Las continuas apelaciones de las autoridades españolas a un suelo ético al que supuestamente se adhieren tratan en vano de esconder un subsuelo de lo más impresentable. Un subsuelo en el que han ocultado a miles de víctimas del terrorismo de Estado. Muy en especial, las de la tortura.
Además, no solo han ocultado o minimizado el sufrimiento de las víctimas del terrorismo de Estado. También han hecho otro tanto con las víctimas de ETA cuando les ha interesado. Sobre todo, a finales de los setenta y principios de los ochenta, años en que ETA causó más víctimas que nunca.
Basta con repasar la hemeroteca para darse cuenta de que entonces a las autoridades les interesaba, salvo en ciertos casos, minimizar el alcance de los atentados, y poner sordina al dolor de sus víctimas. Una actitud que tuvo mucho que ver con el sentimiento de abandono y soledad de muchas víctimas de ETA en aquella época.
Véase, al respecto, el testimonio de Ana Velasco Vidal-Abarca cuyo padre, el comandante Jesús Velasco, responsable del servicio secreto en Araba con el nombre de guerra de «Velarde», murió en atentado en 1980, y su madre, Ana Vidal-Abarca, fue una de las fundadoras de la Asociación de Víctimas del Terrorismo.
Según Ana Velasco: «En aquellos años la política de los sucesivos gobiernos era, básicamente, de ocultación. Las noticias relativas a los asesinatos, que se producían casi a diario, se daban después del tiempo. Cuando habían transcurrido veinticinco minutos del Telediario, en una noticia de cinco segundos decían, por ejemplo: “Han asesinado a un guardia civil en Alsasua”. Y ya está. Así se trataba la cuestión del terrorismo, era terrible».
Ese era el tratamiento informativo que daban entonces a los atentados los dos únicos canales de televisión, ambos públicos. Un tratamiento que no era, desde luego, fruto de la improvisación, sino que se decidía en las más altas instancias. Sobre todo, cuando las víctimas eran miembros de las Fuerzas de Seguridad, en cuyo caso la directriz a seguir no era precisamente la de dar voz a sus familiares, para que expresaran su sufrimiento.
Así se puede apreciar en otro significativo testimonio, el de la viuda de Francisco Berlanga, policía muerto en atentado en Iruña en 1979. En efecto, según relató Catalina Navarro, lo primero que le dijeron los altos mandos de la Policía tras la muerte de su marido fue que «por favor no hablara», y añadió muy dolorida que «teníamos que reventar, guardarnos nuestro llanto, nuestra pena».
El testimonio del general Ángel Ugarte en su libro Espía en el País Vasco es también harto significativo. Según Ugarte, que dirigía entonces el servicio secreto en Euskal Herria, «Las familias tenían que comerse las lágrimas casi en soledad. En aquellos tiempos los muertos de ETA eran enterrados bajo una capa de silencio. O al menos eso intentaban quienes tenían el poder».
Todos esos testimonios muestran cómo actuaban las autoridades durante aquellos años, poniendo sordina al sufrimiento de las víctimas de ETA. Una manera de actuar que no favorecía en absoluto la empatía hacia dichas víctimas y que contrasta sobremanera con la que tuvieron años después, al descender de manera notoria la media anual de dichas víctimas.
Fue entonces cuando empezaron a dar un tratamiento bien diferente a los atentados, que pasaron a ocupar siempre los titulares, y sobre todo a las víctimas. Fue entonces, y no antes, cuando empezaron a hacer todo lo posible para conseguir la máxima empatía hacia dichas víctimas. Las hemerotecas están ahí para probarlo.
Ahora bien, cuando lo consideraron necesario, volvieron a recurrir a las anteriores directrices, llegando incluso a ocultar la propia existencia de algunas víctimas de ETA, tal y como sucedió, por ejemplo, al cometer dicha organización su primer atentado durante la Presidencia de José María Aznar, el 20 de mayo de 1996, en Córdoba.
Algunos medias, como ABC y El País, informaron de que, tras la explosión de un coche-bomba que la Policía intentaban desactivar, dos personas habían sido trasladadas en ambulancias de la Cruz Roja e internadas en el servicio de Urgencias del Hospital Reina Sofía. Eso no lo pudieron ocultar, pero lo que nunca transcendió fue ni la identidad de las víctimas ni la gravedad real de sus heridas.
Al día siguiente, pretendieron que las ingresadas la víspera en Urgencias habían sido dos mujeres que sufrieron crisis de angustia y abandonaron el hospital en pocas horas. Completamente falso. En realidad, los dos heridos eran miembros de una unidad especial de la Policía y tuvieron que ser trasladados al Hospital de Navarra donde permanecieron ingresados largos meses.
Uno de ellos era el inspector-jefe Antonio Asensio Martínez que dirigía la antes mencionada unidad e iba a ser juzgado un mes después en el sonado caso de torturas de la militante feminista Ana Ereño. Dadas las contundentes pruebas en su contra, temían que fuese condenado y, en efecto, lo fue.
Por eso mintieron sobre la verdadera identidad de las víctimas, y ocultaron la gravedad de las heridas que sufrieron: porque no les convenía que se supiera que un mando policial a punto de ser condenado por torturas dirigía una unidad especial y había resultado gravísimamente herido al intentar desactivar un coche-bomba.
Eso sí, aquello fue una excepción en lo que se refiere al tratamiento que han dado durante las últimas décadas a las víctimas de ETA, no escatimando esfuerzos para conseguir la máxima empatía hacia ellas. Un tratamiento que contrasta sobremanera con el que dan a las víctimas del terrorismo de Estado, en cuyo caso siempre han hecho todo lo posible para obstaculizar la empatía hacia dichas víctimas. Muy en especial, las de le tortura a las que encima humillan tratándolas de mentirosas. ¿Cabe mayor insulto a una víctima?
Debajo de ese falso suelo ético, del que tanto presumen, hay un subsuelo que apesta.
Xabier Makazaga, Investigador del terrorismo de Estado
4 de septiembre de 2018