Son pequeñas historias de rebeldía cotidiana. Son voces y rostros de mujeres. Son nombres, veredas, alegrías y no pocas angustias. Son la lucha dentro de la lucha.
Ellas no sólo tienen doble jornada, la del trabajo remunerado y la doméstica, sino que hacen un tercer turno en las marchas, los plantones, la resistencia, la organización autónoma y la revuelta. Hay quienes trabajan para obtener un salario para vivir, al mismo tiempo que cuidan a sus hijos y la casa, y le arrebatan horas al sueño para pintar una manta, salir a la calle, enfrentarse a la policía, organizarse junto a su barrio, fábrica o comunidad. Algunas han tomado un arma por una causa justa; otras han ido a la cárcel por defender su tierra; unas más se organizan en el refugio al que han sido arrastradas fuera de su país. Otras viven la cotidiana rebeldía en su propia casa o en la esquina de una calle cualquiera en la que ofrecen unas horas de placer por unos pesos.
Son obreras, campesinas, indígenas, empleadas, trabajadoras sexuales, refugiadas y guerrilleras. Sus historias vienen de un campamento de refugiados saharauis en el desierto de Argelia; de las fábricas recuperadas de Buenos Aires, Argentina; de las rebeldes montañas de la Selva Lacandona, en Chiapas; de un barrio de Belén, en Palestina; de la cocina de un restaurante cualquiera de Turquía; de la cárcel de Ángol, en Chile; de las crudas calles de Bahía, en Brasil; de los barrios marginados de París, Francia; de las comunidades de migrantes mexicanas en Chicago, Estados Unidos; y de las maquiladoras de la ciudad fronteriza de Tijuana, México.
Nos conocimos en diferentes momentos y espacios. Platicamos durante horas, días e incluso durante años hemos mantenido una comunicación abierta en la que intercambiamos historias y sueños. De todas queda la firme voluntad de no rendirse, de no conformarse, de jamás agachar la cabeza y, sobre todo, de organizarse.
Son Wafa, Ramona, Aysel, Mãe Preta, Jadiyetu, Margarita, Flor, Eva, Alicia, Patricia y Zina, quienes comparten pedacitos de su historia y rebeldía. Son ellas en su emancipadora cotidianidad las que obligan a no rendirse. Son ellas y millones de luchadoras más las festejadas en este centenario del Día Internacional de la Mujer.
Desde Palestina: “Hay mucha presión, pero sobrevivimos”
Wafa Khatib es una mujer palestina que, como muchas otras en Cisjordania, se enfrenta todos los días a la ocupación israelí, a los puntos de chequeo, a la discriminación, a la falta de trabajo y al muro que divide familias y vidas. Wafa, sin embargo, resiste, construye y sonríe.
Si para una mujer en cualquier parte del mundo es difícil trabajar y organizarse en condiciones de igualdad y justicia, para las palestinas la presión se multiplica. El problema mayor, explica Wafa, es la ocupación israelí (cárcel, torturas, muros, chequeos, detenciones y un largo etcétera de horrores cotidianos) , y a parte, “enfrentamos la presión de la sociedad en la que vivimos y luchamos”.
“En estos momentos hay mucha gente que vuelve a la religión. La pobreza fortalece la fe religiosa y eso hace más difícil la situación para las mujeres musulmanas. Si no llevas el velo, es increíble cómo cambia la mirada de los hombres hacia ti, te ven diferente. Mi esposo trabaja en Hebrón. Yo estoy sola y debo ir todos los días a la escuela a recoger a mis hijos, pero como no llevo el velo los niños ya no quieren que vaya por ellos, pues sus compañeros les hacen burla. Hay una presión más de la tradición que de la religión misma, aunque a veces son las dos cosas. Después del 2000, con la construcción del muro y la falta de trabajo, la gente empezó a encerrarse en sí misma. Todo esto pasa por la situación que nos han impuesto”.
