El presidente de EEUU, Barack Obama, ha centrado su política exterior en Afganistán y por extensión en Pakistán. Al envío de 30.000 soldados se le une el anuncio de la retirada de las tropas, fijada para 2011. Para muchos, su estrategia se asemeja a la que podían haber diseñado John McCain y Sarah Palin de haber ganado.
El reciente anuncio, televisado en hora de máxima audiencia para todo el país, de ampliar el número de tropas estadounidenses y aliadas en suelo afgano, al tiempo que señalaba tres años más de ocupación, podría situarse en la línea argumental de sus predecesores. Incluso, como ha señalado algún analista, podría ser «el mismo guión que se podía esperar de John McCain y Sarah Palin si éstos hubieran ganado las elecciones de 2008».
Ya en marzo pasado, el presidente Obama presentó los pilares de lo que iba a ser su estrategia hacia Afganistán. Entonces, «lo que en realidad era una estrategia contrainsurgente, se vendió al público norteamericano como una táctica antiterrorista». El discurso oficial, tanto antes como ahora, ha estado adornado de supuestos objetivos centrales: «La instauración de la democracia, combatir a Al Qaeda y construir un Estado afgano estable y duradero».
Sin embargo la realidad se muestra de una manera totalmente opuesta. Lo que realmente prima en la estrategia de la Casa Blanca es una evidente militarización de la ocupación. Esta política va a suponer un alto coste político y humano, y sus consecuencias se han venido mostrando desde hace meses. Cada día que pasa es más que evidente la supremacía del poder militar, que, como en la era de Bush, sigue siendo clave y decisivo para marcar las líneas centrales de la política exterior. Parece que el discurso neocon se ha vuelto a imponer, ya que en su día tan sólo éstos y los militares seguían defendiendo la posibilidad de «una victoria militar» en Afganistán.
Seguir afirmando que la defensa de la democracia en Afganistán es uno de los pilares estratégicos suena a burla, sobre todo si hacemos un breve repaso a las recientes elecciones presidenciales en aquel país. La cita electoral estuvo marcada por la inseguridad, el auge de la resistencia y un fraude sistemático. La retirada de Abdullah Abdullah permitió la reelección automática de Hamid Karzai, que a lo largo de todo el proceso supo manejar a su favor el aparato institucional y las fuerzas de seguridad a su favor en todo el proceso. También recibió un trato privilegiado de los medios de comunicación locales y fue capaz de colocar «hábilmente» a sus seguidores en la llamada Comisión Electoral Independiente.
Mientras que EEUU y sus aliados desencadenaban una campaña contra Karzai, en busca de un cambio en la presidencia, Karzai se fue rodeando de importantes aliados regionales, muchos de ellos antiguos señores de la guerra, lo que unido a los abusos electorales le ha permitido repetir en el cargo.
Todos esos acontecimientos no han pasado desapercibidos para la población local. La participación real podría situarse en torno al 20 ó 25%, con un apoyo para Karzai en torno al 10 ó 15%. Por todo ello, buena parte de la población piensa que ese sistema «democrático» es una verdadera tomadura de pelo.
La excusa de Al Qaeda tampoco parece que funcione. Cada vez son más las voces que señalan que la interrelación entre esa organización yihadista y la resistencia afgana es muy pequeña. También son muchos los que apuntan a que la militancia de ese grupo no se nutre de afganos, sino de ciudadanos egipcios o saudís, poniendo sobre la mesa una evidente contradicción entre lo que se dice o justifica en Washington y la realidad. Cayendo además en el error de ocultar las evidentes diferencias ideológicas y estratégicas entre el movimiento yihadista transnacional y la resistencia afgana, que busca la instauración de un emirato islámico en Afganistán.
Tampoco se puede defender la idea de construir un Estado estable y duradero, sobre todo si observamos que buena parte del país está en manos de la resistencia y que la labor del Gobierno y de las instituciones impulsadas por la ocupación apenas tiene incidencia en algunas partes de la capital. Un próximo revés para los defensores de esas teorías lo podremos encontrar cuando Karzai deba «pagar los favores y apoyos recibidos en la campaña electoral, algunos de los cuales ya se han visualizado de una u otra manera.
Algunos analistas señalan que, tras la ofensiva militar, la Casa Blanca estaría buscando un nuevo escenario, donde una parte de la resistencia debilitada por las acciones de los ocupantes estaría dispuesta a buscar un acuerdo, poniendo en marcha una división entre sus filas. Algunos esperan que personajes como Hekmatyar apuesten por esa vía, y acaben enfrentándose a los elementos «más intransigentes», que serían los que se sitúan en torno al consejo de Quetta y a los militantes de Haqqani.
La militarización se ha convertido en el eje central de la estrategia de EEUU. Esa apuesta de Obama está generando un importante coste económico y político. La sociedad norteamericana, castigada por la crisis, deberá hacer frente a importantes gastos para mantener la apuesta ocupante, con el añadido de un aumento del número de muertos en sus propias filas. Todo ello puede acabar pasando factura a la Administración. Dentro de las filas demócratas se han comenzado a escuchar voces contra esa medida.
Tampoco van a salir muy bien paradas las relaciones con sus aliados. Muchos analistas coinciden en que la supuesta cooperación es mínima y si en el pasado el papel de la ONU quedó muy dañado, en estos meses puede acabar ocurriendo algo similar con la propia OTAN.
El escenario afgano se presenta lleno de dificultades. La corrupción del Gobierno de Karzai seguirá campando a sus anchas, la ineficacia de las fuerzas policiales y militares también aumentará, con divisiones étnicas y deserciones masivas.
No se puede olvidar el papel de Pakistán. Los elementos del ISI y del complejo militar siguen maniobrando en torno al país vecino, deseosos de recuperar su influencia y preocupados por la nueva estrategia norteamericana, que podría dejarles en un lugar delicado.
El control de las principales ciudades, los bombardeos indiscriminados en las zonas rurales y la intensificación de la contra-insurgencia se presentan como la opción elegida por Obama.
Afganistán se está convirtiendo en la guerra de Obama. No son pocos los que buscan paralelismos con Vietnam. Los estrategas norteamericanos pueden estar recogiendo los frutos de sus maniobras y conspiraciones en Afganistán, cuando, en plena guerra fría, impulsaron la desestabilización del país y el auge de los movimientos islamistas y yihadistas contra el régimen del PDPA y de sus aliados soviéticos. Los asesores de la Casa Blanca no deben olvidar que el pueblo afgano es «muy paciente». Supo esperar «90 años para convencer a los británicos que cualquier intento de ocupación estaba condenado al fracaso, y lo mismo hicieron durante una década con los soviéticos».
Tras ocho años de ocupación, y con el anuncio de un mínimo de otros dieciocho meses más, EEUU y sus aliados deberían aprender un poco más de la historia de Afganistán.