A la organización armada ETA el enemigo le ha llamado de todo menos guapa. Banda mafiosa, criminal y asesina, etc. Esto es normal y forma parte de la propaganda, digamos, contrarrevolucionaria, igual que calificar a un partido comunista de «estalinista» se debe tomar, según ya es canon, como un insulto. En el caso de ETA, el objetivo último del Estado no es otro que negar categóricamente el carácter político de la lucha de ETA y del policíaco concepto nacido de las cloacas estatales que llaman «entorno». Se trata de mafiosos que realizan una actividad impolítica equiparable a la de un delincuente común. Sin embargo, las costuras y las contradicciones saltan por los aires en cuanto la realidad hace añicos los clichés preestablecidos por la ideología dominante.
El último caso lo tenemos con la muerte de un policía francés en suelo galo supuestamente a manos de ETA. Alguien ha escrito, con mucha razón, que la repercusión del hecho es muy diferente no según la personalidad de la víctima, sino la del autor del homicidio. Es decir, si el gendarme hubiese muerto por disparos de delincuentes comunes, no se hubieran celebrado ‑digámoslo ya- eso que ha venido en llamarse funerales de estado. El muerto es el mismo. Los autores, no. ¿Qué los diferencia? Su carácter político. ¿Quién otorga, bien que involuntariamente, ese carácter? El propio estado que, simultáneamente, dice negar ese carácter. ¿De quién es esa contradicción? Del estado. ¿Quién se la provoca? La lucha armada de una organización política. ¿Ignora acaso este carácter el estado? No, no lo ignora, pero finge ignorarlo. ¿Por qué? Porque, caso de no hacerlo, sería tanto como reconocer que estamos delante de un conflicto de raíz política. ¿Seguimos? No, es suficiente.
Otro ejemplo ilustrativo de cómo las contradicciones corroen las entrañas del llamado, no sin buen humor, estado de Derecho es el secuestro de barcos de pesca en aguas somalíes. El estado llama «piratas» a los secuestradores acentuando su carácter meramente delincuente y negando, al mismo tiempo, su cariz político. Concediendo que esto sea cierto, sin embargo algo chirría. El estado se ofrece a negociar el rescate de la tripulación a cambio de una suma de dinero. Es decir, lo hace con quienes antes ha llamado sin pudor «piratas» cuyo afán ‑se supone- no es sino el lucro sin fines políticos. ¿Se pone, se rebaja, el Estado al mismo nivel que estos delincuentes comunes pagando un rescate? Sí, en cierto modo. ¿Lo haría con ETA? No, por cierto. Y no lo haría porque el Estado jamás aceptaría ponerse al mismo nivel que una «organización terrorista», pues sería tanto como admitir el carácter político de esta última.
Negociar con delincuentes del mar, sí. Hacerlo con «terroristas», no ¿Por qué? Porque los primeros miran por su enriquecimiento privado y los segundos han optado por un compromiso político arriesgando sus propias vidas y a sabiendas de que serán vilipendiados. Y el Estado, ¿por quién mira?