Una constitución es algo muy importante para un pueblo, para una nación. Sin ánimo de entrar en estériles debates académicos o en definiciones exhaustivas, se puede afirmar que una constitución, la norma fundamental de un Estado, representa y regula la vida institucional y política de una comunidad y sirve para que ésta y sus ciudadanos se desarrollen dentro de un marco de derechos y obligaciones. Asimismo, la constitución es la base político-jurídica sobre la que se desarrolla la nación representada en ella. En este sentido, traduce la voluntad popular y establece de ese modo los valores generales por los que se rige una determinada comunidad. Una comunidad humana y, por lo tanto, cambiante.
A esto hay que sumar que durante la época contemporánea las constituciones han asumido, al menos teóricamente, los principios establecidos en la Declaración de los Derechos Humanos. En todo caso, las constituciones no dejan de ser reflejo normativo de los pueblos concretos que pretenden regular, de las balanzas de poder existentes, de los pactos adoptados en un momento dado, de sus tradiciones políticas y culturales… Por ello, la salvaguarda de los derechos humanos dependerá tanto o más de esa realidad histórica y política que del modo en que esos valores estén reflejados en una Carta Magna. Los derechos no son porque se escriben, sino porque se defienden, se garantizan, se ejercen; en sentido inverso, dejan de ser porque se violan, por mucho que una determinada ley diga lo contrario. Desgraciadamente, los derechos tampoco se imponen; como mucho, se conquistan.
Evidentemente no todas las constituciones cumplen, no al menos del mismo modo, las funciones sociopolíticas mencionadas. En efecto, la constitución es la garantía jurídica formal de que una entidad política se rige por los principios de un estado de derecho. Sin embargo, especialmente durante la última década, la constante alusión por parte de los poderes establecidos al estado de derecho tiene como objetivo apuntalar la idea de que «estado de derecho» y «democracia» son sinónimos. Lo cierto es que el «estado de derecho» se ha convertido en la coartada con la que los poderosos reducen la democracia, entendida ésta en un sentido político integral y profundo, a una cuestión jurídica y formal. O, dicho con otras palabras, la manera más efectiva que tienen en la actualidad quienes detentan el poder político ‑y que por lo tanto son garantes del statu quo- para recortar derechos y libertades.
Por otro lado, es significativo que aquellos movimiento políticos de izquierda que a nivel mundial promueven un cambio estructural hayan centrado sus esfuerzos en lograr cambios constitucionales vía referéndum.
El independentismo es constitucionalista
En definitiva, desde un punto de vista político, no se puede nunca despreciar el valor de los textos constitucionales en tanto en cuanto, a día de hoy, se han conformado como garantía del poder político, tanto a nivel interno, dentro de un territorio, como a nivel externo, dentro de la comunidad internacional. Es más, toda comunidad política ‑también las diversas comunidades sociales o culturales- aspira a ver sus demandas reflejadas en un texto constitucional, bien sea el suyo propio o el del estado en el que convive con otras comunidades.
De ahí que la dicotomía que durante la última década ha promulgado la intelligentsia hispana entre nacionalistas, por un lado, y constitucionalistas, por otro, además de falaz es perversa. Porque todo nacionalista aspira, por definición, a establecer una constitución para su pueblo. No existen, por así decirlo, nacionalistas anticonstitucionalistas. En todo caso serán nacionalistas que aspiran a tener constitución propia. Es decir, independentistas frente a unionistas que gozan ya de una constitución que garantiza sus derechos individuales y colectivos. Derechos que al no ser universales, aplicables a todos los pueblos y ciudadanos por igual, se convierten en privilegios.
Es algo tan sencillo de entender como que mientras muchos vascos aspiran a poder decidir qué quieren ser y hacer con su futuro, muchos españoles creen tener derecho a decidir qué pueden ser o dejar de ser los vascos. Y lo que es peor, constitucionalmente lo tienen. Incluso no es necesario que una mayoría de españoles esté de acuerdo en ello. Basta que lo decida el Ejército, el Gobierno o, como en el caso de Catalunya, el Tribunal Constitucional.
Las razones por las que hace más de tres décadas vascos y vascas decidieron mayoritariamente no apoyar esa Constitución son evidentes, se infieren de las más básicas nociones de política y derecho, de democracia y constitucionalismo. Pero es que, además, se han reforzado con el paso del tiempo. Mirando a las tres últimas décadas ‑o sin necesidad de ir tan lejos, concentrándose en el último mes‑, está claro por qué aquellas y nuevas generaciones de vascos aspiran a escribir su propia constitución.
Desde el punto de vista independentista, el nuevo ciclo político no es sino la transición hacia la construcción de un Estado vasco, constitución incluida, dentro del marco europeo. Eso sí, con la condición democrática básica de que así lo decida una mayoría de sus ciudadanos. Y ahí el independentismo tiene ventaja: no ha confundido ley con justicia ni estado de derecho con democracia.