Wafa cuenta que si las palestinas se organizan con velo y con toda la tradición, es un poco más fácil, pero si se atreven a organizarse de otra manera, sin velo y con mayor libertad, es mucho más difícil. “Hay mucha presión, pero sobrevivimos”, dice, sonriente, mientras se acomoda el pelo rojizo.
“La situación laboral en Palestina es muy mala. No hay trabajo para hombres ni para mujeres. Las mujeres quieren apoyar a sus familias, a sus hijos, pero no hay nada qué hacer. Hace como 5 o 6 años yo trabajaba en un hospital, pero desde el 2000, con la construcción del muro y los puntos de chequeo, la gente ya no puede salir de Belén para trabajar del otro lado, en Jerusalén, por ejemplo”.
En este contexto, un pequeño grupo de mujeres empezó a organizarse y surgió la idea de conformar una cooperativa productora de jabones elaborados con aceite de olivas, con lo cual, además, podrían trabajar directamente con los campesinos, quienes a su vez enfrentan el problema de la comercialización. Así nació la Cooperativa de Mujeres Aseela que es, más que un lugar de trabajo, un espacio de organización femenina.
Empezaron 12 mujeres de Belén, ahora son 15 y poco a poco van creciendo. Todas pertenecen a la región de Belén y al campamento de refugiados de Dhseisheh. Muchas de ellas nunca habían trabajado fuera de su casa. Este proyecto, señala Wafa, “no es sólo para ganar dinero, sino para darnos el sentimiento de que podemos hacer algo. Esta cooperativa es un modo de resistencia y de lucha contra la situación actual. Trabajar en un proyecto de mujeres te genera, siempre, otra visión del mundo”.
“No sé por qué me quieren”: Comandanta Ramona
Aquella noche de octubre de 1996 sus ojitos se cerraban de cansancio. En su pequeña y austera habitación dentro de la catedral de San Cristóbal de las Casas, la comandanta Ramona no entendía por qué había tanta gente afuera vitoreándola, llevándole serenatas y flores toda la noche. “No sé por qué me quieren”, dijo con un tímida sonrisa, sentada a la orilla de una cama individual, apretando entre sus manos morenas una rosa de papel crepé que por la mañana le entregara el subcomandante Marcos en la comunidad zapatista de La Realidad, al despedirla. Ramona luchó por más de veinte años en las filas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) como parte del Comité Clandestino Revolucionario Indígena (CCRI), órgano colegiado y supremo de la organización zapatista.
En febrero de 1994, dos meses después del alzamiento del primero de enero que conmovió al mundo entero, en medio de la primera ronda de negociaciones entre los rebeldes del EZLN y el gobierno federal, Ramona se impuso con su pequeñez y firmeza. Un grupo de cuatro periodistas la entrevistamos en aquella ocasión. Enfundada en una enagua negra de lana y un gran huipil rojinegro originario de San Andrés Sacamch’en, cubierto su rostro por el pasamontañas que dejaba ver unos ojos negros y extremadamente tiernos, la mujer tzotzil se apoyó en el comandante Javier como traductor para decir su palabra: “Las mujeres que estamos en esta lucha sentimos que nuestra participación es muy importante, porque llegamos a entender que para cambiar esta mala situación tenemos que participar. No todas en la lucha armada, sino también en diferentes trabajos en nuestras comunidades”.
Fue su bandera la lucha contra la discriminación de las mujeres: “Una de nuestras principales demandas es precisamente de nuestra situación, porque no somos tomadas en cuenta. Por eso exigimos que haya respeto, democracia y justicia, porque como somos mujeres y además indígenas pues no hay nada de respeto para nosotras. Exigimos también que haya vivienda digna, clínicas especiales para atender a las mujeres, porque para atender a los niños no hay a dónde acudir, ni hay hospitales ni doctores. No hay educación para las mujeres, tampoco alimentos, sobre todo para los niños… Hay una esperanza de que algún día cambie nuestra situación. Es lo que exigimos”.
