Conquistado el poder, no tardó el fascismo en manifestar su verdadero carácter. No había venido ciertamente a luchar contra el gran capitalismo —como imaginaban, ingenuas, las masas de la pequeña burguesía — , sino a defenderlo por encima de todo. Nada quedaba en pie de la propaganda demagógica de la primera época. No fue suprimido el ejercito permanente, y el mecanismo de represión del Estado fue reforzado con la creación de la milicia fascista y el aumento monstruoso de las fuerzas de policía; en lugar de la confiscación de los beneficios de guerra, se concedieron fabulosas subvenciones a empresas tales como la «Ansaldo», que había quebrado como ya sabemos; las cargas fiscales, en forma de impuestos directos e indirectos, cayeron sobre los obreros y los campesinos pobres; se redujeron los salarios, las pensiones a los funcionarios y a los inválidos de la guerra; fue abolida la ley de alquileres, que ponía freno a la codicia de los propietarios, aumentó el paro forzoso, etc., etc.
A partir de 1922 el fascismo ha ido acentuando su política descaradamente favorable a los intereses del gran capital, encubierto por frases pomposas y una mezquina teoría cuyos principios básicos son la primacía de la idea de patria y la colaboración de todos los elementos del interés de la «nación» (es decir, de la gran burguesía).
El carácter de este estudio, que nos impone ciertas limitaciones, nos impide detenernos en el análisis detallado de la política del fascismo durante los siete años y medio que lleva de gobierno. Por este motivo nos limitaremos a comentar brevemente, para no desviarnos demasiado de la finalidad esencialmente polémica de este libro, los principales juicios expuestos acerca de este punto por el señor Cambó.
Como ya hemos visto, el autor de Las Dictaduras presenta el fascismo como un atrevido intento de buscar nuevas formulas (p. 52). Si por nuevas formulas sobreentiende nuestro autor nuevos términos convencionales para exornar con frases brillantes el contenido verdadero de la política fascista — la defensa de los intereses de la gran burguesía por todos los medios legales o extralegales -, estamos de acuerdo. Y si es así, no se puede hablar, como habla con reiteración nuestro preopinante, de la revolución fascista, porque las revoluciones no buscan nuevas formulas, sino que destruyen las bases económicas y sociales del régimen existente para crear otras nuevas. La formula no es anterior, sino posterior a la revolución.
El rasgo característico fundamental del fascismo es el desprecio absoluto de la democracia1, y en ese sentido, nada ha inventado. Mussolini ha tenido predecesores que, en este terreno, nada tienen que envidiarle. La única innovación introducida por el duce ha consistido en barnizar su brutalidad antidemocrática con una pseudo-ideología en la cual se hallan formulas tales como la de que «la libertad no es sólo un derecho, sino un deber», y que ofrecen sorprendente analogía con las divagaciones del señor Cambó acerca de la democracia-derecho y la demoracia-deber. En esencia, la ideología mussoliniana no contiene nada nuevo.
¿Qué ha dicho de nuevo Mussolini — pregunta un escritor ruso2 ‑que no se haya oído ya de los labios del inglés Besconfield o del oscurantista ruso Pobedonótsev? Todos ellos rechazaban indignados el materialismo, la lucha de clases, el ateísmo; todos ellos eran «idealistas» puros, patriotas y creyentes profundos. Si los fascistas italianos, en comparación, pueden vanagloriarse de méritos particulares en lo que atañe a la lucha contra el movimiento obrero, y si en esta esfera han dicho algo nuevo, ha sido únicamente en el terreno del terror blanco organizado desde el Estado.
