La gira suramericana de la secretaria de Estado norteamericana es uno de aquellos hechos ordinarios que deben ser leídos más allá de su aparente normalidad. Salvo si algo se escapa del itinerario original, mantendrá un discurso público amigable y tratará de problemas delicados con manos de seda. Pero ningún observador atento debe caer en la trampa de que la señora Clinton vino de paseo.
Al final, la ex senadora por Nueva York juega un papel estratégico en el núcleo duro de la Casa Blanca. Esa relevancia va más allá del peso relativo de la función que cumple: en la fórmula de la gobernabilidad sobre la que se apoya Barak Obama, el Departamento de Estado fue cedido a la fracción demócrata más afín al establishment norteamericano y sus poderosos intereses.
Hillary Clinton quizás sea la principal garantía de la elite blanca e imperial en el gobierno Obama. Bajo su batuta se agrupan, en el terreno de las relaciones internacionales, los movimientos del lobby sionista, de la comunidad cubano-americana, de los consorcios que forman el complejo bélico-industrial. Su autoridad, muchas veces, compite con la del propio presidente.
Tras el discurso de Obama en El Cairo, en junio de 2009, cuando anunció una nueva era en las relaciones de su país con el mundo islámico, Hillary rápidamente dejó claro que aquellas palabras bonitas eran letra muerta. Públicamente asumió compromisos y adoptó medidas que reafirmaban el alineamiento de Washington con la política expansionista de Israel.
Los llamados de su jefe a negociaciones razonables con Irán, alrededor de la cuestión nuclear, fueron sustituidos por una escalada verbal y punitiva conducida por la secretaria de Estado. Sus actitudes alejaron las esperanzas de que pudiera nacer una nueva política para la región. El centro de gravedad de la estrategia norteamericana continuará siendo el ejercicio de la presión político-militar para forzar la rendición incondicional a la coalición vertebrada por Estados Unidos e Israel.
También América Latina fue escenario de ese dueto desafinado entre el presidente y su asesora. ¿Quien se acuerda del Obama generoso que prometía, en la 5ª Cumbre de las Américas, en Trinidad y Tobago, una relación diferente con sus vecinos del sur? Las promesas de diálogo y cooperación fueron deshechas por los acuerdos bilaterales para la instalación de bases militares en Colombia, el mantenimiento del bloqueo económico contra Cuba y el apoyo mal disimulado al golpe de Estado en Honduras.
Desde entonces, la influencia de Hillary, y de los intereses que representa, sólo se han incrementado. El presidente Obama, atrapado en la crisis económica y en el fracaso de la reforma sanitaria, perdió cualquier ímpetu renovador en la política internacional. Rehén de la mayoría conservadora de su propio partido, en la práctica, delegó a la ex primera dama el mando de la política externa de su gobierno.
Es en esa condición de delegada plenipotenciaria, que Hillary organizó su primer periplo suramericano. Viene con algún cuidado, para tomar el pulso de la región y diagnosticar posibilidades. No trae en su maleta proyectos acabados, aunque su marido haya sido el principal mentor de la fallecida ALCA. Pero tiene un firme propósito: explorar nuevos caminos de hegemonía en una región en la cual los Estados Unidos perdieron mucho espacio en los últimos diez años.
El periodo republicano fue irónicamente positivo para las fuerzas progresistas latinoamericanas. La política imperialista comandada por George W. Bush, cuyo momento simbólico fue el apoyo al golpe cívico-militar en Venezuela en 2002, tuvo un efecto tóxico sobre la intimidad de las elites locales con la gran potencia al norte. Acabó por incentivar una nueva ola nacionalista en el continente, uno de los afluentes que llevaron a las importantes victorias electorales de los partidos de la izquierda.
La existencia de gobiernos progresistas, sin embargo, no es el único ingrediente incómodo para la Casa Blanca. El avance en la integración regional, por ejemplo, que concluyó con la propuesta de crear una comunidad latinoamericana sin la participación de Estados Unidos, no le hace feliz a Washington. Mucho menos la emergencia de naciones, con el ejemplo de Brasil, que desafía los intereses norteamericanos en otras regiones del planeta, como sucede con la cuestión iraní.
La señora Clinton, en esas circunstancias, está asumiendo la tarea de intentar cambiar una realidad que le es desfavorable, de organizar una contraofensiva que pueda dividir y derrotar al bloque progresista. Como hacer eso, sin embargo, es la pregunta del millón. Estados Unidos son todavía un país muy poderoso, bajo cualquier punto de vista, pero enfermo.
Aparentemente la maleta de la secretaria de Estado trae bondades y maldades. Sus gestos asocian propuestas bilaterales de asistencia económico-social con amenazas desiguales y combinadas contra gobiernos que pretenden escapar del área de la hegemonía norteamericana. Los objetivos aparentes: fortalecer a los países aliados (en especial Perú, Colombia y Chile), neutralizar las naciones más frágiles, aislar el tejido bolivariano comandado por Venezuela y obligar a Brasil a negociaciones por separado y pautadas sobre todo por los intereses de sus grupos empresariales.
No se trata, parece evidente, sólo de una estrategia comercial y financiera. Estados Unidos están relanzando su capacidad de acción militar y de inteligencia en el continente. El Departamento de Estado también trata de reactivar sus lazos con grupos políticos y económicos nacionales, bastante debilitados en la era Bush, en un esfuerzo por construir alianzas que puedan contrarrestar el avance de las corrientes de izquierda y nacionalistas.
La verdad es que el giro progresista en el continente, después de la derrota de los golpistas venezolanos en 2002, puede desarrollarse en un escenario de retroceso de la presencia norteamericana. El viaje de la señora Clinton, sin embargo, eventualmente significa una apuesta a la reversión de ese cuadro. Si así fuere, los gobiernos populares tendrán que moverse en un terreno de crecientes conflictos y tensiones, en el cual la aceleración y la radicalización de la unidad regional serán indispensables para la continuidad del curso abierto con la elección de los presidentes Hugo Chávez y Lula. (Traducción ALAI)
- Breno Altman es periodista y director de Opera Mundi.
Fuente: http://www.operamundi.com.br