Ramona, bordadora de telares y de sueños, murió doce años después del levantamiento armado, el 6 de enero del 2006, justo al inicio de una nueva etapa política (La Otra Campaña) que ella inició a principios de octubre de 1996. En ese entonces dijo, soñando, vaticinando, advirtiendo ante un zócalo repleto: “Soy el primero de muchos pasos de los zapatistas al Distrito federal y a todos los lugares de México”.
Aysel: “Yo soy kurda y defiendo mi identidad”
Aysel es una mujer alegre, fuerte, trabajadora y, sobre todo, con esperanza a pesar de sus muertos, sus familiares presos o dispersos y, lo más grave y sobrecogedor, a pesar de la política de exterminio contra su pueblo.
“Me llamo Aysel y soy kurda. Nací en Malatya, en el sureste, un pueblo en el que comparten la vida kurdos y turcos. Más al este, hacia la frontera con Irak, se encuentran pueblos enteros habitados totalmente por kurdos. Soy kurda y vivo en esta ciudad turca. ¿Por qué estoy aquí? Encarcelaron a mi esposo, un revolucionario de izquierda, y yo tuve que salir huyendo con mi hijo pequeño. Llegué a Estambul sola, a buscar trabajo y un lugar donde vivir”.
La sonrisa no la abandona, aunque su rostro está profundamente marcado: “El trabajo lo conseguí en el sótano de un restaurante de la calle Taksim, como cocinera. Ahí trabajo 11 horas diarias. A las 10 de la noche tomo un autobús que recorre toda la ciudad para llevarme a la periferia, donde viven los migrantes, la mayoría kurdos, como yo”.
Aysel habla sentada en una de las pequeñas sillas del Té Clandestino, llamado así porque en la década de los 80 no se permitía el consumo del té proveniente de Medio Oriente. Hoy ya no es clandestino, pero el nombre se conserva. Después de la ofensiva militar de los ochentas contra todo el movimiento radical revolucionario, comunidades kurdas enteras fueron arrasadas. El movimiento independentista se radicalizó y el pueblo, en sus casas, resintió en carne propia el exterminio.
Actualmente hay un alto al fuego y se abre un espacio, o se puede abrir, para construir otra cosa. “Yo soy kurda y defiendo mi identidad. Tengo esperanza de que algún día mi pueblo sea reconocido. Por un lado hay un Estado represor y por el otro una organización armada en la que no me siento representada. Es una organización que no toca nuestra vida cotidiana. Hay que buscar, en medio de todo esto, otra alternativa. El propio movimiento radical tendrá que cambiar, transformarse, o tendrá que nacer algo nuevo, diferente”.
Mãe Preta, cuatro décadas de ofrecer abrigo a niños, prostitutas y ancianos de Bahía
En la Ladera de la Montaña, la misma inmortalizada por Jorge Amado en sus tantos relatos bahianos, antes llena de burdeles y aún hoy repleta de miseria y antros decadentes, vive y da vida Mãe Preta, mujer de más de 80 años, de oficio prostituta, madre de 25 hijos, negra y fuerte como ninguna. Mãe Preta cobija a más de 150 indigentes que todos los días pasan por su casa a recibir algo de comida o un lugar para dormir. Ella es la madre y abuela de todos.
Mãe Preta es hija de Andaraí, pequeña y pobre ciudad del interior de Bahía, en el noreste de Brasil. En el pórtico de su casa-albergue deshilvana su vida. A ratos ríe y a ratos llora. Por décadas trabajó con el cuerpo en las calles y burdeles, con los reposos correspondientes a sus 25 embarazos. Luego, sintiendo en carne propia el abandono de los hijos de quienes son arrojadas a la prostitución, sin pedir nada a cambio, sin un real en el bolsillo y ella misma batallando para comer, empezó a cuidar de ellos y a ofrecerles algo para medio llenar el estómago.
“Perdí la virginidad a los 15 años. Entonces me dio miedo que mi papá me degollara y huí. Me subí a un camión, pedí aventón. Dormí en Sete Portas. Pasé mucha hambre. La gente que pasaba me daba ropa, algunos centavos. Lo que hago ahora es porque otros ya lo hicieron por mí”. Es, pues, el ejemplo de quien nada tiene y todo lo ofrece. Es, también, el escombro que, sin compasión, arroja el sistema.