Ninguno de los gobernantes reaccionarios de Europa: Besconfield, Bismarck, Poincaré, Crispi3, ha aspirado a gobernar sin oposición. Hasta 1925 el duce se esforzó también en obtener la colaboración de los demás partidos, y no solo en el parlamento, sino también en el mismo poder. Dotado de bastante inteligencia política para no ignorar que, en realidad, la lucha estaba entablada entre dos fracciones de la burguesía: una decidida y otra vacilante, y que, en el fondo, entre el fascismo y los partidos democráticos existía una identificación completa en lo referente a la intangibilidad del régimen capitalista, se mostraba dispuesto a hacerles a estos últimos ciertas concesiones. Si los partidos de oposición burguesa fracasaron ruidosamente en un intento de resistencia que, como hace notar con acierto el señor Cambó, llegó a su apogeo después del vilísimo asesinato de Mateotti, fue porque las grandes masas populares, que pretendían representar, no los sostuvieron. Harto sabía Mussolini que la oposición no se apoyaba en aquellas masas, y por esto, con notable habilidad, cuando se convenció de que podía prescindir de la colaboración oposicionista sin peligro para el régimen fascista, después de mantener una actitud conciliadora en los momentos en que era mayor la conmoción, asestó el golpe de gracia a sus enemigos políticos.
Por estas causas, y no por las razones puramente subjetivas que aduce el autor de Las Dictaduras (pp. 112 y 113), vióse el duce impelido a instituir el monopolio del partido fascista. «A partir de aquel momento — dice Cambó‑, aplicando la formula de Lenin, todo el poder pasó a todo el fascismo» (p. 114). Reservándonos para más adelante exponer las diferencias esenciales existentes entre la concepción fascista y la concepción comunista, no podemos dejar de consignar aquí lo absurdo de semejante comparación. La formula de Lenin no era «todo el poder al comunismo», sino «todo el poder a los soviets»; es decir, no a las organizaciones del partido, sino a las de todas las masas de trabajadores del campo y de la ciudad, organizaciones forjadas por estas mismas masas en el fuego de la revolución.
Una vez examinada la evolución del fascismo en el poder, desde la fórmula de colaboración con los demás partidos hasta el monopolio absoluto, nos resta dar una ojeada a los dos aspectos fundamentales de la actuación del Gobierno de Mussolini: la política económica y la política social.
¿Cuál ha sido, según el señor Cambó, la política fascista en el primero de estos dos aspectos? Vale la pena reproducir íntegramente el párrafo que, en su libro, dedica a esta cuestión:
En el régimen de vida económica, el fascismo ha seguido, tanto antes como después de 1928, una dirección absolutamente opuesta a la de Rusia y a la de otras dictaduras, especialmente la de España. No solamente ha respetado el campo de acción de la iniciativa privada, sino que lo ha ensanchado, y la acción constante del gobierno — de un gobierno omnipotente- no la ha contrariado nunca; antes bien, todas sus intenciones han sido encaminadas a estimularla: ni un monopolio, ni una ayuda del Estado a una empresa en competencia con otras, ni una restricción al desenvolvimiento de las industrias, ni una limitación a la libre concurrencia interior, ni un obstáculo a la entrada de capitales exteriores. Para la Italia fascista no sería justa la frase de un delegado oficial bolchevique: «¿El bolchevismo? Nada extraordinario para ustedes: el día que se implantara aquí verían como, en el orden económico, no le quedaría nada por hacer» (pp. 116 y 117).
Es sorprendente que el señor Cambó que, con una justicia que ahora no queremos aquilatar, goza de fama de economista y financiero, al examinar la política del gobierno fascista en su aspecto fundamental salga del paso con unas cuantas afirmaciones escuetas, sin apoyo en un análisis objetivo. El tema es interesante y es de lamentar que las limitaciones que nos hemos impuesto nos priven de dedicarle toda la atención que merece.
En este terreno, tampoco el fascismo italiano ha inventado nada; se ha limitado a mantenerse fiel a su esencia burguesa, practicando la política clásica liberal — a despecho de los anatemas fulminados contra el liberalismo‑, consistente en «respetar el campo de la iniciativa privada» o, para decirlo en otros términos, en no oponer obstáculo al libre desenvolvimiento del capitalismo industrial. Ya en un discurso pronunciado el 18 de marzo de 1923, en el Segundo Congreso de la Cámara de Comercio Internacional, celebrado en Roma, Mussolini proclamaba la resolución de su gobierno de obrar de acuerdo con esta política de no intervención y de «renuncia por el Estado a las funciones económicas, para las cuales no es competente»4.
