El fascismo no podía presentarse de golpe, claro está, formalmente, como un movimiento antiploletario. Para disimular su verdadero carácter, atraerse a la clase obrera y a los elementos de la pequeña burguesía sojuzgados por el gran capital, durante los primeros años de su existencia, practica una agitación y una propaganda impúdicamente demagógicas, lo que viene a demostrar hasta que extremo es injusta y parcial la opinión del Sr. Cambó, según la cual, la demagogia es un rasgo característico exclusivo del movimiento revolucionario del proletariado. El fascismo de la primera época se declara anticapitalista y adversario del marxismo y del bolchevismo, únicamente por el espíritu internacionalista de estas doctrinas. Es más: durante los años 1919 y 1920, que señalan el apogeo del movimiento revolucionario, los fascistas no dejan pasar ninguna acción obrera, huelgas, boicots o desórdenes motivados por la carestía de las subsistencias o la ocupación de las fábricas y de las tierras, sin manifestar su aprobación. Incluso en algunos momentos se esfuerzan en demostrar a los obreros que son más decididos y están dispuestos a ir más lejos que los socialistas. Mussolini y Rossoni declaran repetidamente que es preciso que sean satisfechas las reivindicaciones de la clase obrera «para lograr el renacimiento del espíritu italiano en sus manifestaciones más espléndidas»1. Las multitudes de las ciudades y de los campos se lanzaron como un alud sobre los centros del capitalismo. «El fascismo se hará rural —decía uno de los caudillos — , transformará en legiones vindicativas y salvadoras las generaciones campesinas; será la marcha sobre las ciudades contaminadas»2.
Pero a pesar de la agitación demagógica, los progresos del fascismo entre la clase obrera son tan insignificantes que, a principios de 1920, Cessare Rossi se ve obligado a confesar en Il Popolo d´Italia el prestigio del partido socialista en las masas obreras y la inutilidad de continuar los esfuerzos para conquistarlas. «Las masas —dice— no quieren beber más agua que la de la cisterna del marxismo».
Puede decirse que durante la guerra, la influencia del fascismo es nula, no solo entre los obreros, sino también entre otros elementos de la sociedad italiana que veían que la guerra costaba sacrificios enormes y no llegaban las prometidas victorias.
Al terminar las hostilidades, Italia se sintió decepcionada y defraudada por los misérrimos resultados conseguidos a causa de la intervención, y las circunstancias no fueron para el fascismo más favorables. Por otra parte, era muy crítica la situación económica del país. La primera causa de la crisis estribaba en la dificultad de adaptar la industria de guerra, cuyo desarrollo se había iniciado después de 1915, a las necesidades de la paz. Otra circunstancia agravó la crisis: los industriales textiles, que habían colocado una parte de sus capitales en la industria mencionada, se apresuraron a retirarlos, previendo lo que había de acontecer. La quiebra de grandes organizaciones industriales, tales como la «Ansaldo» y la «Banca di Sconto», provocó la de muchos establecimientos importantes. La agricultura se vio también empujada a la crisis. Aumentaron paralelamente el paro forzoso y el encarecimiento de los artículos de primera necesidad, como consecuencia de una especulación desenfrenada y de la inflación monetaria.
El movimiento revolucionario se extendía por toda Italia, y la pujanza de las organizaciones sindicales y del partido socialista, que en las elecciones legislativas de 1919 obtuvo el tercio de todos los sufragios, se hizo formidable. Los partidos que se habían pronunciado a favor de la guerra perdieron todo crédito. La burguesía, arrastrada por el pánico, esperaba angustiosa su última hora. Estas circunstancias eran las menos propicias para fomentar los progresos del fascismo. Mussolini contaba con núcleos poco importantes, constituidos principalmente por elementos declassés y ex-oficiales del ejército. Al emprender en 1919 la reorganización de los fascios, elaboró un programa destinado a conquistar las masas de la pequeña burguesía, que más tarde constituirán la base del movimiento y le darán el triunfo. El programa aludido, de un acendrado carácter demagógico, ofrece un vivo interés. He aquí sus puntos principales: extensión del sufragio universal a las mujeres, sistema proporcional, supresión del senado, convocatoria de una asamblea constituyente llamada a resolver la cuestión de la forma de gobierno3, supresión del ejército permanente y creación de una milicia popular, salario mínimo para los obreros, seguro obligatorio para los casos de paro forzoso y de enfermedad, participación de los obreros en los beneficios, admisión de la huelga en la medida que «no resulte nociva para la producción nacional», supresión de las funciones económicas del Estado, confiscación de los beneficios de guerra y de las propiedades de la Iglesia, cesión de la tierra «al que la trabaja», nacionalización de las fábricas de armas, etc., etc.
