Es muy probable que Zoila no se llame a sí misma feminista. Su lucha es por el río Magdalena: ese donde, en la región colombiana del Huila, la filial de Enel Endesa pretende hacer una represa que, según los lugareños, acabará con su sustento: la agricultura, la pesca y la minería artesanal. En el pequeño municipio de La Jagua, el principal afectado por las obras y los desplazamientos forzados, y por ello epicentro de la resistencia contra la multinacional, Zoila se ha convertido en un referente. Su casa, donde Zoila vive con sus cuatro hijos, su marido y su padre, es un punto de encuentro para los vecinos implicados en la resistencia. Y de puertas para adentro de la casa, también han cambiado las cosas: “Ahora me ayudan más en casa”, afirma ella.
El de Zoila no es un caso aislado. A lo largo y ancho de América Latina, las mujeres están liderando procesos de resistencia contra el modelo extractivista, esto es, los grandes proyectos de minería, centrales hidroeléctricas, monocultivos destinados a la exportación y otros negocios que proyectan grandes transnacionales y contribuyen al acaparamiento de tierras en la región y al despojo de comunidades rurales e indígenas que no sólo pierden sus tierras; también su identidad, su cultura, sus lazos comunitarios. Y su salud y la de sus hijos: lo vieron claro las Madres de Ituzaingó Anexo – un barrio de la Córdoba argentina‑, que llevan años batallando para frenar el avance del monocultivo de soja, desde que se dieron cuenta de que el empleo de agrotóxicos como el glifosato estaba provocando el aumento de cánceres y nacimientos con malformaciones.
Estas mujeres han conseguido visibilizar la relación entre el extractivismo en América Latina ‑la extracción a gran escala, para su exportación, de recursos naturales‑, la herencia colonial y el patriarcado. No sólo eso: proponen alternativas al mercado que pasan por la revalorización del territorio, de lo comunitario y de la gestión de los bienes comunes. Su propuesta reivindica la soberanía alimentaria y prioriza la reproducción de la vida por encima del lucro monetario.
Extractivismo, prostitución y patriarcado
Muchas comunidades han visto con sus propios ojos cómo la llegada de proyectos extractivistas potencia las estructuras patriarcales que intentan someter a las mujeres; así lo relatan mujeres peruanas afectadas por la minería en Cajamarca: “Hombres de otro lugar ocupan las calles, toman alcohol y fastidian a las mujeres, que no pueden ni salir a la calle porque las tratan como a putas”. A lo largo y ancho del continente, la llegada de grandes obras mineras, pozos petrolíferos o represas fomenta el aumento de la prostitución en la zona: “Vienen los ingenieros, agarran a las muchachas, las dejan embarazadas y después ya nadie las quiere; en algún momento, a alguien se le ocurre hacer un prostíbulo. El negocio aumenta y con él, la trata de mujeres”, explica Nora Dedieu, activista del movimiento contra las represas en la provincia argentina de Misiones.
La connivencia con las redes de prostitución y trata cuenta en Argentina con la complicidad del Estado. Lo evidenció el caso Marita Verón: hace una década, la joven fue secuestrada por una red mafiosa en la provincia de Tucumán; su madre, Susana Trimarco, inició entonces una búsqueda incansable, un peregrinaje que la llevó de prostíbulo en prostíbulo y que evidenció la resistencia de policías, gobernadores y jueces a que avanzase en su investigación. Por eso dice Sonia Sánchez, exprostituta y activista feminista, que el argentino es un “Estado proxeneta”. Y no es el único: diferentes estudios han demostrado un alarmante aumento del tráfico de personas, con fines de explotación sexual y laboral, en países como Brasil, Uruguay y Paraguay. Así lo denunció en 2012 un estudio de los obispos católicos, que enfatizaron además que esas redes funcionan con “estructura empresarial” y mantienen sólidos lazos con los poderes públicos. El Estado sostiene así una forma de dominación y violencia sobre las mujeres que no es en absoluto una cuestión marginal. Como sostiene Sonia Sánchez, hay putas porque hay patriarcado; porque el lugar que se deja a las mujeres es el de santa o puta, y entonces, “¿qué cara tiene una puta? La de toda mujer”.