Pero política de no intervención no quiere decir política de inhibición. El gobierno fascista no se limita a «dejar a la iniciativa privada su libre juego»5, sino que la fomenta valiéndose de una política de intervención directa. Borrar de una plumada 300 millones de liras de impuestos que habían de pagar los capitalistas italianos o hacer un regalo de 400 millones a la Ansaldo —dos de los primeros actos realizados en el terreno económico por Mussolini— no creemos que pueda ser juzgado como una prueba de inhibición.
El gobierno fascista, con ayuda de un sistema fiscal inspirado en el propósito concreto y definido de favorecer los intereses del gran capital, ha protegido eficazmente el proceso de concentración de la industria, de la agricultura, del comercio y de los bancos, que durante estos últimos años ha dado un gran paso de avance, y ha expropiado a millares de industriales medios y modestos y campesinos. Interesado, como la plutocracia a quien representa, en el desarrollo industrial del país, no tiene nada de sorprendente —si se considera la insuficiencia de recursos en el interior para acelerar la industrialización— que no haya opuesto, como hace notar el autor de Las Dictaduras, «ni una restricción al desenvolvimiento de las industrias, ni una limitación a la libre concurrencia interior, ni un obstáculo a la entrada de capitales exteriores» (p. 117).
Desde la iniciación de su gestión acuerda el Gobierno de Mussolini una serie de medidas encaminadas a desarrollar el capitalismo indígena y favorecer la penetración de capitales extranjeros mediante la abolición de los crecidos impuestos que anteriormente gravitaban sobre ellos. Por otra parte, la política de inflación provocó durante los años 1924 y 1925 un relativo progreso industrial. Pero la reforma más significativa realizada en este terreno es la instituida por el Decreto del 29 de marzo de 1923. En Italia existe un consorcio privado cuya finalidad es sostener en el alza debida, el curso de los valores industriales. Este consorcio gozaba, antes del golpe de Estado fascista, de un crédito limitado. A virtud del aludido Decreto, Mussolini ordenó la supresión de todas las limitaciones a que hasta entonces se veía sujeto el crédito del Estado a ese consorcio. Si se tienen en cuenta la desvalorización de la lira en aquella época y las extraordinarias proporciones adquiridas por la inflación, se habrá de coincidir forzosamente con la opinión expresada por un economista italiano, según el cual esta reforma que «ponía a disposición de la plutocracia italiana —a cuenta de la clase media y la pequeña burguesía— casi todos los excedentes del Tesoro, pone al descubierto, en completa desnudez el “carácter de clase” del programa político —financiero del fascismo italiano»6.
La política económica del Gobierno de Mussolini puede, pues, resumirse así: no intervención cuando esta puede constituir un obstáculo a los intereses del gran capital, e intervención enérgica con tal de estimular el desarrollo independiente del gran capital.
La experiencia italiana ha venido a demostrar una vez más que el Estado es siempre un instrumento puesto al servicio de una clase determinada, que el Estado neutro, situado al margen de las clases, no existe ni ha existido nunca.
El señor Cambó que, gracias al carácter esquemático de su exposición, nos priva del placer de admirar su habilidad en demostrarnos el carácter neutro del Estado italiano, compara la política económica del fascismo con la de la Rusa soviética y la de la España de la Dictadura. Es de lamentar que también en este caso, haya nuestro autor considerado posible salir del paso con una simple afirmación. Examinémosla brevemente.
Que «en el régimen de la vida económica, el fascismo ha seguido… una dirección absolutamente opuesta a la de Rusia» (p. 116), es una verdad axiomática. Pero, la oposición no consiste fundamentalmente en que en Italia se practique una política de no intervención y en Rusia una política intervencionista, sino en que la del Estado fascista tiene como finalidad consolidar el sistema capitalista, y la de la República Soviética arrancarlo de cuajo, lo cual constituye «dos grandes diferencias», como se dice humorísticamente en Rusia. El carácter antagónico de las dos finalidades perseguidas por estos dos regímenes habría de excluirlos de toda comparación en el sentido que la establece el autor de Las Dictaduras. Pero, como si con esto no bastase, nuestro preopinante cierra su juicio sumario sobre la política económica del fascismo con una frase atribuida a un «delegado oficial bolchevique», tan absurda, que ponemos en duda su autenticidad, a menos que el aludido «delegado oficial» se hubiese burlado de su interlocutor.
