Ahora bien, no consideramos “un grave error” mantener esta lucha, pues subsisten desigualdades que trascienden el marco legal.
El feminismo tuvo su momento
Fue en 1936, cuando el país vencía las sombras de la dictadura y todos los sectores sociales salían a la palestra para reclamar sus derechos. Las mujeres no podían estar excluidas. Dejemos que sea Olga Luzardo quien describe aquella etapa:
“Con el ascenso reformista de 1936 comienza a estructurarse un nuevo cuadro de valores sociales. En el principio de nuestra brega por conquistas femeninas específicas estuvimos unidas mujeres de todos los sectores económico-sociales, grados de cultura y tendencias filosóficas. Pero pertenecíamos a un mundo dividido en clases, y nuestro movimiento fue influido por esta división (…)
“Aquello que un día constituyó signo de progreso y de transformación se convierte, cuando no puede dar más de sí, en señal de estancamiento y conservadurismo” (Escrito en la Penitenciaría de Mujeres. San Carlos de Cojedes, agosto, 1951)
¿Por qué de estancamiento?, nos preguntaríamos casi a sesenta años de tan acertado análisis. Obviamente porque si aquellas batallas libradas por las mujeres venezolanas en la cuarta década del pasado siglo dieron frutos que hacen historia, resultaría anacrónico continuar atadas a objetivos específicos cuando es conjunta la lucha de clases y por la transformación de la sociedad. Cada mujer, al igual que el hombre, defiende los intereses de su propia clase.
El movimiento femenino iniciado a partir de los años treinta condujo al logro de importantes derechos, entre ellos al voto y a la educación en todos los niveles, y sobre todo, según señala Olga, permitió a la mujer “adquirir conciencia de su valor social, de su posición en la colectividad y de su fuerza potencial grupal”. Esta fuerza sería luego canalizada hacia cada uno de los partidos políticos en escena.
Presencia en todos los campos
Con el acceso a la educación, las conquistas laborales y su voluntad para vencer obstáculos, la mujer venezolana se ha hecho presente tanto en el campo profesional como en las luchas obreras y sindicales, en el desempeño de elevadas funciones, en las distintas manifestaciones artísticas y culturales e incluso en la lucha armada.
¿Significa esto la igualdad plena de derechos? De nuevo vamos a responder con palabras de Olga Luzardo, vigentes hoy, cuando rige la Constitución Bolivariana:
“Desde la Constitución de 1811 hasta la última Carta Magna nuestros derechos –como aquéllos de los hombres de estamentos sociales oprimidos- han sido iguales ante la Ley. Pero ¿existe de hecho esta ‘igualdad’ en nuestra sociedad?”
Sin duda, una gran brecha separa los enunciados de la práctica. Por otra parte, ciertos derechos de la mujer, como la despenalización del aborto, se mantienen conculcados, pese a la batalla que vienen librando activistas femeninas, frente a la cual ministras y legisladores se hacen de oídos sordos.
Doble rémora subsiste
Las flamantes declaraciones de la Carta Magna no son óbice para que hoy en Venezuela la mujer continúe sufriendo una doble opresión. La primera es la opresión de clase, de la cual no escapan hombres ni mujeres ubicados en la escala inferior de la pirámide social, cualquiera sea su terreno de acción: profesionales, obreros, jornaleros agrícolas, trabajadores y trabajadoras domésticas, empleados y subempleados, desocupados.
Abismal es el abanico de sueldos y salarios entre éstos y los altos funcionarios oficiales. ¿Podría compararse la retribución mensual de una ministra, de una parlamentaria o de una rectora del Consejo Nacional Electoral con el sueldo de una maestra? Dejemos la palabra a tan altas representantes del “Poder Popular”.
La otra rémora es la opresión y exclusión familiar, impuestas por la fuerza de la costumbre y por la actitud preponderante del varón. De aquí nuestra discrepancia con Jerónimo, para quien la disparidad de género es apenas cuestión de eficiencia, sea del hombre o de la mujer.
Desde nuestra militancia en el Partido Comunista, apenas derrocada la dictadura perezjimenista, observábamos con asombro cómo muchos de nuestros camaradas impedían a su esposa militante participar en manifestaciones y reuniones políticas con el pretexto de que debía permanecer en casa cuidando de los hijos. Jamás pensar en turnarse en las actividades políticas y mucho menos en las labores domésticas. Nos tocó presenciar en hogares de militantes comunistas cómo el marido ordenaba a la mujer: “¡Sírveme!”. Y ella, sumisa, obedecía.
Tal exclusión, tácitamente aceptada, no cabe en campo alguno de equidad.
La sujeción no se combate con Ministerios
¿Serviría acaso la férula de una ministra para poner fin a estas inveteradas costumbres? La proliferación de Ministerios y de instituciones abocadas a defender los derechos femeninos sólo conduce a agigantar la burocracia y el gasto público.
El flagelo de a desigualdad de género sólo podrá ser extirpado cuando cada mujer adopte la decisión firme de no dejarse achicopalar –para decirlo en términos criollos- por parte del varón. Toda situación de minusvalía está relacionada con la tolerancia, en el plano doméstico o profesional, de cualquier tipo de freno, exclusión, manipulación u opresión.