“Parí 25 hijos. Tengo 12 vivos: sargento, profesor, electricista, soldado, capitán, marinero… de todo. Mis hijos están registrados a mi nombre, porque yo no sabía quién era su papá. Yo era mundana (prostituta) y lo mismo me iba con gatos y perros”.
Años de andar y de parir y hoy Mãe Preta cumple cuatro décadas de ofrecer abrigo a niños, prostitutas, ancianos y dementes que deambulan por las calles de esta legendaria ciudad en la que no se puede ocultar la miseria, por más que los programas turísticos y los especuladores de vivienda lo intenten. Para encontrarla sólo hay que bajar la Ladera de la Montaña, y ahí está, sentada siempre en el pórtico, a veces llorando y otras más bailando y cantando al ritmo de los tambores, rodeada de gente que le arranca un respiro a la vida.
“Llegó un día, cuando mis hijos ya estaban criados, que me dije, mira, voy a salir de esta vida. Pero entonces vi que había mucha miseria y me metí en esto… Cuando paso por la calle y veo un niño, una vieja, me duele el corazón”. ¿Y el gobierno? “Nada”, dice Mãe Preta, “el gobierno no ayuda nada. Ahora mismo llegó Lula, pero no hay nada”.
A la casa-albergue se entra por un pequeño pasillo que conduce a una habitación con montañas de ropa usada. De su venta y de otras donaciones sale el escaso dinero para sostener la vivienda. Una iniciativa personal, un granito de arena que hoy, además, está amenazado por la especulación. Cuenta Mãe Preta que ya vendieron la Ladera de la Montaña a grupos de extranjeros y que pronto puede ser desalojada…
Desde el Sahara: “Que mis ojos vean de nuevo mi tierra”
El sueño de Jadiyetu es el de medio millón de saharauis que viven en los campamentos de refugiados del sur de Argelia, en el territorio ocupado por Marruecos o en la zona liberada de Tefariti: “volver a casa, liberar a mi pueblo, volver al país en que nacimos”.
“Que mis ojos vean de nuevo mi tierra es lo más grande, lo más hermoso. No es como mis hijos, que nacieron ya en los campamentos y no conocieron su tierra. Yo la recuerdo, la llevo en mi corazón. Ahí viví los primeros 16 años de mi vida, ahí tengo que volver”, dice, siempre sonriente, esta mujer saharaui de 45 años, de los cuales ha vivido 32 como refugiada en uno de cuatro campamentos que en medio del desierto del Sahara, bajo temperaturas que llegan a rebasar los 50 grados centígrados, cobijan a más de 200 mil hombres, mujeres y niños de la despojada República Saharaui.
Jadiyetu es fuerte, como todas las saharahuis, pero reconoce que más de tres décadas la tienen “un poco cansada”. Tiene la certeza de que un día todo su pueblo estará de nuevo junto, no como en las circunstancias actuales, que obligan a sus familiares a sobrevivir en el territorio que les ha arrebatado Marruecos, con un inaceptable e indignante muro de por medio; no como ahora, que ve repartidos a sus hijos, ya sea en Libia, Cuba, Argelia o España, estudiando o trabajando gracias a algún programa de cooperación internacional.
Orgullosa, Jadiyetu muestra la fotografía de su hijo de 13 años, quien ha ido a visitar la zona liberada de Tefariti, un pedazo de tierra que aún les pertenece y se mantiene bajo control del Frente Polisario, tregua de por medio pactada con la ONU y jamás respetada por Marruecos.
Jadiyetu pone todos los días el cuerpo por delante. “Está claro que la lucha principal es por la liberación, pero también debe combinarse con la lucha para que hombres y mujeres tengamos las mismas oportunidades. Somos árabes y musulmanas, pero esto no es sinónimo de discriminación, como muchos dicen o como son los estereotipos. Las mujeres saharauis somos ejemplo concreto de esta otra realidad”.