¿Qué al bolchevismo no le quedaría nada que hacer, en el orden económico, el día en que se implantase en España? (porque es indudable que la alusión se refiere a nuestro país). La afirmación es tan absurda que tener que rebatirla constituye, en cierto modo, una ofensa al lector. El principio esencial de la política económica del bolchevismo es la expropiación de la burguesía y de los grandes propietarios agrarios. Si en este aspecto no le quedase al bolchevismo nada por hacer equivaldría a tanto como decir que el Gobierno de Primo de Rivera había ya efectuado esta expropiación. Y recelamos que no fue, precisamente, esta finalidad la del golpe de Estado realizado por el general.
¿Cuál fue, en realidad, la política económica de la dictadura española? Una política inconstante, incierta, dubitativa, como era —y sigue siendo— nuestra economía; como era —y sigue siendo— nuestra situación política.
Nacida en un país que se halla en estado de permanente crisis económica —resultado del escaso desarrollo de la industria, de su retraso técnico, de la falta de mercados exteriores, del pauperismo que restringe el mercado interior, así como de la forma antediluviana de exportación de agricultura — , es un país en el cual la burguesía industrial es todavía débil, y se halla en contradicción con un sistema de propiedad agraria en que ocupa importante lugar el latifundio, en un país en donde predomina la economía pequeño-burguesa y no existe ningún partido político de clase organizado sólidamente, la política económica de la dictadura, bien que puesta naturalmente al servicio de las clases privilegiadas no podía dejar de ser abundante en contradicciones. Por ello, a una política estrictamente proteccionista, sucedían medidas favorables a la importación de productos extranjeros o a la intromisión de ciertos grupos del capital financiero internacional. La dictadura, sin apoyo en ninguna base más o menos firme, la buscaba ora en unos elementos ora en otros, aunque fuese a cuenta de fomentar el proceso de descomposición de la economía española. Este juego no podía durar, y esta fue una de las causas fundamentales de la caída de la dictadura.
Pero volvamos a la obra del fascismo italiano desde el poder para examinar brevemente su política social, a la que el señor Cambó dedica mucha más atención que a la económica.
La política social del gobierno fascista está naturalmente, condicionada por la política económica y, por consiguiente, subordinada a la finalidad esencial del régimen: servir los intereses del gran capital. En este sentido, que es el que ofrece verdadera importancia, la política social del fascismo, contrariamente a lo que pretende el señor Cambó, no ha hecho «tanteos y evoluciones», sino que ha seguido una línea recta. Como de costumbre, se ha intentado velar su verdadero carácter bajo la hojarasca retórica y la demagogia más impúdica. El fascismo ha impuesto a la clase obrera los más grandes sacrificios, no en nombre, ni que decir tiene, de los intereses de la burguesía, sino en los de la «nación» y la «producción». ¿Gobierno antiobrero? No, firmaban y siguen afirmando los fascistas; Gobierno italiano, gobierno al margen de las clases, que subordina los intereses particulares a los superiores del Estado. «Ningún privilegio a la burguesía —declaraba Mussolini en su primer discurso en el Parlamento, después del golpe de Estado — ; ningún privilegio a las clases trabajadoras; tutela de todos los intereses que armonicen con los de la producción y los nacionales». «En el sistema fascista —decía el 22 de junio de 1926— los obreros ya no son explotados, son unos colaboradores de la producción».
Sin embargo, no puede a veces Mussolini contener ciertas expresiones de sinceridad y así, el 9 de junio de 1923, declaraba abiertamente al senado que el fascismo era un movimiento «antisocialista y, por tanto, antiobrero».
