Al mediodía del 27 de noviembre de 1871, un tribunal militar español en juicio sumarísimo, condenó a muerte a ocho estudiantes de Medicina de la Universidad de la Habana y a trabajos forzados a otros 31, sin descontar que impuso reclusión carcelaria a cuatro educandos de ese centro. El llamado Cuerpo de Voluntarios, fuerza paramilitar del colonialismo español para reprimir todo sentimiento independentista en la Isla, festejó la sentencia, cuando uno de sus capitanes, desde el balcón de un edificio de la Plaza de Armas, la dio a conocer a la multitud chovinista congregada allí. Los 31 condenados a trabajos forzados fueron llevados como criminales por las calles de la ciudad hacia las canteras de San Lázaro, en donde los pusieron a picar piedras con solo un poco de café aguado en el estómago. A los ocho condenados a muerte, conducidos hacia la explanada de La Punta, los colocaron de cara a la pared del depósito del Cuerpo de Ingenieros, de rodillas y de dos en dos, y ejecutados a eso de las cuatro de la tarde por el piquete encabezado por el capitán de Voluntarios Ramón Pérez de Ayala. ¿Qué horrendo crimen habían cometido esos ocho estudiantes y sus 31 compañeros para recibir sanción tan severa y haber concitado el odio de los «patriotas» españoles? LOS HECHOS En la tarde del jueves 23 de noviembre de 1871, los alumnos del primer año de Medicina de la Universidad de La Habana se dirigieron hacia el anfiteatro de San Dionisio, contiguo al Cementerio de Espada, para su clase de Anatomía. Ese día faltó el profesor. Entre los estudiantes, como era usual en la época en que la Universidad recibía muchos adolescentes incluso de 14 años de edad, comenzaron a jugar y a tirarse piedras. El presbítero Mariano Rodríguez, capellán de la necrópolis, les reconvino y amonestó. Los muchachos no hicieron caso y siguieron jugando en la entrada del camposanto. Cuatro de ellos cogieron la carretilla destinada a transportar cadáveres a la sala de disección. Y uno arrancó una flor del jardín… Dos días después, a primera hora de la mañana, el gobernador político español Dionisio López Roberts, atendiendo una denuncia anónima, se personó en el Cementerio de Espada. Este siniestro personaje solo andaba buscando una justificación para reprimir a la población cubana residente en la ciudad. La animadversión de López Roberts y los llamados Voluntarios se exacerbaba después de la muerte en una ciudad norteamericana de un periodista español Gonzalo Castañón, partidario furibundo del colonialismo, en un duelo con un cubano. En ausencia del capellán lo atendió el celador, Vicente Cobas. A este, un insistente rumor lo señala acusadoramente como el difamador soplón. Acto seguido, acompañado por el inspector de policía Manuel Araujo, se presentó en el aula de segundo año para detener a sus alumnos como presuntos profanadores de la tumba de Gonzalo Castañón, furibundo partidario de la colonia española, fallecido meses antes en un duelo irregular. Solo la actitud viril del profesor Juan Manuel Sánchez Bustamante, quien arguyó: «yo respondo de la conducta de mis alumnos, entre ellos no hay ninguno capaz de realizar actos de tal naturaleza», impidió la detención. López Roberts insistió en el aula de primer año: allí el profesor no fue tan valiente y los 45 estudiantes fueron arrestados. Solo un sanitario del Ejército español, quien asistía de oyente y fue dejado en libertad, y tres ausentes —otras fuentes señalan incluso un cuarto alumno que no fue ese día a clases- se salvaron de ir a prisión. De nada valió que el capellán del cementerio tratara de demostrarle al gobernador político López Roberts que nunca hubo profanación. Los estudiantes ya estaban sentenciados. Uno de los Voluntarios resumió la situación: «No importa de que no sea cierta la profanación; hay que vengar la muerte de Castañón y esto no se consigue más que derramando sangre cubana». JUSTICIA «A LA ESPAÑOLA» Se constituyó un consejo de guerra, presidido por el coronel Alejandro Jaquetot e integrado por quince capitanes, con el comandante Mariano Pérez como fiscal. Como defensor se designó al capitán Federico Capdevila. El primer veredicto, con sentencias muy benignas, fue rechazado por los paramilitares partidarios de la colonia española, el llamado Cuerpo de Voluntarios, y el mismo tribunal tuvo que «volver a deliberar». El segundo dictamen los satisfizo. El tribunal comenzó por separar a cuatro de los 43 estudiantes detenidos. Dos de ellos eran hijos de españoles ilustres de la colonia y parece que la orden vino de «las alturas» y ni los Voluntarios la discutieron. A los dos hijos de cubanos, les salvó que uno de ellos era el cuñado de un «juez», quien abogó por él y por su amigo y compañero de estudios. Los cuatro fueron sancionados a una leve reclusión carcelaria sin imponerles trabajos forzados. A los 39 restantes, se les «quintó», por lo que se determinó así en ocho los que iban a ser condenados a muerte. Cinco de ellos ya estaba predeterminados: Alonso Álvarez de la Campa (La Habana, 1855), por arrancar la flor; Ángel Laborde (La Habana, 1853), Anacleto Bermúdez (La Habana, 1851), José de Marcos Medina (La Habana, 1851) y Juan Pascual Rodríguez (1850), por jugar con el carro de los cadáveres. Los restantes se seleccionaron por sorteo: Eladio González (Quivicán, 1851), Carlos de la Torre (Camagüey, 1851) y Carlos Verdugo (Matanzas, 1854), quien por una de esas ironías se encontraba en su ciudad natal el jueves 23 por lo que no podía haber tomado parte en la pretendida profanación. Pero sin tomar de cuenta ese aspecto, fue fusilado con los demás. Once alumnos —entre ellos Fermín Valdés Domínguez, quien ya había sido encausado junto con José Martí por infidencia en 1869— fueron sentenciados a seis años de cárcel; veinte estudiantes, a cuatro años; otros cuatro, a seis meses. Aunque ya estaba en libertad, también fueron «juzgados» Octavio Smith, menor de edad e hijo de una norteamericana, e Ildelfonso Alonso, natural de Santander, España: Resultaron, como era obvio, absueltos. Lo interesante de este juicio no es que las sanciones nos parezcan muy desproporcionadas ante el supuesto delito, sino que ni siquiera este pudo probarse. El capellán del cementerio aclaró entonces ‑y hasta su muerte no cesó de afirmar- que las rayas en el nicho de Castañón (la pretendida profanación), cubiertas por el polvo y la humedad, «las he visto desde hace mucho tiempo y por lo tanto no pueden suponerse hechas por los estudiantes». Por su honestidad, el presbítero fue separado en aquel noviembre de su cargo por las autoridades españolas. Dicen que la Iglesia Católica tuvo que esconderlo en aquellos días de 1871 para que no sufriera las iras de algunos Voluntarios que le llamaban traidor. Un juicio tan amañado como este, con acusaciones no probadas y severas condenas, ¿no nos recuerda otro proceso reciente por el que cinco compatriotas todavía están presos? |