Eduar­do Galeano: Los peca­dos de Haití

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El autor de Las Venas Abier­tas de Amé­ri­ca Lati­na ase­gu­ra que la his­to­ria del aco­so con­tra Hai­tí, que en nues­tros días tie­ne dimen­sio­nes de tra­ge­dia, es tam­bién una his­to­ria del racis­mo en la civi­li­za­ción occi­den­tal /​Recuer­da la inva­sión de EE.UU des­de 1915 has­ta 1934 jus­ti­fi­can­do que la raza negra es inca­paz de gober­nar­se a sí misma

Eduar­do Galeano

16 Enero 2010, 10:31 AM

La demo­cra­cia hai­tia­na nació hace un rati­to. En su bre­ve tiem­po de vida, esta cria­tu­ra ham­brien­ta y enfer­ma no ha reci­bi­do más que bofe­ta­das. Esta­ba recién naci­da, en los días de fies­ta de 1991, cuan­do fue ase­si­na­da por el cuar­te­la­zo del gene­ral Raoul Cedras. Tres años más tar­de, resu­ci­tó. Des­pués de haber pues­to y saca­do a tan­tos dic­ta­do­res mili­ta­res, Esta­dos Uni­dos sacó y puso al pre­si­den­te Jean-Ber­trand Aris­ti­de, que había sido el pri­mer gober­nan­te elec­to por voto popu­lar en toda la his­to­ria de Hai­tí y que había teni­do la loca ocu­rren­cia de que­rer un país menos injusto.

El voto y el veto

Para borrar las hue­llas de la par­ti­ci­pa­ción esta­dou­ni­den­se en la dic­ta­du­ra car­ni­ce­ra del gene­ral Cedras, los infan­tes de mari­na se lle­va­ron 160 mil pági­nas de los archi­vos secre­tos. Aris­ti­de regre­só enca­de­na­do. Le die­ron per­mi­so para recu­pe­rar el gobierno, pero le prohi­bie­ron el poder. Su suce­sor, René Pré­val, obtu­vo casi el 90 por cien­to de los votos, pero más poder que Pré­val tie­ne cual­quier man­dón de cuar­ta cate­go­ría del Fon­do Mone­ta­rio o del Ban­co Mun­dial, aun­que el pue­blo hai­tiano no lo haya ele­gi­do ni con un voto siquiera.

Más que el voto, pue­de el veto. Veto a las refor­mas: cada vez que Pré­val, o alguno de sus minis­tros, pide cré­di­tos inter­na­cio­na­les para dar pan a los ham­brien­tos, letras a los anal­fa­be­tos o tie­rra a los cam­pe­si­nos, no reci­be res­pues­ta, o le con­tes­tan ordenándole:
‑Reci­te la lec­ción. Y como el gobierno hai­tiano no ter­mi­na de apren­der que hay que des­man­te­lar los pocos ser­vi­cios públi­cos que que­dan, últi­mos pobres ampa­ros para uno de los pue­blos más des­am­pa­ra­dos del mun­do, los pro­fe­so­res dan por per­di­do el examen.

La coar­ta­da demográfica

A fines del año pasa­do cua­tro dipu­tados ale­ma­nes visi­ta­ron Hai­tí. No bien lle­ga­ron, la mise­ria del pue­blo les gol­peó los ojos. Enton­ces el emba­ja­dor de Ale­ma­nia les expli­có, en Port-au-Prin­ce, cuál es el problema:
‑Este es un país super­po­bla­do ‑dijo-. La mujer hai­tia­na siem­pre quie­re, y el hom­bre hai­tiano siem­pre pue­de. Y se rió. Los dipu­tados calla­ron. Esa noche, uno de ellos, Win­fried Wolf, con­sul­tó las cifras. Y com­pro­bó que Hai­tí es, con El Sal­va­dor, el país más super­po­bla­do de las Amé­ri­cas, pero está tan super­po­bla­do como Ale­ma­nia: tie­ne casi la mis­ma can­ti­dad de habi­tan­tes por qui­ló­me­tro cuadrado.

En sus días en Hai­tí, el dipu­tado Wolf no sólo fue gol­pea­do por la mise­ria: tam­bién fue des­lum­bra­do por la capa­ci­dad de belle­za de los pin­to­res popu­la­res. Y lle­gó a la con­clu­sión de que Hai­tí está super­po­bla­do… de artistas.
En reali­dad, la coar­ta­da demo­grá­fi­ca es más o menos recien­te. Has­ta hace algu­nos años, las poten­cias occi­den­ta­les habla­ban más claro.

La tra­di­ción racista

Esta­dos Uni­dos inva­dió Hai­tí en 1915 y gober­nó el país has­ta 1934. Se reti­ró cuan­do logró sus dos obje­ti­vos: cobrar las deu­das del City Bank y dero­gar el artícu­lo cons­ti­tu­cio­nal que prohi­bía ven­der plan­ta­cio­nes a los extran­je­ros. Enton­ces Robert Lan­sing, secre­ta­rio de Esta­do, jus­ti­fi­có la lar­ga y feroz ocu­pa­ción mili­tar expli­can­do que la raza negra es inca­paz de gober­nar­se a sí mis­ma, que tie­ne «una ten­den­cia inhe­ren­te a la vida sal­va­je y una inca­pa­ci­dad físi­ca de civi­li­za­ción». Uno de los res­pon­sa­bles de la inva­sión, William Phi­lips, había incu­ba­do tiem­po antes la sagaz idea: «Este es un pue­blo infe­rior, inca­paz de con­ser­var la civi­li­za­ción que habían deja­do los franceses».