No les era precisa a los obreros para su convencimiento esta declaración del duce. La violencia contra el movimiento obrero, la destrucción de organizaciones creadas como fruto de décadas de esfuerzos y combates, el régimen de terror establecido en las fabricas, los atentados permanentes y sistemáticos a la situación material y jurídica de la clase trabajadora han sido para esta más elocuentes que toda la inflama fraseología de los fascistas.
Los sindicatos, gracias al sistema corporativo, se han convertido en un engranaje más de la máquina estatal burguesa. Los contratos colectivos de trabajo, estipulados inmediatamente después de la proclamación de la famosa Carta del Trabajo, que provocó la justificada admiración de la burguesía y de los socialistas reformistas de todos los países, establecieron la reducción de un 20 por ciento de los salarios de dos millones de obreros, reducción particularmente sensible por el hecho de que en Italia, incluso en los momentos de mayor pujanza del movimiento obrero, los jornales han sido siempre muy inferiores al mínimo vital necesario. Además, uno de los primeros resultados de la llamada reforma corporativa fue el licenciamiento de 51.000 ferroviarios y 32.000 obreros de otras categorías. Sumemos a esto que la jornada de trabajo de nueve horas es un fenómeno normal, y la de diez un fenómeno muy corriente. La única disposición aparentemente favorable a los trabajadores ha sido la introducción del Seguro social obligatorio. No hay que decir que la prensa fascista creó un gran alboroto en torno a esta reforma, efectuada, en realidad, a expensas de los obreros, puesto que el fondo del Seguro está constituido en un 50 por ciento por las cotizaciones de estos últimos.
Creemos suficientes estos datos para dar idea del verdadero sentido de la política social del fascismo italiano.
Lo único que de esta política merece la atención del señor Cambó es lo realizado en el pacto de las funciones, estructura y derechos de los sindicatos fascistas, concediendo, como de costumbre, una importancia exclusiva a las disposiciones de orden puramente formal. No concede más que una importancia secundaria a las reducciones de salarios, que considera «indispensables para un ajuste de precios». Ni siquiera alude a la jornada de trabajo. Estas cuestiones deben parecerle mínimas a un hombre que siente un interés tan «espiritual» por las finanzas. En su exposición, por otra parte extremadamente confusa, no hallaréis ni una sola indicación destinada a esclarecer la orientación fundamental del fascismo en la esfera política. Si buscáis un juicio concreto acerca de esta última no seréis afortunados, aunque una rica experiencia añeja suministre todos los elementos necesarios para formar opinión. No quiere esto decir, naturalmente, que el señor Cambó no se la haya formulado, pero fiel a su procedimiento, tiende siempre a velarla. «Hoy, de hecho —dice — , están suprimidos en Italia los conflictos sociales, como lo están en Rusia, y las ventajas que a la economía italiana ha reportado la desaparición de huelgas y lock-outs son innegables».
Lo que para el leader regionalista tiene aquí importancia es destacar el hecho de que, en Italia, bajo el régimen fascista, hayan desaparecido, según él, las huelgas, lo cual constituye uno de los argumentos siempre a punto de ser utilizados a favor de la dictadura. Las reservas acerca de la duración de estas ventajas, y sobre los resultados que puedan tener en «una mengua en el esfuerzo individual, así de patronos como de obreros», tienen un valor puramente secundario y están destinadas a atenuar el carácter demasiado categórico de la afirmación, porque conviene no olvidar que el autor se presenta exteriormente como adversario de la dictadura.
