Si la Iglesia participó en gestas nacionales contra moros, indios, protestantes, comunistas… no podía faltar en la batalla final contra los vascos. De nuevo, la cruz y la espada
El 9 de enero José Ignacio Munilla ocupará la sede episcopal de Gipuzkoa. ¿Qué hay de nuevo en su nombramiento? Novedoso sería que el Vaticano promocionase a un progresista, que siguiera en su elección un procedimiento democrático o que diera luz verde a la creación de una diócesis vasca. Tampoco es nueva la furia belicosa del entrante contra la única violencia que admite, la de ETA; esta actitud, salvo alguna sibilina referencia a la tortura, ha sido tónica general de los obispos vascos. ¿Quién de ellos ha escuchado a los torturados o ha promovido el encuentro con los familiares de presos? La novedad está en la coyuntura, en el perfil del electo y en el papel que se le encomienda. Todo nombramiento episcopal tiene una dimensión política; en este caso, es el rasgo sustancial.
España maneja dos claves: Euskal Herria es un cáncer que amenaza la unidad de la patria y dicho tumor hay que extirparlo. Una confabulación vasca de agentes políticos, sociales, eclesiásticos, educativos y mediáticos ‑todos terroristas- estaba dando la vuelta al modelo de estado como si de un calcetín se tratara; lo que se había constituido como «región», se estaba reconfigurando como «nación». Se hacía necesaria una intervención contundente. Toda España estaba llamada a la nueva cruzada, siendo la Iglesia la que mejor ha aplicado la estrategia reconquistadora: «La Iglesia ha sabido trazar planes a muy largo plazo y ejecutar los movimientos necesarios para materializarlos», dice «El Correo Digital». Se refiere a la calculada y lenta imposición de obispos españolistas que comenzó con Sebastián. En la presente coyuntura, la metrópoli acaricia las mieles del triunfo. Da por hecho que la reconquista está llegando a su fin y que hay que arrimar el hombro para conseguirlo. Si la Iglesia participó en gestas nacionales contra moros, indios, protestantes, comunistas… no podía faltar en la batalla final contra los vascos. De nuevo, la cruz y la espada. El nombramiento de Munilla ‑como el de Patxi López- ha sido posible gracias a la superación de confrontaciones banderizas. Tanto en un caso como en otro se impone la razón de estado. Las trifulcas sobre la educación privada y el aborto no han sido impedimento para que Iglesia y Estado unan fuerzas en la reconquista de Vasconia. En tal coyuntura, obispos como Uriarte, no sirven. Por eso han elegido a un mozo idóneo; más bizarro que don Francisco ‑el militar que pastorea Nafarroa- y más integrista que Izeta, el obispo auxiliar de Bilbao. Munilla ‑como López- se hará acompañar de lo más granado de España el día de la toma de posesión, intentará «despolitizar» Euskal Herria, ahogar la resistencia y combatir con furia a los vascones.
La España integrista da por hecho que surgirán algunas protestas, pero no le preocupan. Se mofa burdamente de las bravatas jelkides: «Como de costumbre, cuando los tripaundis del PNV sacan el genio, no pasa nada», dice «Infocatólica». La clerecía, más pronto que tarde, obedecerá. Respecto a los batasunos, Munilla tiene un remedio infalible: según dice la Cope, «cuando estaba en Zumárraga, los llevaba a Fátima y muchos de ellos se convertían».