La importancia de una visión general (y de partida) sobre la revolución
La revolución es en gerundio. Es el movimiento revolucionario en sí, en el día a día. Marx: “el comunismo es el movimiento de superación del estado real de las cosas”. Cierto, para tomar el poder revolucionario aquí o un poco más allá todavía falta algún que otro pasado mañana. Pero para avanzar en el proceso, hablar de mañana ‑o de que allí sí, pero que aquí no es posible- es haber perdido la oportunidad para desarrollar el trabajo revolucionario que se presentaba ayer aquí al lado. Y que sólo a nosotros correspondía aprovechar porque éramos los que ahí estábamos.
1. Más allá de altibajos, vivimos hoy la necesaria época histórica y mundial de la transformación del capitalismo en socialismo. La inauguraron “oficialmente” los cañonazos del Aurora bolchevique en 1917 allá por Petrogrado, pero ya tuvo un hermoso precedente en la Comuna de París. Que se trate de una transformación necesaria no significa que esté predeterminada de antemano. Lo único que está asegurado es que de seguir la vida en el planeta, el capitalismo no podrá dejar de negarse a sí mismo y finalmente ocupar su vitrina en el museo de sistemas históricos. Pero el incendio puede arrasar con todo. Por eso, ya desde principios del siglo XX la consigna es, sobre todo, un llamamiento urgente a la voluntad: socialismo o barbarie…
2. La transformación histórica mundial por el socialismo no podrá ser – y por tanto, ni ha sido ni será – una simple adición de países socialistas. Es a su manera una única guerra global que atraviesa todos los países, y en la que en cada uno se desarrolla una batalla según sus condiciones y límites particulares; también los que marca el entorno internacional. Los bolcheviques sabían que la suerte del propio socialismo en la Rusia campesina y zarista, dependían en gran medida, como mínimo, del triunfo en Alemania. Tampoco se le escapó al propio capitalismo internacional. Una decena larga de países agredió a Rusia e impulsó una “guerra civil” con la idea de truncar aquella experiencia antiburguesa o, en su defecto, dejarla en tal estado que no pudiera ser un ejemplo a seguir ni social ni políticamente, obligándola a tomar medidas de autodefensa para presentarla luego como un sistema político inferior a la “democracia occidental.” Desde entonces, no ha habido ninguna experiencia revolucionaria a la que no se le haya pretendido aplicar la misma terapia de choque, tal como ha sido (y sigue siendo) el caso en América Latina.
3. El grado de avance socialista en cada país, derivado de la batalla particular que en él se desarrolle, es independiente de lo que grandes masas ahí se crean y de las banderas que se alcen. Históricamente esto se ve en un doble sentido. Uno, cuando las medidas socialistas no pueden ir tan lejos como los elementos más avanzados quisieran o declaran abiertamente. Los bolcheviques y los comunistas chinos fueron considerados por el socialismo internacional como su vanguardia, y, sin embargo, en sus países, por más banderas rojas que se desplegasen, había una inmensa acumulación de retrasos relativos que obligaba a tomar muchas medidas propias de la revolución democrático-burguesa: ésa que nunca hubo y que, en cualquier caso, la burguesía ya no iba a llevar a cabo a esas alturas de desarrollo de la lucha de clases. Pero también ocurre que el propio capitalismo financiero internacional e imperialista, bajo el manto del “neoliberalismo”, aniquile en países “en vías de desarrollo” amplios sectores de “capitalismo nacional” (América Latina.) Entonces, el simple hecho de tomar medidas de nacionalización, antiimperialistas, más asumibles ampliamente por “patrióticas”, implica objetivamente avanzar en la perspectiva del socialismo; en todo caso, la acercan a nivel internacional al debilitar al imperialismo. Y ello, a pesar de que estemos ante experiencias que no se autoproclamen explícitamente socialistas.