Este programa ostentaba el sello inconfundible de las aspiraciones de la psicología de los elementos sociales de que quería se expresión. Estos elementos que habían ido a la guerra con entusiasmo y habían hecho grandes sacrificios, no podían comprender que, después de la victoria, existiese un estado de espíritu propio de la derrota, y eran adversarios de capitalismo que lo sometía a su yugo, y de los socialistas cuya posición internacionalista y antibélica no podían compartir. El programa había sido elaborado con extraordinario sentido político. La finalidad era dar una respuesta a las aspiraciones de las grandes masas de la pequeña burguesía, que vacilaban entre la gran burguesía y el proletariado, y presentarse como el intérprete de los intereses y anhelos de todo el pueblo. La política del Partido Socialista, orientada exclusivamente hacia los intereses del proletariado industrial y profundamente errónea en el campo, donde no tenía en cuenta la particular psicología de los elementos agrícolas, constituía el mejor auxilio de los fascistas.
Sin embargo, mientras el movimiento revolucionario seguía avanzando impetuosamente, los progresos del fascismo eran poco considerables. La ola revolucionaria alcanza su mayor altura el mes de septiembre de 1920, con la ocupación de las fábricas. En aquel momento concurrían todas las condiciones objetivas para la toma del poder por el proletariado; pero los dirigentes del Partido Socialista y de la Confederación General del Trabajo, por motivos que no podemos examinar aquí, en lugar de derivar el movimiento hacia su lógica consecuencia, que era el ataque decisivo contra el Estado burgués, efectuaron una retirada ignominiosa. El reformismo demostró, una vez más, que es el mejor auxiliar de la burguesía. Los obreros, decepcionados, se metieron en casa. La revolución fue estrangulada y el fascismo halló, por fin, el terreno abonado para su expansión.
La magnífica ocasión que se había presentado al proletariado italiano para conquistar el poder no fue aprovechada. La clase obrera fue vencida sin entablar el combate decisivo. Desde aquel momento quedaba trazado su destino: la contraofensiva burguesa y la subsiguiente victoria del fascismo eran inevitables. Al discutirse en julio de 1923 la nueva ley electoral, Mussolini podía decir, con razón, dirigiéndose a los caudillos reformistas: «No supisteis aprovecharos de una situación revolucionaria de esas que no se repiten en la historia; soportad ahora las consecuencias».
La contraofensiva burguesa se desarrolló en dos sentidos: en el del ataque a las mejoras conseguidas por los obreros y en un franco y declarado apoyo al fascismo. Los patronos redujeron los salarios, despidieron a los obreros más conscientes, o que se habían distinguido por su actitud revolucionaria, subvencionaron magníficamente las organizaciones fascistas, les suministraron armas y les procuraron las adhesiones de millares de oficiales del ejército, hijos de burgueses o de grandes terratenientes. Con la ayuda material de la burguesía, la complicidad del gobierno, que hacía la vista gorda ente el armamento de los fascistas, y las condiciones objetivas creadas por la derrota proletaria y los errores tácticos de los socialistas, el fascismo tuvo la posibilidad de fortalecer sus organizaciones y de emprender una ofensiva rápida y furiosa contra el movimiento revolucionario.
No nos detendremos en describir las etapas de la acción fascista —señaladas por actos, sistemáticamente organizados, de una crueldad y una violencia inauditas— hasta el golpe de Estado de 1922. Consignemos únicamente, para demostrar los progresos fulminantes del movimiento, que el fascismo, en el momento en que celebraba su primer Congreso en Bolonia, el mes de octubre de 1919, combate con 56 organizaciones y 17.000 asociados, el mes de diciembre de 1920 tenía, respectivamente, 800, y más 100.000, y a mediados de 1922 el número de sus adheridos pasaba de 300.000.