Sobre Jadiyetu y todas las mujeres saharauis recae el polémico desafío de la sobrevivencia de su pueblo: asumir, explica, que tendrán que traer más hijos al mundo, pues la existencia de su pueblo “está por encima de todo”.
“Viví el desprecio y la explotación en cinco maquiladoras de Tijuana”: Margarita
Miles mujeres recorren todos los días el camino de la explotación que en Tijuana, ciudad fronteriza entre México y Estados Unidos, tiene tintes de esclavitud. En el parque industrial de Otay, uno de los dos más grandes de Tijuana, se observan filas de camiones que transportan a las trabajadoras enfundadas en sus desgastadas batas de labor; puestos de comida callejeros; grupos de hombres y mujeres, jóvenes en su mayoría, esperando su turno.
Todas ellas, desde que se levantan y hasta que sus ojos se cierran de cansancio, acuden a trabajar en alguna de las más de 800 maquiladoras y talleres que las grandes empresas trasnacionales han construido aquí desde 1965, año en el que se puso en marcha en Programa de Industrialización Fronteriza.
Margarita es una de tantas trabajadoras de la maquila que llegaron a Tijuana provenientes del interior del país, principalmente de Puebla, Oaxaca, Chiapas, Guerrero, Michoacán e Hidalgo (se calcula que 80 por ciento es del exterior, mientras el resto es originaria de Tijuana o de ciudades vecinas). Margarita, como las demás, trabajó jornadas mínimas de 10 horas diarias, aunque en algunas maquiladoras, como en la multinacional Sony, los horarios son de 12 horas, con media hora para el almuerzo y media hora para la comida.
“Viví el desprecio y la explotación en cinco maquiladoras”, relata Margarita. Procedente de Puebla, donde trabajó en el campo y luego como empleada doméstica, se trasladó a Tijuana en busca del progreso. Con más de cinco años de trabajo arduo, cubriendo turnos en ocasiones hasta de 24 horas, “fui testigo en carne propia, y por las experiencias de mis compañeras, de los bajos salarios, la falta de condiciones de higiene y seguridad, las inhumanas jornadas de trabajo, las humillaciones, la exposición a sustancias tóxicas sin ninguna seguridad y de las enfermedades que esto provoca; de los contratos ilegales de uno, dos o tres meses; de los exámenes de embarazo (también ilegales), de los castigos irracionales por llegar un minuto tarde y de una interminable lista de agravios cotidianos”.
El salario promedio en las maquilas, cuenta Margarita, “es de 750 pesos la semana, cantidad que no alcanza para nada en una ciudad donde las rentas mínimas son de mil 500 pesos, y a esto hay que agregarle transporte, alimentación, vestido, educación y salud para la familia”.
No han sido pocas las luchas protagonizadas aquí por la clase trabajadora. Margarita y otras más se organizan para defender sus derechos laborales y, sobre todo, para plantearse otra vida, una más digna.
En el Centro de Información para Trabajadoras y Trabajadores (CITTAC) Margarita ya no es una maquiladora, sino una defensora de los derechos de ella y de sus compañeras.
Una zapoteca en Chicago: “Nunca fue un sueño llegar a los Estados Unidos”
Flor Crisostomo, zapoteca, llegó a trabajar a Estados Unidos hace 8 años. Su testimonio es la historia colectiva de más de 12 millones de trabajadores indocumentados en este país, muchos de origen indígena y campesino. El 19 de abril del 2006, agentes de inmigración irrumpieron violentamente en la compañía Ifco System, en Chicago, en la que trabajó Flor reciclando madera durante más de 5 años. Era la primera redada masiva en este país, y en ella arrestaron simultáneamente a mil 200 trabajadores de 16 sucursales de la misma compañía.
Flor apeló legalmente la deportación sin ningún resultado. El 28 de enero del 2008 el gobierno de Estados Unidos le ordenó salir inmediatamente del país. Ese mismo día ella decidió permanecer en resistencia mediante un acto de desobediencia civil. “Tomé esta decisión para que el gobierno arregle las leyes descompuestas y acabe con el sistema inhumano de mano de obra indocumentada y de explotación”.
