Aunque Alvarez-Solís no pudo estar presente en la manifestación que bajo el lema «Eskubide guztiak» denunció la macro-redada contra la juventud independentista vasca, manifiesta su identificación plena con lo que miles de personas reclamaron por las calles de Bilbo: el respeto de todos los derechos. Ese es, además, el punto de partida del artículo.
Mi lejanía geográfica y el peso de los años me impidieron estar físicamente en la pasada y multitudinaria manifestación de Bilbo para protestar por la última ola de detenciones de jóvenes nacionalistas abertzales. Pero a donde no llegan piernas, alcanza corazón. Estaba yo allí, tras la pancarta que exigía todos los derechos. «Eskubide Guztiak». Porque el presente político y social no puede limitarse a la defensa de un derecho concreto; no debe encerrarse en el recuadro de una petición limitada y administrativa. Es preciso lo fundamental.
Y lo fundamental constituye el entramado de unos derechos muy rotundos, significativos y escasos en número que constituyen el venero de la libertad. La libertad se construye con esos derechos esenciales que funcionan como la tabla periódica de los elementos, en la que, para que funcione la vida mineral, no se puede prescindir de ninguna sustancia en el orden general de de las valencias. Cuando se quebranta o desconoce alguno de esos derechos ‑el de expresión, el de pensamiento, el de respeto personal, el de igualdad…- toda la construcción jurídica y humana se viene abajo y deja tras sí el polvo asfixiante de la ejercida brutalidad. Y no vale ante esta realidad básica acogerse al concepto de excepción en los momentos calificados como graves. Como no vale tampoco adjetivar esos derechos con distingos a fin de ponerlos en prisión, con abuso y escándalo. Esos derechos son plenos y determinan la total salud democrática del cuerpo social.
Siguiendo el orden de estas cavilaciones se llega a concluir que los derechos de que hablamos, fundamentales y genesiacos, no pueden declararse como propios sin contaminarlos de muerte. Son derechos que funcionan como el aire, que es de todos en común aunque cada cual lo respire a su manera. Llegados a este punto no es baladí condenar una vez más esa descripción de la libertad que consiste en definir la libertad de cada cual como aquella que empieza donde acaba la libertad del otro. ¡Monstruosa añagaza para hacer de la libertad una herramienta del poderoso frente al más débil o minoritario!
Porque trocear la libertad sólo se le acude al que posee armas para quedarse con la porción más grande y determinante. La libertad es una dimensión del nacimiento, momento en que se produce la igualdad verdadera. Y la madurez no puede gestarse abandonando la impronta primera que nos lleva a ser. Quienes desde su supuesta madurez, democrática y política, menosprecian la libertad del conjunto o la anulan totalmente saben que su postura está determinada por un exceso de fuerza que acaba siempre, siempre, en el recurso inmisericorde a la misma.
La multitud ciudadana que llenó una vez más las calles de Bilbo, en protesta contra el perverso huracán que hiere a la juventud vasca, defendía el lema «eskubide guztiak» como la única propuesta para hablar seriamente de libertad y democracia. ¿O acaso hay libertad compatible con las encarcelaciones y las torturas ‑desde las psicológicas a las físicas- que impiden a unos jóvenes luchar por su patria? Y no se alegue, llegados a este punto, esa salmodia sobre la necesidad de proceder políticamente y sin violencia alguna. ¿Acaso la violencia se ejerce con unas pancartas o con unas manifestaciones ideológicas? ¿Puede hablarse seriamente de que un pensamiento político, por mucho calor que contenga su manifestación, equivale a fuerza armada? Y si surge la irritación dígaseme, con la mano sobre los sagrados textos, quién de verdad ejerce la violencia primera y determinante del resto del proceso levantisco. Hablemos de ello sin falsedad ni hipocresía, sin rusticidad en los comportamientos institucionales. Es doloroso, mejor aún, triste, contemplar como la tribuna institucional se puebla de voces elementales en la expresión y nacidas de una vacío radical de ideas.
He aquí a unos dirigentes afinando las armas de su Policía y falsificando la balanza de su pretendida justicia ante aquellos que quieren hablar como pueblo necesitado de soberanía para serlo. Esos dirigentes que califican sin análisis previo y que deciden sólo para la protección de unos intereses espurios. Ante ellos estamos sin más defensa que la voz abierta al campo, entre mil peligros que acechan su manifestación. Y ante tal panorama ¿se ha de aceptar la balanza con la que tales dirigentes pretenden pesar el alma vasca por ver si su peso excede el orden de sumisión? ¡Quiten allá quienes así pretenden gobernar de tal forma y con tales maneras un país viejo de libertades y joven siempre de conciencia!
«Hemen torturatzen da». Aquí se tortura, porque es tortura no sólo el incalificable trato físico del aprisionado ‑de un trato condenado por instancias internacionales- y que doy por improbado al no ser debidamente investigado, sino la fuerza opresora sobre todo un pueblo que lucha por algo tan simple como ser él mismo. Leyes convertidas en látigo de siete colas, tribunales de excepción al desconocer al juez natural, parlamentos que han votado ya antes de reunirse, dirigentes que vuelcan su sombra desde una voluntad extranjera… Y todo eso ¿en nombre de qué, si no es de un propósito despótico que al fin se consume, para desgracia de todos, en una hoguera de vanidades y dominio? Qué fácil es protagonizar el comportamiento contrario, la buena voluntad, la amigable consideración del vecino, el correcto discurso del que quiere entenderse. Qué mala digestión tiene esa voracidad de tierras y seres.
Si el siglo XXI ha de sacarnos del seísmo que padecemos habrán de seguir sus hombres públicos y quienes los dirigen desde la riqueza insidiosa y el poder oculto la opuesta política de bajar a la calle, de comprender el entorno y de entender de una vez que la sociedad no puede seguir siendo gobernada por unos mandos electrónicos que fingen panoramas deslumbrantes donde no hay más que juegos verbeneros de luces y retóricas falsificadoras de la verdadera realidad. Se trata de regresar de los grandes horizontes carentes de humanidad a los territorios de vecindario y modestos deseos de bienestar. No se nos diga una y otra vez, con la conciencia hecha unos zorros, que la globalización, que hace inalcanzables para el común el control de su vida, surge por sí misma como una irreprimible mecánica histórica, como una consecuencia de las cosas mismas. Ni globalización social, ni globalización política, ni globalización religiosa, ni globalización del saber, ni estados globalizados en sí mismos para ser puestos al servicio de los grandes globalizadores. O la vida regresa al cuenco concreto y modesto de nuestras manos o esas manos serán uncidas al servicio de intereses bastardos, como ya lo son ahora.
E skubide guztiak». Pero esos derechos han de ser nuestros derechos, los que dimanan de nuestras posibles fuerzas y de nuestras emociones más íntimas. Los derechos no pueden seguir brotando de las directrices de quienes beben de la gran cascada del poder, desde los que reciben el agua con fuerza hasta los que se conforman con ponerle banderín universal a una gota ridícula y provinciana. El gobierno o es autogobierno o es opresión colonial. Creo además que el conjunto de pueblos que sean capaces de vivir para sí mismos serán muy capaces de construir una gran estructura universal. No sé si hay que tener muchas cosas, lo que parece preciso es tenerlas. En eso consiste la modernidad. En donde cada hogar posea su propia chimenea para administrar el calor que necesita ha de darse forzosamente el bienestar colectivo. Pertenecer a un gran imperio es sumir la libertad en el crimen que sostiene a los grandes intereses, sobre todo si esos intereses están gobernados por capataces que manejan la manguera por donde fluye el combustible vital.
Gara