¿Es preciso, por otra parte, hacer notar, una vez más, el absurdo de comparar Italia con Rusia? En Rusia están, de hecho, suprimidos los conflictos sociales o, para hablar con más propiedad, los conflictos entre patronos y obreros, por la razón sencilla de que la clase patronal existe en proporciones tan mínimas, tiene un peso específico tan insignificante en la economía del país que no vale ni la pena de mencionarla. Y así y todo, no puede afirmarse que los conflictos hayan desaparecido definitivamente. En las contadísimas empresas privadas existentes, se ha producido, durante estos últimos años, más de una huelga, con la particularidad de que en Italia, en caso de huelga, todo el aparto del Estado y de las corporaciones —término que, dicho sea de paso para destruir una de las habituales confusiones del señor Cambó, es sinónimo de «sindicatos»— son incondicionalmente puestos al servicio de los patronos; en Rusia el Estado y los sindicatos son los instrumentos más eficaces de que se vale la clase obrera para luchar contra el patronato. Haremos constar finalmente que si, a consecuencia del terror fascista y del fracaso del movimiento revolucionario, el número de huelgas es menos considerable en Italia que antes del golpe de Estado de las «camisas negras», no es exacto que no se produzca ningún conflicto social. «El deseo de los fascistas de suprimir las huelgas —dice un escritor alemán fascista7— no ha significado su supresión».
En efecto, la explotación durísima de que son víctimas los obreros italianos a consecuencia de la «bienhechora» (para los patronos), «política nacional» del gobierno fascista provoca con frecuencia agitaciones y huelgas. Así, por ejemplo, a mediados de 1927 entraron en movimiento contra la anunciada disminución de los salarios en un 20 por ciento, no menos de 400 mil obreros8.
El gobierno sofocó el movimiento adoptando severísimas medidas de represión, pero el secretario general del partido fascista, Augusto Turati, vióse obligado a enviar, el mes de octubre, una circular a los prefectos en la que aconsejaba a los industriales suspender la segunda reducción de salarios en un 10 por ciento ya anunciada. Durante los años 1928 y 1929 las proporciones del movimiento han sido menos considerables, como consecuencia de la represión que debilita al proletariado y de la política más prudente de la CGT9, que ha preferido, en el período actual, consagrar principalmente sus fuerzas a un trabajo de organización para preparar nuevos ataques con mayores garantías de éxito.
Uno de los hechos más característicos de este movimiento fue el de su repercusión en las propias filas de los sindicatos fascistas. El hecho tiene una explicación sencillísima, pero que vale la pena examinar.
Los sindicatos fascistas no han sido nunca populares entre el proletariado que, a pesar de las decepciones sufridas y de las terribles represiones de que ha sido víctima durante estos últimos años, no ha perdido su sentimiento de clase y espera ansiosamente la hora de la revancha. El fascismo ha empleado, para conquistarlo, todos los medios. Pero todos inútilmente. La clase obrera no considera ni considerará nunca a las corporaciones como organizaciones propias.
Krúpskaia cuenta en sus Memorias que Lenin, durante los siete años de la negra represión que sucedieron a la revolución de 1905, cuando todas las organizaciones revolucionarias habían sido destruidas y el partido estaba desmembrado, gustaba de repetir una canción patriótica alsaciana, que decía así:
Vous avez pris l’Alsace et la Lorraine
Mais malgé vous nous resterons francais;
Vous avez pu germaniser nos plaines,
Mais notre coeur ne l’aurez jamais!10
Habéis destruido nuestras organizaciones —podrán decir hoy los obreros italianos— pero permaneceremos fieles a nuestra clase; habéis podido inscribirnos en los sindicatos fascistas; pero jamás poseeréis nuestro corazón.
La fuerza numérica de los sindicatos fascistas es completamente ficticia. No es cierto, como afirma el señor Cambó, que los obreros «trataron de ingresar en ellos, comprometiéndose a obedecer lo acordado». A excepción de algunas categorías, poco numerosas, de obreros no calificados (peones, panaderos, etc.), los trabajadores no han ingresado nunca en unos pseudo-sindicatos, que no son más que uno de los engranajes de la máquina estatal burguesa, si no han sido a ello obligados por el manganello, o como resultado de su adhesión mecánica mediante el descuento del importe de las cuotas efectuado por los patronos al pagar los salarios. En aquellos lugares donde no se han puesto en práctica los procedimientos coercitivos, ha sido insignificante el número de obreros ingresados en los sindicatos. Ahora bien, a pesar de las leyes de excepción y del terror, no han podido evitar los fascistas la fermentación de las masas regimentadas por la fuerza de sus corporaciones y hasta en cierto número de casos la pujanza del movimiento ha obligado a los directores de las organizaciones aludidas a ponerse de su parte para no perder su contacto con las masas.