Madre de tres hijos a los que no ve desde hace 8 años, cuando tuvo que cruzar la frontera en busca de trabajo, Flor aclara: “Desde que llegué a Estados Unidos, en el en el año 2000, siempre he mantenido una posición correcta, nunca he robado, nunca he pedido ayuda al gobierno, he trabajado, pagado mis impuestos, he respetado las leyes… nunca fue un sueño llegar a los Estados Unidos”.
Flor distingue entre la palabra migración, “que es el estado natural de todo ser humano, porque todos caminamos por el mundo”, y desplazamiento forzado. “Desafortunadamente yo tuve que tomar la segunda opción…Es muy difícil todo, desde el momento en que atraviesas la frontera sin documentos, buscando el sustento para tu familia, te encuentras con esa xenofobia contra nosotras los mexicanas, las latinas, y sobre todo contra las indígenas”.
La redada contra los trabajadores de Ifco System le cambió la vida. La mayor parte de los mil 200 trabajadores detenidos fueron deportados, permaneciendo únicamente los 26 trabajadores de Chicago. “Desde entonces empecé a tomar conciencia y a emprender una lucha para apoyar al pueblo indocumentado. Desafortunadamente el día 4 de diciembre del 2006 un juez federal de inmigración mandó una carta a mi abogado diciendo que yo tenía que salir voluntariamente del país el 28 de enero, y que si yo no me presentaba al servicio de inmigración con una maleta de 40 libras y mi boleto de avión, iba a quedar como una prófuga. Era muy difícil dejar esta lucha a medias. Ahora soy una prófuga, según las leyes rotas de los Estados Unidos, pero no me importa, mientras pueda seguiré mandando el mensaje a través de la campaña América abre tus ojos”.
Originaria de Ocotlán de Morelos, Oaxaca, Flor imagina su futuro en México “con mis hijos, trabajando igual, y concentrándome mucho más en nuestros pueblos indígenas. Presionando al gobierno de México para que tome una posición fuerte frente a la migración y para que tome responsabilidad de lo que él mismo crea…Que el gobierno cree trabajos, subsidios al campo, para no tener que salir de México”.
Eva y Alicia, trabajadoras de fábricas recuperadas en Buenos Aires: “No pueden quitarnos este sueño, simplemente no pueden”
Eva fue camarera del Hotel Bauen, ubicado en el corazón de Buenos Aires, hasta el 28 de diciembre del 2001, es decir, hasta que los dueños lo declararon en quiebra fraudulenta y lo cerraron. Hoy es socia de la cooperativa que opera en este hotel recuperado por los trabajadores el 21 de marzo de 2003.
En plena lucha por lograr la expropiación de este inmueble, con la amenaza constante de ser desalojados, los trabajadores del Bauen mantienen abiertos los 19 pisos, el restaurante bar, el teatro y los salones de eventos. Mil problemas enfrentan para sacarlo adelante como cooperativa, sin patrones y con decisiones de asamblea, pero ese objetivo sigue siendo su motor principal.
“No es fácil – dice Eva – mantener un proyecto de esta naturaleza y con este giro, pero en el Bauen la decisión es clara: transformar lo que fue un nido de ratas en una fuente de trabajo, en una gran instalación cultural, un lugar donde todas las organizaciones que sueñan con una Argentina más justa encuentren espacio para debatir sus ideas”.
Las mujeres en este espacio recuperado han demostrado valentía y esfuerzo. Son ellas las que marchan a la cabeza, las que ponen el cuerpo y el corazón para sacar adelante el trabajo, las que levantan el ánimo cuando todo parece perderse y el futuro se mira como despropósito y locura inalcanzable. Son ellas, también, las que lloran cuando viene la orden de allanamiento, se limpian las lágrimas y se levantan para ir a la asamblea. “No pueden quitarnos este sueño, simplemente no pueden”, repite Eva al tiempo que recupera el aliento.