Abortos clandestinos
Pero hay formas más sutiles de violencia patriarcal ejercida por el Estado, y una de las más mortíferas es la prohibición del aborto en todos los supuestos, a excepción de unos pocos países ‑Cuba, México, Uruguay-. Pese a ello, según la Organización Mundial de la Salud, unos cuatro millones de mujeres inducen un aborto en la región cada año ‑es, en términos relativos, la región con más abortos- y el 95% de ellos son ilegales; de esas mujeres, 1,4 millones son brasileñas y una de cada 1.000 muere por complicaciones de abortos clandestinos; casi todas son pobres.
La mayor parte de las legislaciones latinoamericanas siguen utilizando el Código Penal para controlar la vida sexual y reproductiva de las mujeres; en algunos países se dan realidades que parecieran sacadas de otro siglo. Como cuando, en Argentina, un suboficial de la policía violó a su hijastra de 15 años, la dejó embarazada y los jueces le impidieron abortar en dos instancias; o como las 17 mujeres que, en El Salvador, enfrentan condenas de hasta 40 años de cárcel por abortar, pese a que la interrupción de la gestación fue involuntaria. Sea por la influencia de las iglesias católica y evangélica, o por el conservadurismo de los votantes, los políticos que se atreven a colocar la despenalización del aborto en la agenda resultan severamente penalizados. Con todo, la lucha avanza: en Argentina, la Corte Suprema permitió abortar a aquella adolescente y sentó precedente; en El Salvador, recientemente fue indultada una de esas 17 mujeres.
En paralelo, las leyes que penalizan la violencia doméstica contra las mujeres avanzan lentamente, pero el maltrato físico y psicológico no retrocede en la región. “Se produce un proceso paradójico. En la medida en que se da un aparente aumento de poder de las mujeres, una equiparación (igualdad es una palabra tramposa) de las condiciones laborales y sociales, los varones ven cómo se socavan las bases de su poder patriarcal, y les queda la violencia, es brutal, el cuerpo femenino y la violencia sobre él, se constituyen en la forma de asegurar el poder patriarcal”, señala la economista feminista Natalia Quiroga.
Acoso virtual
Las activistas feministas han mostrado la necesidad de visibilizar otras formas de violencia sobre el cuerpo de las mujeres, como el acoso callejero y los tocamientos a los que se exponen en los vagones de metro y los autobuses urbanos, que han provocado que, en ciudades como el México DF y Rio de Janeiro, se hayan implementado vagones sólo para mujeres. Una encuesta reciente muestra que el 90% de las brasileñas se ha cambiado de ropa por miedo al acoso y más del 80% ha dejado de hacer cosas en la calle por el mismo motivo. Sin embargo, apenas hay denuncias: “La sociedad todavía naturaliza estas formas de acoso, pues justifica esa violación de derechos por el uso de escotes o ropas cortas, como si la mujer fuese culpable. Cuanto más mujeres se animen a denunciar, más vamos a poder combatir esa impunidad”, defiende Rosangela Rigo desde la delegación que enfrenta estos casos de violencia en la Secretaría de Policía Metropolitana.
Además, en la era de internet y de las redes sociales, está en aumento una nueva forma de agresión machista: la divulgación por internet de fotos íntimas. En Brasil, se denunciaron 108 casos sólo en el primer semestre de 2014, según la ONG SaferNet; el 77% de las víctimas son mujeres con edades entre 13 y 15 años (34,7%) y entre 18 y 25 (32,14%). Algunos casos acaban en tragedia: dos adolescentes, en los estados de Piauí y Rio Grande do Sul, se suicidaron el pasado noviembre después de que se publicasen, respectivamente, un vídeo de la muchacha haciendo sexo y fotos de la joven desnuda; en los dos casos, sus exparejas son los principales sospechosos. Otras veces, la víctima pierde el empleo y sufre todo un asedio social.
Existen leyes que protegen a las mujeres, pero su efecto es muy limitado. ¿Por qué? Así lo resume Gabriela Ferraz, coordinadora del Comité Latinoamericano para la Defensa de los Derechos de la Mujer, en una entrevista a la revista Caros Amigos: “El machismo que vivimos es estructural y permea todas las instituciones brasileñas. Se trata de un problema social, cuya solución no está en un sistema penal. Cuando usamos el Derecho Penal como única solución, estamos reduciendo el problema al individuo agresor. Es preciso enfocar en el problema real: vivimos en una sociedad patriarcal que reduce la autonomía y el papel de la mujer. Es preocupante una sociedad en que el mero hecho de hacer sexo consigue descalificar a la mujer”.