La inquietud producida por este hecho obligó al partido a dirigir una circular especial a los directores de los sindicatos fascistas diciéndoles que «ante todo han de ser fascistas y después obreros o capitalistas». A su vez, el gobierno restringía las atribuciones, ya harto limitadas, de los sindicatos creando el llamado Estado corporativo.
La causa, inmediata de esta reforma fue, pues, la presión de las masas obreras, determinada por las contradicciones de clase que las medidas de represión son incapaces de borrar y no, como pretende el autor de Las Dictaduras una lucha abierta entre el gobierno y la Confederación Nacional de Corporaciones Fascistas. Rossoni y sus lugartenientes no habían renunciado en lo más mínimo a su propósito de subordinar la acción de las corporaciones a los intereses de la burguesía; pero, desde la base, desde las organizaciones locales, se veían desbordados por la clase obrera. Aconteció con ciertos sindicatos fascistas algo semejante a lo que sucedió en Rusia con las organizaciones sindicales policíacas de Zubátov y Gapón, que creadas para contener y desviar, los avances del movimiento obrero viéronse obligadas, bajo la presión de la masa obrera, a declarar huelgas, si no querían perder sus adheridos.
Resumiendo: bajo el pabellón de la «defensa de los intereses de la producción y del Estado», el gobierno fascista practica una política social exclusivamente favorable a los patronos, y que se manifiesta por leyes de excepción contra las organizaciones de la clase obrera, por la reducción de los salarios, la prolongación de la jornada de trabajo, la supresión de todas las mejoras conquistadas por el proletariado. Los sindicatos fascistas no son más que organismos del Estado puestos al servicio de la burguesía y contra los cuales la clase obrera mantiene una irreductible actitud e hostilidad. A pesar de sus esfuerzos y del terror, el fascismo no ha conseguido evitar que las contradicciones de clase se manifiesten; el descontento del proletariado, fruto de una explotación y de un régimen de represión durísimos, provoca a menudo movimientos de protesta que los directores de las corporaciones fascistas son impotentes para contener y que en muchos casos se ven obligados a seguir.
- Al presentarse por primera vez ante el parlamento, el 16 de noviembre de 1922, Mussolini empezaba su discurso en los siguientes términos: «el acto que cumplo hoy en esta Cámara es un acto de deferencia ante vosotros y por el cual no os pido manifestación alguna de gratitud». Y el 27 del mismo mes, al contestar los discursos pronunciados con motivo de la declaración ministerial, añadía: «¿Quién me impedía cerrar el parlamento? ¿Quién me impedía proclamar una dictadura de dos, tres o más personas? ¿Quién podía resistirme, quién podía resistir un movimiento que no es de 300.000 boletines electorales, sino de 300.000 fusiles? Nadie».
- H. Sandomirski: Teoría y práctica del fascismo europeo. Moscú 1929, p. 81.
- El anarcosindicalista italiano Armando Borfhi, en su libro L´Italia fra due Crispi (Paris, 1925), califica a Mussolini de «caricatura de Francesco Crispi».
- Benito Mussolini: La nuova política dell´Italia. Discorsi e dictriarazzioni. Milán, 1923. p. 91.
- Mussolini: obra citada.
- Citado por Sandormiski. Obra citada, p. 88.
- Manardt: Der Faschismur Munchen, 1925.
- Sobre la lucha económica de la clase obrera italiana durante estos últimos años contiene datos muy interesantes el folleto Lázione dei sindicate di classe sotto il terrore fascista publicado a principios de este año por la CGT
- Conviene recordar que la CGT abandonada ignominiosamente por sus dirigentes reformistas, se halla actualmente en manos de los elementos revolucionarios.
- «Habéis tomado Alsacia y Lorena. Pero, a pesar vuestro, seguiremos siendo franceses, habéis podido germanizar nuestras llanuras, pero jamás obtendréis nuestro corazón.»