Eva relata que en 2001, luego de meses de no pagar sueldos ni prestaciones y de despedir a la mayor parte de los trabajadores, “la empresa Solari S.A. presentó la quiebra y dejó en la calle a 70 trabajadores. Un año después 30 de ellos, con el apoyo de otras empresas recuperadas, tomamos las instalaciones y poco a poco fuimos abriendo los servicios”.
En otro lado de la ciudad de Buenos Aires, en San Martín, dentro en el primer cordón industrial del conurbano, se levanta la Cooperativa Unidos por el Calzado (CUC), fábrica recuperada por sus trabajadores y autogestionada por ellos desde el 17 de octubre de 2003, fecha en la que los obreros y empleados despedidos rompieron las cadenas de las puertas de la empresa declarada en quiebra, entraron y se pusieron a trabajar.
Alicia, obrera y actual socia de la CUC, relata que “un mes antes de la irrupción de los trabajadores, la fábrica de calzado e indumentaria deportiva, entonces llamada Gatic, presentó una deuda de acreedores y cerró las instalaciones, dejando en la calle a 250 trabajadores, que se sumaron a una larga lista de despidos anteriores. Pero hubo quienes nos resignamos y decidimos tomar la empresa para formar una cooperativa”.
A cargo del puesto de ventas de zapatos que la cooperativa tiene en el lobby del Hotel Bauen, Alicia cuenta que desde que obtuvieron la expropiación en 2004 “hemos puesto todo nuestro esfuerzo y voluntad para trabajar en equipo, con democracia directa, sin jefes, sin empleados, solo gente trabajando”.
Es realmente muy poco el tiempo transcurrido y muchos los logros. La cooperativa mantiene su independencia y se niega a pertenecer a ningún grupo político. Pelean contra el monstruo que representa la competencia del gran capital, contra sus propias inercias y hábitos de producción, y enfrentan mil problemas cotidianos por la falta de insumos, pero, como dice Alicia, “aprendemos a caminar solas y demostramos que no hace falta explotar a nadie para ser competitivas”.
La Chepa, presa política por defender el territorio mapuche
Es junio de 2005 y la cárcel Ángol, al sur de Chile, está helada. El área de visitas está restringida para “los comuneros”, como se les conoce en la penitenciaría a los presos mapuche, por lo que el encuentro se da en los pasillos y, posteriormente, en un pequeño cubículo. Patricia Troncoso, mejor conocida como Chepa, es la primera en aparecer. De tez blanca, cuerpo robusto y cabellera larga y negra, al principio se muestra desconfiada. “Han sido tantos los que han pasado por aquí y a ninguno los volvemos a ver”, lamentó.
Patricia es parte del movimiento mapuche autónomo, “que lucha por la reconstrucción de su pueblo-nación, concretamente por la recuperación de tierras y contra el avance de los megaproyectos forestales, energéticos, viales y turísticos instalados o que pretenden instalarse en territorio originalmente mapuche”. La respuesta del gobierno ha sido la represión y la cárcel. Por eso Patricia está presa. “Nuestra lucha –explica La Chepa- es por la dignidad humana, que se hermana con la lucha del pobre, del obrero, de la mujer, del niño, del estudiante, del profesor, del poblador, del ecologista, del joven, del anciano, del cesante y todo aquel que anhela que sus derechos le sean reconocidos”.
Patricia estudió teología en el Instituto de Ciencias Religiosas de la Universidad Católica de Valparaíso. A lo largo de los años fue aproximándose de manera solidaria a las comunidades mapuche, y su compromiso la llevó a ser parte del movimiento, a vivir con ellos y defender a su lado a la madre tierra.
Nacida en 1969, Chepa fue acusada en 2001 de provocar un incendio en una propiedad perteneciente a la Forestal Mininco, empresa que cuenta con 609 mil hectáreas en las regiones Sexta y Novena del país andino. La única mujer del grupo de “comuneros” presos, habla claro y fuerte desde la cárcel. Nunca pierde la sonrisa, irónica o abierta y dice, sin tapujos, que su lucha “es contra el desprecio, el abandono y la explotación”.
