Unas breves conclusiones, para dar fin a este capítulo, acerca de las perspectivas del fascismo italiano, a propósito de las cuales ha preferido el señor Cambó guardar un prudente silencio.
La economía italiana atraviesa una profunda crisis. El déficit de la balanza comercial fue de 7.500.000.000 de liras el año 1928, y de 5.000.000.000 los siete primeros meses de 1929. El número de quiebras aumenta constantemente: el año pasado alcanzó un término medio de mil por mes. En enero del mismo año fueron 69.271 las letras protestadas, y 72.551 en el mes de junio.
En este estado de crisis general que, con un intervalo de relativa prosperidad de la industria en 1924 – 1925, a causa de la inflación, dura ya desde hace muchos años, un pequeño grupo de capitalistas, situados en el vértice del aparto económico y que utilizan del Estado, son los únicos que se aprovechan de la situación, obteniendo elevados beneficios en detrimento de todas las demás categorías sociales.
Las causas permanentes o, por decirlo así, orgánicas de la crisis son la falta de materias primas, a que ya hemos aludido, la contradicción de intereses existentes entre la agricultura y la industria en general, de una parte, y de otra, entre la industria ligera y la pesada.
Como la de los demás países, la burguesía italiana ha intentado salir de la crisis valiéndose de la racionalización, de la rebaja de los salarios, de la prolongación de la jornada de trabajo y de la supresión de todas las mejoras económicas y jurídicas conquistadas por la clase obrera. Pero esta política —como ya hemos dicho en el capítulo primero— con referencia a todos los países, si bien ha aumentado considerablemente la capacidad productora de la industria, ha reducido las posibilidades adquisitivas de la clase obrera, ha aumentado enormemente el ejercito de los sin trabajo, y por consiguiente ha creado un desequilibrio entre el desarrollo del aparto industrial y las exigencias del mercado.
La única salida podría hallarse en una política de expansión, pero el capitalismo italiano tropieza en este camino con serios obstáculos. La encarnizada lucha de las potencias imperialistas por la conquista de los mercados hace extremadamente difícil no solo la obtención de otros nuevos, sino la conservación de los que ya posee la burguesía italiana. Por otra parte, la revalorización de la lira —una de las «grandes reformas» de Mussolini— disminuye las posibilidades de competencia de la industria italiana en los mercados exteriores.
Queda otro camino: el de la política de expansión agresiva mediante la acción militar. Durante algún tiempo el gobierno fascista se ha orientado en este sentido. Todo el mundo recuerda los inflamados discursos del duce a favor de la reconstitución del Imperio romano, de la creación de la Gran Italia. La protección decidida del Estado a las industrias de guerra y a los bancos directamente ligados a ellas indican que, hasta un periodo muy reciente, el gobierno fascista se propuso no apartarse de este camino. Pero esa tendencia pierde cada día más terreno. El militarismo cuesta muy caro; los dispendios en concepto de sostenimiento del ejército y de la policía representan más de una tercera parte del presupuesto (siete mil millones de liras). Por otra parte, las aventuras coloniales de Italia han dado más bien resultados negativos, que no han compensado, ni mucho menos, los sacrificios realizados, circunstancia que no es la más indicada para favorecer la popularidad de la guerra.
Por todos estos motivos, durante estos últimos tiempos se observa una acentuada tendencia a buscar la solución de la crisis en intensificar la expropiación de las clases medias y la explotación del proletariado.
La crisis económica repercute, claro está, en la vida política y especialmente en las filas del partido fascista. Es comprensible. La política del gobierno, favorable al gran capital, empeorará no solo la situación de la clase obrera, sino también la de la pequeña burguesía, que empieza a manifestar ostensiblemente su descontento.
Las contradicciones entre la pequeña y la gran burguesía, entre los industriales y los agrarios, se exteriorizan hasta tal punto en el seno del partido, que con frecuencia ofrecen los caracteres de una lucha abierta: críticas de la dirección, revueltas contra ella, insumisión a las órdenes superiores. El gobierno intenta evitar que la crisis aparezca en la superficie valiéndose de medios represivos (relevo constante de cargos, expulsiones del partido, etc.) y renovando sus esfuerzos para la constitución de un bloque de todas las clases privilegiadas. Pero no pueden contenerse eternamente las contradicciones económicas entre el capitalismo y el proletariado y aún en el seno mismo de la burguesía.
