En 2009 ha sido Barack Obama el galardonado con el Nobel de la Paz. Dicen que el propio elegido, dando muestras de sentido común, recibió con sorpresa la noticia. Durante los últimos cien años ‑tiempos de expansionismo yanqui- la aturdida palomita de Nobel se ha posado cinco veces en los espinudos ramajes del imperio. Cada vez que esto ha sucedido, la paz ha salido mal parada y el imperio reforzado.
En 1906 premiaron con dicho galardón a Teodoro Roosevelt, el que implantó la doctrina de que EEUU podría intervenir en Latinoamérica cada vez que le viniera en gana. En 1919 se lo regalaron a Woodrow Wilson que, cuatro años antes, había invadido Haití; se llevó por delante a miles de humildes isleños que no estaban de acuerdo con una visita que duró 18 años. En 2002 fue galardonado Jimmy Carter; durante sus años de presidencia fue menos beligerante que otros colegas pero también enseñó los dientes cuando la causa lo requería: «Estados Unidos debe emplear cualquier medio que sea necesario, incluyendo la fuerza militar, para garantizar los recursos estratégicos». Pero el Nobel más escandaloso que voló hacia Norteamérica fue el concedido a Henry Kissinger. No llegó a ser presidente, pero acumuló más poder que muchos que lo fueron. Desde la Secretaría de Estado apadrinó a dictadores e instigó matanzas en Vietnam, Chile, Argentina, Indonesia, Timor… Aquel año de 1973 le concedieron el mismo Nobel ex aequo al dirigente vietnamita Le Duc Tho; éste renunció al premio pues no estaba dispuesto a compartirlo con el carnicero de su pueblo.
¿Pueden conciliarse imperio y paz? Se trata de dos proyectos incompatibles y contrapuestos. El nuevo Nobel de la Paz es un claro exponente de las contradicciones que este binomio acarrea. Sus mensajes halagan el oído de los progresistas, pero alegran el bolsillo de los conservadores. Fue elegido con el voto de muchos ciudadanos humildes y defiende los intereses de unas élites minoritarias y acaudaladas. Ratificó como secretario de Defensa a Gates, el belicista asesor de Bush que instauró y sigue promoviendo la guerra global. El cortés Obama ejerce como presidente del imperio más agresivo del mundo. Sin perder su sonrisa afable, ha decidido salpicar de bases militares todo el continente americano. Con voz modulada y tranquila, ha dado las órdenes pertinentes para que se incremente la guerra en Afganistán y para que se extienda la barbarie por las montañas de Pakistán. Las caricias públicas a sus hijas no son impedimento para reafirmarse en la ocupación iraquí con todo el reguero de torturas y muertes que dicha invasión acarrea. Las galanterías mediáticas para con su esposa son compatibles con el apoyo al criminal sionismo.
El jurado de Oslo, antes de adoptar su tendenciosa decisión, debería haber escuchado a las víctimas. Malalai Joya, ex parlamentaria y activista afgana se expresaba así: «Es de risa e insultante para la paz que le hayan otorgado el Premio Nobel a Obama ¿Qué ha hecho en estos meses? Engañar». Barack es un emperador esbelto, simpático e inteligente. Pero sus desvelos imperiales en nada se corresponden con la paz.