No comparto la actual irritación con el Tribunal Constitucional español. Es un tribunal que si no se ha renovado no es responsabilidad suya, sino del PSOE y el PP que no se ponen de acuerdo a la hora de pactar los nombres. Y, en cuanto a la sentencia, el tribunal se limita a aplicar la Constitución española, que dice lo que dice y no lo que la política catalana le ha querido hacer decir durante muchos años, para comodidad suya, y que ahora queda al descubierto.
Los miembros del Tribunal Constitucional trabajan a ritmo español ‑ahora, incluso los partidos catalanes querrían frenarlo todavía más‑, y cobran nóminas proporcionadas al alta responsabilidad que tienen para asegurar la unidad de España, para garantizar que no se erosione la soberanía del pueblo español ‑también sobre territorio catalán- y para velar sobre la cohesión institucional de las principales instituciones del Estado, como por ejemplo la judicatura. Las discrepancias entre ellos no van más allá de decidir si tienen que ser más o menos explícitos en sus intenciones. En este sentido, el llamado sector progresista ‑que en esto es como la Iglesia: los progres son, simplemente, los no tan conservadores- lo único que pretendía era dar un poco de margen a la ambigüedad para que los partidos catalanes no quedaran del todo descubiertos.
De forma que, desde el punto de vista estrictamente jurídico, el actual Tribunal Constitucional no tan sólo es legal, sino también legítimo y se ajusta estrictamente al ordenamiento constitucional español. Y cuando se emprendió la reforma del Estatuto, las reglas de juego eran muy claras: el Estatuto no es un pacto entre Cataluña y España, sino una ley orgánica española, aprobada por las Cortes españolas a instancia del Parlamento de Cataluña, y que por lo tanto responde exclusivamente a la única soberanía que tiene base jurídica y política en España: la española. Y, también era bien claro que el referéndum del Estatuto no tenía la última palabra en el asunto, porque no recoge de ninguna forma la voz de un pueblo soberano ni de una nación que, más allá de nuestro deseo o de los engaños en que nos ha tenido entretenidos la política catalana de los últimos treinta años, nunca lo hemos sido sobre el papel, que es el que cuenta a la hora de la verdad.
O sea que si ahora alguien dice que no se tiene que respetar el Tribunal Constitucional ‑cosa con la cual, como independentista, estoy de acuerdo‑, también se tiene que decir que esto sólo tiene sentido si de paso no se respeta ni el Estatuto español de Cataluña ni la Constitución que avala la legitimidad de este Tribunal. Es de malos perdedores aceptar unas reglas de juego y quererlas cambiar si la partida acaba mal. Si las reglas eran buenas para hacer un nuevo Estatuto, son buenas a la hora de emitir una sentencia que puede ir de desastrosa a nefasta. Otra cosa es que nos desmonte el decorado y haga imposible seguir manteniendo la farsa soberanista en la cual algunos se dejaron atrapar con un referéndum que no podía confundirse con un acto de soberanía.
Hace falta una ruptura democrática con el Estado español, pero completa, y no una pataleta infantil contra el Tribunal Constitucional, que ha conseguido incordiar a los partidos políticos catalanes porque les ha destapado las vergüenzas.
Salvador Cardús i Ros
Sociólogo y periodista