 2011.
- Adam Gopnik: «Decline, Fall, Rinse, Repeat: Is America going down?», The New Yorker, 5 de septiembre de 2011.
- Walter Lippmann: Us Foreign Policy: Shield of the Republic, Nueva York, 1943, p. 7.
- Samuel Huntington: «The us: Decline or Renewal?», Foreign Affairs, vol. 76, núm. 2, invierno de 1988.
- En su último libro, Arrighi tradujo los argumentos que había avanzado respecto a Japón para interpretar el ascenso de China, Giovanni Arrighi: Adam Smith in Beijing, Londres y Nueva York 2008; ed. cast.: Adam Smith en Pekín, Madrid, 2007.
- Thomas Barnett: Great Powers: America and the World after Bush, Nueva York, 2009, p. 230.
- Kagan ha resumido sus tesis en diversos artículos publicados en The New Republic y en la Brookings Foundation (donde es Senior Fellow), como, por ejemplo, «Not Fade Away: Against the Myth of American Decline», Brookings, 17 de enero de 2012. Nye había introducido el concepto de soft power en el campo de la ciencia política con su libro Bound to Lead: The Changing Nature of American Power, Nueva York, 1991.
- «By Invitation: The Future of American Power», The Economist, 25 de agosto de 2021.
- Comunicación personal con el autor.
- Un estratega europeo «adoptado» como Brzezinski podía hablar más contundentemente que la mayoría de sus colegas sobre Estados Unidos refiriéndose a su «elite hegemónica» de «burócratas imperiales» y hablando de una Europa de «protectorados» y «vasallos» dependientes de la potencia estadounidense, véase Perry Anderson: «Consilium», nlr 83, septiembre-octubre de 2013, p. 149.
- Chalmers Johnson: The Sorrows of Empire: Militarism, Secrecy and the End of the Republic, Nueva York, 2004, p. 1.
- Este expediente lingüístico ya fue utilizado en el Imperio romano: en la batalla, los flancos de la fuerza de combate estaban formados por los foederati, esto es, por la caballería procedente de las tribus fronterizas tributarias vinculadas a Roma mediante una «alianza» o feodus, término del que derivó posteriormente «feudal», que remite a una relación de vasallaje.
- El estatus de Israel es anómalo en esta geografía política, dado que desde determinado punto de vista, podría ser considerado como el 51º estado de la Unión.
- Th. Barnett: Great Powers: America and the World after Bush, cit., p. 2.
- P. Anderson: «Consilium», cit., p. 160.
- Paul Kennedy: «Back to Normalcy: Is America really in Decline?», The New Republic, 21 de diciembre de 2010. En el resumen de Kennedy de la satisfecha concepción de Nye, las cuotas relativas de la fuerza global tal vez se estuvieran difuminando, pero no tanto como para poner en entredicho el papel dominante de Estados Unidos.
- Joseph Nye y William Owens: «America’s Information Edge: The Nature of Power», Foreign Affairs, marzo-abril de 1996. Véase también Timothy Ström: «Capital y cibernética», nlr 135, julio-agosto de 2022.
- Expresado en dólares: China (252 millardos), India (73 millardos), Rusia (62 millardos), Reino Unido (59 millardos), Arabia Saudí (57 millardos), Alemania (53 millardos), Francia (53 millardos), Japón (49 millardos), Corea del Sur (46 millardos). 19 En comparación China posee una única base en Yibuti, junto con un centro logístico militar en Tayikistán y una instalación naval en Myanmar.
- Matteo Vegetti: L’invenzione del globo: spazio, potere, comunicazione nell’epoca dell’aria, Turín, 2017.
- Steve Henn: «In-Q-Tel: The cia’s Tax-Funded Player in Silicon Valley», npr, 16 de julio de 2012. La Q presente en el nombre del fondo es una referencia al personaje de James Bond.
- En submarinecablemap.com puede encontrarse un mapa de los cables submarinos mundiales. Una de las razones por las que el Reino Unido protege Gibraltar tan celosamente es porque los cables que conectan el Mediterráneo y Oriente Próximo con Estados Unidos pasan por el Estrecho.
- James Ball: «Facebook and Google’s New Plan? Own the Iternet», Wired, 10 de julio 2021; Helena Martin: «Undersea Espionage», McGill International Review, 29 de septiembre de 2019.
- Miriyam Aouragh y Paula Chakravartty: «Infrastructure of Empire: Towards a critical geopolitics of media and information studies», Media, Culture & Society, vol. 38, núm. 4, 2016, p. 566.
- Por la misma razón, aunque la Compañía de las Indias Orientales holandesa hubiera trasladado su sede a Batavia, la burguesía holandesa no hubiera sido menos poderosa por ello.
