Lamentablemente, no podré estar con ustedes. Ojalá se pueda hacer todo lo posible, y lo imposible también, para que la Cumbre de la Madre Tierra sea la primera etapa hacia la expresión colectiva de los pueblos que no dirigen la política mundial, pero la padecen.
Ojalá seamos capaces de llevar adelante estas dos iniciativas del compañero Evo [Morales, presidente de Bolivia], el Tribunal de la Justicia Climática y el Referéndum Mundial contra un sistema de poder fundado en la guerra y el derroche, que desprecia la vida humana y pone bandera de remate a nuestros bienes terrenales.
Ojalá seamos capaces de hablar poco y hacer mucho. Graves daños nos ha hecho, y nos sigue haciendo, la inflación palabraria, que en América Latina es más nociva que la inflación monetaria. Y también, y sobre todo, estamos hartos de la hipocresía de los países ricos, que nos están dejando sin planeta mientras pronuncian pomposos discursos para disimular el secuestro.
Hay quienes dicen que la hipocresía es el impuesto que el vicio paga a la virtud. Otros dicen que la hipocresía es la única prueba de la existencia del infinito. Y el discurserío de la llamada “comunidad internacional”, ese club de banqueros y guerreros, prueba que las dos definiciones son correctas.
Yo quiero celebrar, en cambio, la fuerza de verdad que irradian las palabras y los silencios que nacen de la comunión humana con la naturaleza. Y no es por casualidad que esta Cumbre de la Madre Tierra se realiza en Bolivia, esta nación de naciones que se está redescubriendo a sí misma al cabo de dos siglos de vida mentida.
Bolivia acaba de celebrar los diez años de la victoria popular en la guerra del agua, cuando el pueblo de Cochabamba fue capaz de derrotar a una todopoderosa empresa de California, dueña del agua por obra y gracia de un Gobierno que decía ser boliviano y era muy generoso con lo ajeno.
Esa guerra del agua fue una de las batallas que esta tierra sigue librando en defensa de sus recursos naturales, o sea: en defensa de su identidad con la naturaleza. Bolivia es una de las naciones americanas donde las culturas indígenas han sabido sobrevivir, y esas voces resuenan ahora con más fuerza que nunca, a pesar del largo tiempo de la persecución y del desprecio.
El mundo entero, aturdido como está, deambulando como ciego en tiroteo, tendría que escuchar esas voces.
Ellas nos enseñan que nosotros, los humanitos, somos parte de la naturaleza, parientes de todos los que tienen piernas, patas, alas o raíces.
La conquista europea condenó por idolatría a los indígenas que vivían esa comunión, y por creer en ella fueron azotados, degollados o quemados vivos.
Obstáculo al progreso
Desde aquellos tiempos del Renacimiento europeo, la naturaleza se convirtió en mercancía o en obstáculo al progreso humano. Y hasta hoy, ese divorcio entre nosotros y ella ha persistido, a tal punto que todavía hay gente de buena voluntad que se conmueve por la pobre naturaleza, tan maltratada, tan lastimada, pero viéndola desde afuera. Las culturas indígenas la ven desde adentro.
Viéndola, me veo. Lo que contra ella hago, está hecho contra mí. En ella me encuentro, mis piernas son también el camino que las anda.
Celebremos, pues, esta Cumbre de la Madre Tierra. Y ojalá los sordos escuchen: los derechos humanos y los derechos de la naturaleza son dos nombres de la misma dignidad.