Nom­bre y ape­lli­dos- Anto­nio Álva­rez-Solís (Gara)

La pró­xi­ma refor­ma legal de que se habla para com­ba­tir al inde­pen­den­tis­mo vas­co mar­ca el pun­to más bajo de la moral legis­la­ti­va. Es una refor­ma ‑sobre la base de la ley de par­ti­dos- que no tie­ne por obje­to un deli­to per­fec­ta­men­te enten­di­ble por cual­quier razón sana­men­te for­ma­da ‑que es lo que deben pre­ten­der las leyes- sino que tra­ta de impo­si­bi­li­tar una pre­ten­sión polí­ti­ca que per­si­gue la ple­na rea­li­za­ción nor­ma­ti­va de un pue­blo; o lo que es igual, la con­se­cu­ción de su natu­ral sobe­ra­nía, que es trans­for­ma­da por el legis­la­dor ajeno en una aspi­ra­ción criminal.

Una ley que decla­ra al enemi­go con nom­bre y ape­lli­dos… ¿aca­so hay algo más pre­va­ri­ca­dor, polí­ti­ca­men­te hablan­do? Mer­ced a esa pre­va­ri­ca­ción la expre­sión de una con­cre­ta idea pasa a con­ver­tir­se en cri­men. Se alum­bra, por tan­to y nue­va­men­te, una coac­ción legal pro­pia del colonialismo.

En su des­car­go, el legis­la­dor colo­nial pro­cla­ma que no tra­ta de repri­mir pre­ten­sión algu­na sino al pare­cer la vio­len­cia que acom­pa­ña a esa pre­ten­sión. Y ahí comien­zan los retor­ci­mien­tos dia­léc­ti­cos ad absur­dum que no encuen­tran más sali­da para jus­ti­fi­car la deci­sión pena­li­za­do­ra que sen­tar dos prin­ci­pios impo­si­bles de demos­tra­ción algu­na: que los decla­ra­dos delin­cuen­tes cons­ti­tu­yen fac­to­res gené­ri­cos del terro­ris­mo y, en segun­do lugar, que mues­tran ines­qui­va­ble­men­te su rotun­da volun­tad cri­mi­nal al com­ba­tir la ley ‑o sea la Ley de Par­ti­dos- que crea pre­ci­sa­men­te su deli­to. ¿No cons­ti­tu­ye esta tor­pe secuen­cia inte­lec­tual una bár­ba­ra prevaricación?

La bar­ba­rie ideo­ló­gi­ca de todo ello que­da des­ve­la­da, pues, por la rever­sión del camino que sigue el legis­la­dor actual fren­te al camino que había des­bro­za­do el Dere­cho Penal moderno en su pre­ten­sión garan­tis­ta: pri­me­ro se dibu­ja el con­torno del delin­cuen­te y, lue­go, se dedu­ce que la tota­li­dad de lo que haga o diga, per­so­nal o colec­ti­va­men­te, dima­na delin­cuen­cia de modo inevi­ta­ble. El delin­cuen­te crea­do es un mons­truo que no pue­de más que delin­quir. Ese es el gran prin­ci­pio de quien nie­ga, median­te una teo­lo­gía medie­val, la con­cre­ción pal­ma­ria y radi­cal de lo delic­ti­vo y derra­ma la tur­bu­len­cia del deli­to crea­do in pec­to­re por un espa­cio amplí­si­mo y, lo que es peor, inde­ter­mi­na­do siempre.

Según esta doc­tri­na de pri­mi­ti­vis­mo antro­po­ló­gi­co el delin­cuen­te nace ‑par­tea­do por su sobe­ra­nis­mo- y no se hace. Cual­quier víc­ti­ma de acción arma­da o vio­len­ta, con auto­res con­cre­tos, con­de­na por exten­sión a este delin­cuen­te nato, que está real­men­te ajeno al deli­to. Para lograr la soli­dez de esta con­clu­sión mons­truo­sa se crea otro aprio­ris­mo que con­vie­ne exa­mi­nar con micros­co­pio: el entorno. El entorno es la reali­dad que, según el ira­cun­do legis­la­dor, par­ti­ci­pa en el deli­to median­te un pro­ce­so ideal de pen­sa­mien­to. Esto, repi­to, hay que ver­lo con suma atención.