- Michel Foucault: Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France, 1978 – 1979, París, 2004, p. 155; ed. cast.: Nacimiento de la biopolítica, Madrid, 2009.
- Shobhit Seth, «Top 10 Largest Law Firms in the World», Investopedia, 30 de sep- tiembre de 2020.
- Victoria de Grazia: «Soft-Power United States Versus Normative Power Europe: Competing Ideals of Hegemony in the Post-Cold War West, 1990−2015», en Burcu Baykurt y Victoria de Grazia (eds.): Soft-Power Internationalism, Nueva York, 2021, p. 20.
- P. Kennedy: «Back to Normalcy: Is America really in Decline?», ci
- Ibid.
- En 2012 Xi Jinping lanzó el eslogan del «sueño chino», ahora enseñado en las escuelas a escala masiva en el conjunto de la RPCh. Pero el sueño chino es un sueño de poder, no de felicidad individual: sueña con la restauración de la grandeza nacional perdida de las anteriores dinastías. Por otro lado, sigue siendo estrictamente doméstico como eslogan, quizá porque el «sueño» chino combina la libertad del estalinismo con la igualdad del neoliberalismo.
- Fernand Braudel: Grammaire des civilisations, París, 1987, pp. 38 – 39.
- Más de mil quinientos años después del Imperio romano, casi 900 millones de personas hablan lenguas derivadas del latín. La topografía lingüística de la Unión Europea puede servir como ejemplo premonitorio; su lengua de trabajo oficial continúa siendo el inglés, aunque Malta e Irlanda son sus únicos miembros anglófonos.
- Únicamente los holandeses disfrutaron de un ascenso tan espectacular, ya que tan solo transcurrieron veintiún años entre la independencia de España (1581) y el establecimiento de la Compañía de las Indias Orientales (1602); menos de cuarenta años antes Jan Pieterszoon había puesto sus pies en Java.
- Woodrow Wilson: A History of the American People, Nueva York, 1903, vol. 5, p. 212, también citado en L’Italia, el periódico de la comunidad italiana de Chicago, 21 de octubre de 1912; The Occident, periódico diario judío alemán de Chicago, 19 de mayo de 1891; respecto ambos, véase Marco D’Eramo: The Pig and the Skyscraper: Chicago, a History of Our Future, Londres y Nueva York, 2003, pp. 163, 165; ed. orig.: Il maiale e il grattacielo. Chicago: una storia del nostro futuro, Milán, 1995.
- Marco D’Eramo: «Ascenso y caída del periódico», nlr 111, julio-agosto de 2018. Los capitalistas estadounidenses invirtieron celebérrimamente los excedentes de sus fortunas en proyectos educativos y culturales. La Universidad de Chicago fue una donación de los Rockefellers, Cornell fue fundada con los fondos de Ezra Cornell, magnate de los ferrocarriles, Duke University con los dólares de James Buchanan Duke, fundador de la American Tobbaco Company. Las instituciones construidas por la clase dominante estadounidense producirían el personal encargado de gestionar su imperio. Los jóvenes multimillonarios de Silicon Valley y del Route 128 Corridor de Boston son con frecuencia graduados de las mejores facultades de ciencias estadounidenses, las cuales dieron la bienvenida a las olas migratorias de científicos que huían del nazismo durante la década de 1930.
- Werner Sombart: Why Is There No Socialism in the United States? [1906], Londres, 1976.
- J. Nye y W. Owens: «America’s Information Edge: The Nature of Power», cit.
- Jude Blanchette: «Confronting the Challenge of Chinese State Capitalism», Center for Strategic & International Studies, 22 de enero de 2021.
- Lester Thurow: Head to Head: The Coming Economic Battle Among Japan, Europe and America, Nueva York, 1992, p. 261.
- P. Anderson: «Consilium», cit., p. 163.
- «Robert Johnson, director del Institute for New Economic Thinking, un think tank estadounidense, informó a su audiencia de Davos de la existencia de directores de hedge funds que estaban comprando pistas de aterrizaje y granjas en lugares como Nueva Zelanda, porque necesitaban un refugio en caso de que la creciente desigualdad provocase revueltas [cursivas mías]», Jamie Smyth, «Self-sufficient boltholes tempt glo- bal super-rich to New Zealand», Financial Times, 2 de febrero de 2017.
- La esperanza de vida media (cifras redondeadas) en el mundo desarrollado es la siguiente: Japón, 85 años; Suiza, Italia, España, Australia, Corea del Sur e Israel, 84; Suecia, Francia, Canadá, Noruega, Grecia, Irlanda, Nueva Zelanda, Países Bajos, Portugal y Finlandia, 83; Bélgica, Austria, Alemania y el Reino Unido, 82; Dinamarca y Taiwán, 81; Republica Checa, 80; Polonia y Estados Unidos, 79. Véanse las estimaciones de la un Population Division.