Sería grave error suponer que el éxito del fascismo se debió de modo exclusivo a la violencia sistemática y organizada, sostenida directamente por la burguesía e indirectamente por el gobierno. Este error fue compartido por los socialistas italianos, que consideraron a los fascistas simplemente como bandidos lo que trajo como consecuencia una táctica profundamente errónea. Tal como preconizaban los comunistas, era preciso luchar contra los fascistas, organizando la resistencia armada; pero era preciso al mismo tiempo y usando una táctica hábil, evitar que conquistasen ideológicamente considerables sectores de la población, que hasta entonces habían simpatizado con el socialismo o habían mantenido frente a él una actitud neutral. La violencia no es eficaz más que cuando se apoya en un movimiento de multitudes y responde a condiciones históricas favorables. Que el fascismo era un movimiento de multitudes —hoy casi ha dejado de serlo en gran parte— es un hecho que se olvida con frecuencia y que induce a fundamentales errores de apreciación. Este es el rasgo característico que lo distingue de dictaduras de otro tipo, que erróneamente suelen calificarse de fascistas.
Si no fuese así, no existiría razón ninguna para que el fascismo, en lugar de triunfar en 1922, no hubiese triunfado antes de la ocupación de las fábricas.
De estas causas, la más importante fue, ¿es preciso decirlo?, la retirada del proletariado en el momento más favorable para adueñarse del poder. La clase obrera no fue a engrosar las filas del fascismo, pero había perdido la confianza en sí misma y, con ella, la capacidad de resistencia y el espíritu combativo. La huelga general del 30 de julio de 1922, mal organizada, conscientemente saboteada por los dirigentes reformistas de la Confederación General del Trabajo, fue la última chispa del fuego que abrasó al proletariado de Italia durante aquellos años.
En estas circunstancias no le fue difícil al fascismo ganar para su causa las grandes masas de la pequeña burguesía rural y ciudadana. Como ya sabemos, la pequeña burguesía vacila siempre entre el capitalismo y el proletariado. La crisis económica de la posguerra le creó una situación más desesperada todavía, a consecuencia de su mala organización, que la de los obreros, ya que éstos tenían una capacidad de resistencia mucho más considerable.
Los pequeños burgueses, que hasta entonces habían hallado una posición más o menos confortable en el régimen capitalista, perdieron la confianza en la burguesía y la depositaron en el socialismo, con la esperanza de que obtendrían de este último lo que antes confiaron obtener de la guerra o de los partidos burgueses. El partido socialista podía justificar estas esperanzas y satisfacer las aspiraciones de la pequeña burguesía emprendiendo sin vacilar la lucha contra el Estado capitalista y derribándolo.
Pero, en lugar de llevar al proletariado y con él a todas las clases que sufrían las consecuencias del yugo capitalista hasta la victoria, el Partido Socialista las condujo a la derrota. La pequeña burguesía, inconsciente, como de costumbre, vaciló, y el fascismo supo aprovecharse, presentándose ante aquellas masas como el representante de los intereses de toda la nación, de todo el pueblo; les prometió un nuevo Estado, una «Gran Italia»; les sedujo con las perspectivas de un reparto de cargos lucrativos que el Partido Socialista ya no les podía proporcionar; les deslumbró con un «hombre nuevo», salvador del país, y logró convertirlas en instrumento de la contrarrevolución, en carne de cañón al servicio de la burguesía. Ya hemos visto en otro lugar de este libro la habilidad desplegada por Mussolini para crearse esta base firme del triunfo.
Estas fueron las circunstancias más señaladas que favorecieron el desarrollo del fascismo y su conquista del poder el mes de octubre de 1922.
- Citado por el difunto Mateotti en su folleto: Il fascismo della prima época.
- Piero Bolzo: Il dado gittato, Florencia, 1921. p. 124.
- El fascismo tuvo un carácter republicano casi hasta el momento del golpe de Estado de 1922. ¡La guerra o la república!, clamaba Mussolini durante su campaña intervencionista.