“Así es la lucha…así es la vida de los migrantes en París”: Zina
En el barrio 18 de París sobreviven argelinas, senegalesas, marroquíes, tunesas y un largo etcétera de una lista de desposeídas del planeta. En el 18 está el sector conocido paradójicamente como La gota de oro, comunidad aislada en pleno corazón de la “Ciudad de las Luces”.
Las calles de este sector huelen a pobreza y a exclusión. La pintura de los viejos edificios está impregnada de plomo y se ha comprobado la alarmante presencia de este elemento en la sangre de los niños, produciendo una enfermedad conocida como saturnismo, la degradación del cerebro.
Zina, del Colectivo sin Fronteras, integrado por personas que sobreviven en inhumanas condiciones de alojamiento, se organiza y lucha. Cada martes, cuenta, “este colectivo, en el que sobresale la participación de mujeres de todos los colores, se reúne en un jardín público para discutir la problemática y planear las acciones concretas. Se trata, por ejemplo, de ocupar oficinas de administración del ayuntamiento para exigir mejores condiciones de vida: alojamiento, seguridad social, fin de la represión, servicios, etcétera”.
Las y los migrantes, en su mayoría del norte y sur de África, cruzan el barrio y de inmediato son detenidos por los controles de la policía. Zina no duda: “Ser migrante aquí es sinónimo de delincuente”. Por eso, afirma, “hay mujeres y muchos jóvenes que no salen de La gota de oro, pues cruzan la frontera, salen del gueto y se encuentran en la indefensión total, aunque adentro las cosas no son distintas”.
Las mujeres de La gota de oro, dice Zina, “no piden sus derechos, los arrebatan con organización y acciones verdaderas”. La respuesta del gobierno, “muchas veces es la represión y somos golpeadas o detenidas; pero otras veces conseguimos los objetivos y se mejoran algunas condiciones de nuestros alojamientos. Así es la lucha…así es la vida”.
Zina, de origen africano, advierte sin tapujos que “en un barrio en estas condiciones crecen como hongos las asociaciones que juegan un doble papel: Por un lado hacen un trabajo de asistencia y por el otro controlan y dividen a la población”. No es casual, dice, “la existencia de 650 asociaciones de este tipo en un solo sector, como tampoco es coincidencia que el nombre de nuestro colectivo sea Sin Fronteras, pues pretendemos, ante todo, acabar con las diferencias raciales que son alimentadas por las asociaciones para impedir la organización”.
Esta mujer de tez morena y pelo rizado no para de hablar. Su indignación se contagia, al igual que su incredulidad en los partidos políticos: “Ya basta de las mentiras de la izquierda y de la derecha. Exigimos lugar para vivir. Queremos recursos no golpes”.
Se trata, dice Zina, “de reapropiarse de la vida, que no es otra cosa que vivir con dignidad. La idea es gritar, molestar a los jefes una y otra vez hasta cansarlos. Hacerles ver a todos que ellas y ellos existen y están ahí para exigir sus derechos”. La lucha ya no sólo es de las y los migrantes, se ha ampliado a todas y todos los que quieren rebelarse en busca de una vida digna y, sobre todo, libre.
*Este 8 de marzo de 2010 se conmemora el centenario de la declaración del Día Internacional de la Mujer Trabajadora, propuesto en 1910 por Clara Zetkin durante la II Conferencia Internacional de las mujeres socialistas, realizada en Copenhague, Dinamarca. Clara se habría inspirado en el ejemplo de las socialistas norteamericanas, quienes ya tenían un día de lucha que rescataba la capacidad y organización autónoma de las mujeres.
El 8 de Marzo quedó como fecha fija del Día Internacional de las Mujeres a partir de 1922, en homenaje a las operarias rusas que en 1917 habían iniciado una huelga general contra el hambre, la guerra y el zarismo. La acción fue una iniciativa de las trabajadoras más explotadas y oprimidas – las operarias textiles – que se lanzaron a las calles de Petrogrado sin apoyo de las direcciones, movilizando alrededor de 90 mil personas.