4. Considerando la superación revolucionaria del capitalismo como un “acto” único y mundial que se prolonga en el tiempo, cada proceso revolucionario, además de sus consecuencias nacionales en cuanto a sus realizaciones, tiene una significación internacional. La de los procesos y movimientos revolucionarios en el “Sur” es “abrir la veda” contra el monstruo imperialista. En el Occidente, ése tan reaccionario ahora, el rol histórico de los avances revolucionarios es consolidar la construcción mundial del comunismo. No debe escaparnos la tesis de Marx de que el comunismo es sobre todo un acto de los pueblos desarrollados y de que ha de entenderse a escala mundial; tesis a tomar, desde luego, con todas las actualizaciones y precisiones de rigor y evitando la burda interpretación de que los pueblos “tercermundistas” habrían de esperar para adentrarse en la vía socialista. Lo cierto es que en la medida que el Occidente reaccionario continúe siéndolo, será fuente de problemas para la construcción del socialismo allí donde comience y por más claridad que se tenga en la línea a seguir. No sólo el Occidente reaccionario limita por su agresividad y chantaje militares. Al dominar la economía internacional, condena a muchas sociedades que acceden a la revolución socialista a arrastrar atrasos impidiéndoles profundizar en ella. Cobra así, si cabe, más importancia el mero desarrollo de un movimiento revolucionario en los países “desarrollados” imperialistas; es decir, su propia existencia, mucho antes de un eventual triunfo. No ya por lo que se avance nacionalmente, sino por lo que supone de destabilización en el corazón mismo del sistema, y de freno mayor para su agresividad a la periferia. Tal es como debiera abordarse la cuestión del número en nuestros países, teniendo en cuenta el valor estratégico que ofrece cada lugar. Es cuestión, más allá de la necesaria solidaridad, de reparto de papeles revolucionarios, donde el criterio del número no se aplica de la misma manera. Diez personas acosando los intereses y las sedes centrales de los imperialistas en las príncipales metrópolis dominantes para apoyar la lucha de los pueblos del “Tercer Mundo” es comparable a miles atacando sus sucursales allá lejos. En todo caso, la problemática de la acumulación de fuerzas revolucionarias en los países dominantes viene en gran parte definida, precisamente, por esa dominación que ejercen contra el resto del mundo. Parece que dejaran el horizonte de la revolución sólo para países atrasados, al tiempo que condenan a sus revoluciones a aparecer como «experimentos» no atrayentes para los pueblos “desarrollados” al limitar su contenido socialista y las propias perspectivas postrevolucionarias. Por ello aquí debemos promover potentes movimientos antiimperialistas. Porque apoyan a los procesos revolucionarios en los países dependientes, debilitan la propia retaguardia imperialista en las metrópolis y pone en marcha un movimiento práctico que facilita el trabajo de concienciación positiva por el socialismo, incluso aquí mismo, que vale más que mil proclamas.
5. La importancia del análisis internacional. Los revolucionarios deben seguir lo más fiel posible el movimiento real de las contradicciones interimperialistas. El desarrollo de la revolución mundial depende mucho del enfrentamiento entre las propias potencias, por lo que de aprovechamiento en diferentes terrenos (político, propaganda, etc.) nos permiten sus peleas, y de traducirse en conflictos bélicos directos, por conllevar debilitamiento y destrucción de sus aparatos de represión, de sus instituciones en general. Hoy menos que nunca, para seguir el movimiento de las contradicciones entre “los grandes”, podemos hacer caso de las apariencias diplomáticas; éstas encubren demasiadas debilidades. Así, por ejemplo, mientras unos (los de la Unión Europea) están lejos de conformar un bloque imperialista que les posibilite ir por libres, otros (los yanquis) se dedican a incendiar el mundo a tumbos para prolongar una hegemonía sin base real para mantenerla incontestada, y que si en su propio campo se le prorrogó más de la cuenta fue por motivos de “Guerra Fría”. En cualquier caso, la tendencia dominante entre ellos es la de crear y agravar conflictos regionales para dirimir sus propias diferencias. Desde luego, el caso mas sangrante lo tenemos en Oriente Medio, cuyos pueblos martirizados ofrecen una resistencia heroica a la que debemos predisponer el apoyo máximo en nuestros países. Ello pasa por destacar los elementos positivos, de antiimperialismo, a menudo escondidos tras ropajes ideológicos o religiosos (indefendibles en sí para nosotros) que los voceros a sueldo de las potencias agresoras no pierden ocasión para utilizar a fin de paralizarnos y que les dejemos hacer. La lucha de resistencia en el mundo árabe y mulsumán es superior a las diferencias que puedan separarnos de los movimientos que la encabezan. Y es que incluso para el avance de esos pueblos contra mistificaciones religiosas y reminiscencias feudales, nada como desintegrar el (des)orden mundial existente, por civilizado y laico que lo vistan algunos de sus popes más progres. En ese combate realmente antiimperialista, aquellos pueblos están en primera línea pagando un sacrificio inmenso: les debemos honor y memoria ante tanta sangre vertida, que contribuye a liberarnos a todos de esa arrogancia efectivamente imperial, la cual se trastoca en miseria y fracaso ante la determinación de los pueblos que no se someten. Aquí podemos realizar muchas cosas que a esos pueblos les cogen muy lejos, y que son fundamentales para aliviarles (para aliviarnos) la presión. Una vez más, es cuestión de reparto de tareas. Y de organizarse el ánimo para asumirlas.