Lo que ya desde ahora puede afirmarse de modo categórico es que si los progresos en el terreno de la estabilización capitalista no van acompañados del mejoramiento de la situación de la pequeña burguesía, el fascismo contará con la hostilidad de esta; hecho de capital importancia, puesto que, como sabemos, la base del fascismo ha sido hasta ahora la pequeña burguesía urbana y rural.
En estos últimos tiempos, el descontento ha revestido en el campo formas amenazadoras. En Sulmone, en la región Emilia, se han registrado verdaderas insurrecciones de campesinos. En Faenza se libró un combate que duró más de cuatro horas. Por lo que atañe a los obreros, que han mantenido invariable su actitud decididamente adversa al fascismo, el descontento va adquiriendo también un carácter inquietante para el gobierno: las manifestaciones turbulentas de los sin trabajo en Génova y en diversas localidades del Véneto, los ruidosos incidentes en varias fábricas, especialmente en la Fiat de Turín, han constituido síntomas no menos amenazantes. Señalemos, finalmente, dos hechos sobremanera significativos y no menos llenos de peligros para el fascismo: durante estos últimos meses se han dado reiterados casos de negativa de los miembros de la milicia a intervenir contra los movimientos de protesta, y la juventud fascista de las fabricas se ha solidarizado más de una vez con los obreros en lucha contra el patrono.
Sería un error considerar todas estas circunstancias como síntomas de una caída inminente del régimen fascista. El capitalismo dispone aún de vastas posibilidades de maniobra para ir sorteando las dificultades económicas, y el régimen fascista se apoya en una sólida organización de partido en un potente mecanismo de represión.
Pero, en definitiva, la crisis económica no podrá ser resuelta por el gobierno fascista ni por ningún gobierno burgués, porque no hay fuerza humana capaz de borrar las contradicciones existentes y porque no es más que una manifestación de la crisis general del capitalismo. Todo permite afirmar que la crisis no solo no será superada, sino que, con posibles intervalos de reacción temporal, se irá agravando.
Para atenuar sus consecuencias, el fascismo, aunque tenga su base en la pequeña burguesía, no podrá orientarse más que en el sentido de acentuar su política favorable a los intereses del gran capital, porque la pequeña burguesía no ha realizado, ni podrá realizar nunca, una política económica propia. Ello empeorará la situación de esta clase, tendrá una repercusión profunda en las filas del partido fascista, tambaleando su base, y estimulará el desarrollo del movimiento revolucionario.
Es imposible fijar actualmente al fascismo un término de duración y determinar de un modo concreto cuál será el desenlace inmediato de la crisis. Dependerá estrictamente de la correlación de fuerzas existentes en el momento crítico y del grado de organización e iniciativa de las fuerzas susceptibles de desempeñar un papel decisivo. Lo único que podemos hacer, basándonos en los datos precisos que hoy conocemos, es subrayar la tendencia general de los acontecimientos.
La burguesía italiana seguirá soportando el experimento fascista en la medida en que este la garantice contra el peligro de una revolución proletaria. El día en que dude de la posibilidad de esta garantía, estará decidida la suerte del fascismo. En tal momento crítico, el retorno de Italia a un régimen constitucional y parlamentario no está descontado. Muy al contrario, la burguesía buscará en él el medio de conservar su predominio, de salvar el sistema capitalista, deslumbrando con el espejuelo de la democracia a las masas pequeño-burguesas, cuyo peso específico tiene en Italia tan enorme importancia. Lo que no estamos ahora en condiciones de poder afirmar es si conseguirá sus propósitos. Si en aquel momento el proletariado revolucionario ha logrado organizarse sólidamente, si cuenta con un partido bien disciplinado y coherente, si ha extendido su influencia a la mayoría de la población explotada y muestra la iniciativa necesaria para entrar en acción en el momento preciso, fracasará el experimento de democracia burguesa y la crisis italiana hallará el camino de su verdadera solución: el derrumbamiento de la burguesía y la instauración de la dictadura del proletariado. Si, por el contrario, la clase obrera se halla debilitada o su vanguardia no se comporta a la altura de su misión, el experimento democrático burgués puede triunfar transitoriamente y mantenerse hasta el momento inevitable en que dirán la última palabra los únicos que históricamente están llamados a decirla: las masas explotadas de las ciudades y los campos.
Andreu Nin
1930