En el sentido policíaco, quiero decir. La aparición del cadáver de Jon Anza después de casi un año en una morgue de Toulouse se presta ‑digámoslo correctamente para no incomodar a los bienpensantes que obedecen al sistema «criticándolo»- a varias interpretaciones y, en especial, preguntas y pesquisas cuasi detectivescas sobre qué ocurrió. En mi opinión (no busque usted la verdad: simplemente opine, que eso es la democracia, la dispersión y el adiaforismo relativista de quien sabe lo que dice para que el receptor no sepa lo que dice, aunque opine y reproduzca el discurso dominante de quien no cree en nada de lo que dice pero lo mantiene como clase dominante y discursivamente hegemónica), la pregunta es: ¿Por qué, aun suponiendo que fuera cierta la «versión oficial» del Gobierno español ‑que no la ha dado, puesto que Anza aparece muerto en suelo francés pero sí se ha apresurado a querellarse contra quienes lo acusan de perpetrar un renovado episodio de guerra sucia al igual que, no ya se molesta en investigar las denuncias de torturas por parte de sus funcionarios públicos, sino que se querellan contra quienes las denuncian, o sea, si no quieres taza, taza y media‑, la gran mayoría del pueblo vasco no la cree y/o tiene la mosca detrás de la oreja? Es indudable que hay motivos para tal mosqueo, pues no faltan precedentes como, por ejemplo, el también llamado «caso Zabaltza», en el que, desde un principio, el pueblo vasco sospechó lo que pasó.
El ministro del Interior español, Alfredo Pérez Rubalcaba, que también lo fuera en la época de los GAL con Felipe González, se enoja y muestra airado por las insidias del «mundo batasuno» cuando éste atribuye a las cloacas del Estado español la muerte de Jon Anza. Incluso, aguerrido y personificando las bondades democráticas del Estado de Derecho ‑ese comodín de los demócratas de pacotilla‑, se bate corajudamente el cobre con la izquierda abertzale y hasta gentes del PNV que muestran sus lógicas dudas, pero deseosas de que les den explicaciones «racionales» y pasar la página, amén de puntos oscuros del fatal desenlace del no ciudadano, sino «terrorista» Anza que, aunque fuera militante de ETA, se supone, un Estado de Derecho que se precie jamás se puede poner a la altura de los desmanes del terrorismo. Es casi como decir ‑digo «casi», no que lo diga‑, señores, esta vez nosotros, el Estado de Derecho, no ha tenido nada que ver con la muerte de ese miembro de ETA; otras veces sí, pero esta vez no. Si nunca reconocimos lo del GAL, esto menos.
Mi pregunta sigue ahí: aún suponiendo que el Gobierno español dijera la verdad (que no serviría de precedente), algo insólito, ¿por qué la mayoría del pueblo vasco seguiría mosqueada? Es como decir: de acuerdo, el Gobierno español no ha tenido nada que ver… esta vez. Y si se demuestra que tuvo que ver, nadie se sentiría sorprendido, curtido y experimentado, pero nada escarmentado.