Antes de nada hay que decir que los magistrados de la Audiencia Nacional que firman la sentencia por la que se condena al líder de la izquierda abertzale Arnaldo Otegi a dos años de prisión y a dieciséis años de inhabilitación absoluta se equivocan al considerar que Nelson Mandela fue un preso político. Lo sabrían si leyeran el libro «Lettre À Deux Juges Françaises Décorées De La Cruz De Honor De La Orden De San Raimundo De Peñafort», escrito por Gilles Perrault y dirigido precisamente a sus homólogos, los jueces franceses que como ellos juzgan a ciudadanos vascos por razones políticas.
Perrault recuerda cómo Nelson Mandela nunca fue considerado preso político por Amnesty International, organización considerada neutral y que pontifica en esta materia. La razón es simple: Mandela nunca renegó de la lucha armada, nunca rechazó el derecho de su pueblo a alzarse en armas contra sus opresores y en favor de la libertad y la justicia. Sus captores se lo pidieron una y otra vez, se lo exigieron como condición para excarcelarlo, organismos como el mencionado se lo solicitaron para hacer campaña por su liberación, el Gobierno se lo volvió a pedir una vez Mandela estuvo en la calle… y la respuesta de Mandela siempre fue negativa.
También mienten los jueces españoles al decir que Mandela «jamás utilizó la violencia, ni la apoyó en “pos” de conseguir la supresión del apartheid en Sudáfrica». En este caso bastaría con que leyeran más a menudo GARA, y no sólo los recortes que les envían desde las Fuerzas de Seguridad del Estado o el Ministerio de Interior, recortes que habitualmente utilizan para dar «cuerpo» a sus autos. En una entrevista realizada por este periódico a John Carlin, autor del libro «El factor humano» en el que se basa la película «Invictus», ese reputado periodista y amigo personal de Madiba, aseguraba que: «Él [Nelson Mandela] fue el primer comandante en jefe de Umkhonto we Sizwe, la organización armada del Congreso Nacional Africano. La fundó en 1961 y al poco tiempo lo detienen». Paradójicamente, si el ministro que les surte de literatura se lo hubiera permitido, Carlin podría haber entrevistado a Arnaldo Otegi en la cárcel para el diario «El País», gracias a lo cual quizá estos jueces hubieran evitado quedar en público como auténticos ignorantes. Así y todo, aun eliminando las mentiras históricas y las digresiones políticas, visto lo débil de los argumentos esgrimidos, no cabía esperar que el sentido de la sentencia hubiese sido distinto.
En todo caso, los jueces españoles aciertan al decir, aun en contradicción con lo anteriormente expuesto, que «Nelson Mandela fue un héroe que permaneció en prisión por motivos ideológicos», si bien olvidan que fue condenado por «delitos de terrorismo». Ya tenemos, pues, otro elemento en común entre Nelson Mandela y Joxe Mari Sagardui, Gatza. Otro, además del tiempo transcurrido en prisión, que tal y como recuerda la propia sentencia, fue de 27 años para Mandela y que en el caso del vasco se eleva hasta la treintena de años. Así queda respondida la pregunta retórica que realizan los jueces, «¿qué tienen en común el uno y el otro?», que ellos cierran con un rotundo pero falso «nada, absolutamente nada». Evidentemente, Gatza no es Mandela. Pero si de comparaciones históricas se trata puede ser comparado con propiedad con Walter Sisulu, Govan Mbeki, o con cualquier otro de los presos que compartieron presidio con Mandela. Asimismo, si se trata de Derecho y de derechos humanos, su situación no puede ser considerada más que como inhumana e inaceptable en un estado de derecho. Eso denunció Arnaldo Otegi y en eso coincide una gran mayoría de la sociedad vasca.
Atrevimientos que tapan otras cuestiones
Se suele decir que la ignorancia es atrevida. Si el atrevimiento o la ignorancia, si la sed de venganza y la particular obsesión con Otegi que muestra la sentencia fuesen suficiente para explicar la misma, esto sería de por sí muy grave. Los dos años de cárcel bien pueden entenderse en esta clave. Los dieciséis de inhabilitación, sin embargo, tienen una lectura más profunda y peligrosa.
Una de las lecciones que salió del pasado proceso de negociación fue que los saltos cualitativos dados por parte del Estado que adquieren rango de estructural ‑las reformas legales o administrativas en perspectiva punitiva, así como los encausamientos y las condenas por delitos políticos son parte de esa dinámica- dificultan terriblemente el desarrollo de un proceso. El Estado pretende incluirlos en la agenda como contraprestación, cuando deberían formar parte de los principios del proceso. Además, en este momento concreto, muestran una unilateralidad que avanza en el sentido opuesto a cualquier intento de resolución dialogada. En ese sentido, este tipo de decisiones forman parte de la agenda de aquellos a los que los irlandeses llamaban «securócratas», y pretenden condicionar, tanto dentro de su bando como en el «enemigo», a quienes pretenden dar pasos hacia un acuerdo político inclusivo que traiga una paz justa y duradera en parámetros de democracia. Y eso es realmente mucho más grave, más aún si tenemos en cuenta la iniciativa de la izquierda