Un campo de fuerza me paraliza. En el interior del estanco se oye un deje antillano: ‑Mi amol, no me va mal con la santería. -¿Roja o azul?, me pregunta el dependiente. -¿Qué?, respondo desconcertado. La caja de puritos… ‑Roja, contesto automáticamente. No sabía que al encender un cigarro me iba a encoger hasta la altura de una rana. –¡Un conejo blanco!, grita una niña. -¡Vaya, es Alicia!, me digo, como si la conociera de siempre… y observo cómo se pierden ambos por una puertecita abierta en el zócalo de la trastienda. Los sigo. La curiosidad cuenta buenos cuentos.
La historia comienza cuando Alicia, que nunca había visto a un gazapo con chaleco y reloj de bolsillo, cae en el pasadizo psicogeográfico que conecta el estado rígido victoriano con las antípodas del País de las Maravillas.
Bébeme y cómeme. Clave: tAmaÑo. La oruga azul, que fuma hachís en una cachimba, ofrece un bongui alucinógeno con el que regular la altura. Un sonriente Gato de Cheshire indica que no importa el camino que se tome, ya que siempre que se ande lo suficiente se llegará a alguna parte o a una merienda de locos, donde la liebre de mayo y el sombrerero toman el té del eterno retorno. ¡Que les corten las cabezas!, grita autoritaria la Reina de Corazones en el caos de una partida de críquet en la morgue de Toulouse. Carroll agiganta a Alicia hasta el enfado y ésta se despierta.
-Sé lo que quieras parecer. Tweedledum y Tweedledee se baten predestinados. La Morsa y el Carpintero engatusan a ostrillas incautas. El galimatazo ‑donde murgiflar es como aullar y silbar con un estornudo en medio- es traducido por Humpty Dumpty antes de estrellarse como un huevo contra el suelo, de donde ni todos los caballos y hombres del Rey pueden levantarlo. La partida de ajedrez ha comenzado. El peón Alicia parte en tren hasta la cuarta casilla y no ceja en su empeño hasta convertirse en la reina del jaque mate.
Escribir es un ejercicio despótico. Lewis Carroll, matemático y predicador, sabe que se transforma en Caballero Blanco al otro lado del espejo y que como fotógrafo capta una extraña intensidad en la mirada de las niñas. Le persigue la polémica. Para Deleuze es un perverso sin crimen. Para Artaud la fecalidad le subyace.
Jefferson Airplaine apela a Alicia. La lógica y la proporción mueren de psicodelia. «Ellos son los hombres huevo/Yo soy la Morsa/Gu Gu G´Jub», cantan The Beatles. Chick Corea teclea el jazz de Humpty Dumpty. Alicia inspira a Joyce y a la subcultura de las lolitas. En «Matrix» se inscribe un recurso: Sigue al Conejo Blanco. Terry Gilliam recita «Jabberwocky». Los personajes del cuento se refocilan en el musical «Alicia en el país de las pornomaravillas». Hepworth adapta Alicia al cine mudo. Disney en forma de dibujos. Svankmajer realiza la surrealista «Neco Alenky». Marilyn Manson proyecta «Phantasmagoria: the visions of Lewis Carroll» y se acaba de estrenar la versión de Tim Burton.
El tiempo corre hacia atrás. Desde que Lewis Carroll narrara a Alice Liddell las aventuras underground que ella protagonizaba, ya nada ha sido igual en los cuentos, ni para los niños o los psiconautas que comparten con Alicia el leitmotiv del tedio que impulsa sus alucinantes viajes.