Hai­tí había sido la per­la de la coro­na, la colo­nia más rica de Fran­cia: una gran plan­ta­ción de azú­car, con mano de obra escla­va. En El espí­ri­tu de las leyes, Mon­tes­quieu lo había expli­ca­do sin pelos en la len­gua: «El azú­car sería dema­sia­do caro si no tra­ba­ja­ran los escla­vos en su pro­duc­ción. Dichos escla­vos son negros des­de los pies has­ta la cabe­za y tie­nen la nariz tan aplas­ta­da que es casi impo­si­ble tener­les lás­ti­ma. Resul­ta impen­sa­ble que Dios, que es un ser muy sabio, haya pues­to un alma, y sobre todo un alma bue­na, en un cuer­po ente­ra­men­te negro».

En cam­bio, Dios había pues­to un láti­go en la mano del mayo­ral. Los escla­vos no se dis­tin­guían por su volun­tad de tra­ba­jo. Los negros eran escla­vos por natu­ra­le­za y vagos tam­bién por natu­ra­le­za, y la natu­ra­le­za, cóm­pli­ce del orden social, era obra de Dios: el escla­vo debía ser­vir al amo y el amo debía cas­ti­gar al escla­vo, que no mos­tra­ba el menor entu­sias­mo a la hora de cum­plir con el desig­nio divino. Karl von Lin­neo, con­tem­po­rá­neo de Mon­tes­quieu, había retra­ta­do al negro con pre­ci­sión cien­tí­fi­ca: «Vaga­bun­do, pere­zo­so, negli­gen­te, indo­len­te y de cos­tum­bres diso­lu­tas». Más gene­ro­sa­men­te, otro con­tem­po­rá­neo, David Hume, había com­pro­ba­do que el negro «pue­de desa­rro­llar cier­tas habi­li­da­des huma­nas, como el loro que habla algu­nas palabras».

La humi­lla­ción imperdonable

En 1803 los negros de Hai­tí pro­pi­na­ron tre­men­da pali­za a las tro­pas de Napo­león Bona­par­te, y Euro­pa no per­do­nó jamás esta humi­lla­ción infli­gi­da a la raza blan­ca. Hai­tí fue el pri­mer país libre de las Amé­ri­cas. Esta­dos Uni­dos había con­quis­ta­do antes su inde­pen­den­cia, pero tenía medio millón de escla­vos tra­ba­jan­do en las plan­ta­cio­nes de algo­dón y de taba­co. Jef­fer­son, que era due­ño de escla­vos, decía que todos los hom­bres son igua­les, pero tam­bién decía que los negros han sido, son y serán inferiores.

La ban­de­ra de los libres se alzó sobre las rui­nas. La tie­rra hai­tia­na había sido devas­ta­da por el mono­cul­ti­vo del azú­car y arra­sa­da por las cala­mi­da­des de la gue­rra con­tra Fran­cia, y una ter­ce­ra par­te de la pobla­ción había caí­do en el com­ba­te. Enton­ces empe­zó el blo­queo. La nación recién naci­da fue con­de­na­da a la sole­dad. Nadie le com­pra­ba, nadie le ven­día, nadie la reco­no­cía.

El deli­to de la dignidad

Ni siquie­ra Simón Bolí­var, que tan valien­te supo ser, tuvo el cora­je de fir­mar el reco­no­ci­mien­to diplo­má­ti­co del país negro. Bolí­var había podi­do reini­ciar su lucha por la inde­pen­den­cia ame­ri­ca­na, cuan­do ya Espa­ña lo había derro­ta­do, gra­cias al apo­yo de Hai­tí. El gobierno hai­tiano le había entre­ga­do sie­te naves y muchas armas y sol­da­dos, con la úni­ca con­di­ción de que Bolí­var libe­ra­ra a los escla­vos, una idea que al Liber­ta­dor no se le había ocu­rri­do. Bolí­var cum­plió con este com­pro­mi­so, pero des­pués de su vic­to­ria, cuan­do ya gober­na­ba la Gran Colom­bia, dio la espal­da al país que lo había sal­va­do. Y cuan­do con­vo­có a las nacio­nes ame­ri­ca­nas a la reu­nión de Pana­má, no invi­tó a Hai­tí pero invi­tó a Inglaterra.

Esta­dos Uni­dos reco­no­ció a Hai­tí recién sesen­ta años des­pués del fin de la gue­rra de inde­pen­den­cia, mien­tras Etien­ne Serres, un genio fran­cés de la ana­to­mía, des­cu­bría en París que los negros son pri­mi­ti­vos por­que tie­nen poca dis­tan­cia entre el ombli­go y el pene. Para enton­ces, Hai­tí ya esta­ba en manos de car­ni­ce­ras dic­ta­du­ras mili­ta­res, que des­ti­na­ban los famé­li­cos recur­sos del país al pago de la deu­da fran­ce­sa: Euro­pa había impues­to a Hai­tí la obli­ga­ción de pagar a Fran­cia una indem­ni­za­ción gigan­tes­ca, a modo de per­dón por haber come­ti­do el deli­to de la dignidad.

La his­to­ria del aco­so con­tra Hai­tí, que en nues­tros días tie­ne dimen­sio­nes de tra­ge­dia, es tam­bién una his­to­ria del racis­mo en la civi­li­za­ción occidental.

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