El entorno es una reali­dad más bien físi­ca. El entorno de una per­so­na, de un pai­sa­je dado, de un pun­to mate­rial con­cre­to. El entorno rodea, sim­ple­men­te. Un pen­sa­mien­to no tie­ne entorno físi­co sino, todo lo más, pro­xi­mi­dad ideo­ló­gi­ca. Y la pro­xi­mi­dad ideo­ló­gi­ca no con­lle­va más acción que la inte­lec­tual. Inclu­so el que cree que la vio­len­cia ‑la de un Esta­do, por ejem­plo- pue­de ser enca­rar­la con las armas y no las empu­ña ni pro­ce­de con acti­vi­dad físi­ca en ayu­da de quien la usa no pue­de ser sos­pe­cho­so de acción cri­mi­nal. Inclu­so la fra­se indis­cu­ti­ble de que la vio­len­cia es la par­te­ra de la his­to­ria se debe a un Marx que no pro­po­nía la san­gre sino que sub­ra­ya su decep­ción moral por­que la cla­se domi­nan­te obli­ga­se a los sub­yu­ga­dos a acti­vi­da­des de carác­ter doloroso.

Esta con­vic­ción de que el pen­sa­mien­to no delin­que fue la que movió gran par­te de la doc­tri­na de los teó­lo­gos espa­ño­les ‑con­tra­rre­for­mis­tas con la men­te abier­ta al eras­mis­mo- del siglo XVI en defen­sa del indio ame­ri­cano que se revol­vía fren­te a la domi­na­ción inhu­ma­na de la Coro­na y de los crue­les enco­men­de­ros espa­ño­les en las nue­vas pose­sio­nes trans­atlán­ti­cas. Decía el arzo­bis­po Las Casas que «bau­ti­zar a un niño y arro­jar­lo lue­go a un pozo para sal­var su alma es un escán­da­lo y un gran peca­do mor­tal», pues aña­día que «más vale un indio vivo, aun­que infiel, que un indio con­ver­ti­do al cris­tia­nis­mo, pero muer­to. No quie­re Dios vic­to­rias a ese pre­cio». Yo no sé si esta doc­tri­na es apli­ca­ble de algu­na for­ma a Eus­ka­di, pero pien­so, en para­le­lo a Las Casas, que más vale un aber­tza­le vivo, es decir libre, que un aber­tza­le muer­to, o sea some­ti­do al tor­men­to y las rejas por un enco­men­de­ro espa­ñol, por ejem­plo el Sr. Ares.

El reme­dio polí­ti­co que par­te de pen­sar y dejar que el pen­sa­mien­to deci­da por su razo­na­ble per­fil y su acep­ta­ción popu­lar pare­ce un camino muy acep­ta­ble. Aho­ra bien, si se sos­tie­ne que ese pen­sa­mien­to no es «cris­tiano», es decir espa­ñol, y se le decla­ra ade­más fác­ti­ca­men­te cri­mi­nal en la per­so­na que lo sus­ten­te no se ve sali­da algu­na para resol­ver la situa­ción actual, sino es la vio­len­cia bipo­lar como par­te­ra de la his­to­ria. Mala cosa.

Yo pien­so que una nación siem­pre tie­ne dere­cho a rea­li­zar­se pací­fi­ca­men­te fren­te a quie­nes la sojuz­gan. Des­de la pers­pec­ti­va de Madrid ‑que siem­pre lo ha per­di­do todo por tener la cabe­za de hor­mi­gón arma­do- yo debo ser un per­so­na­je tiran­do a indio, es decir, cri­mi­nal y sin alma. Un per­so­na­je del entorno sobre el que pen­de el hacha de Enri­que VIII. Es triste.

A todo este revuel­to dis­cur­so de frai­les, eta­rras, virre­yes, jue­ces, guar­dias civi­les y patí­bu­los lega­les hay que aña­dir una últi­ma refle­xión que debe hacer­se sin temor, por­que la ver­dad ni teme ni ofen­de, aun­que qui­ta modus viven­di. Es la refle­xión sobre la obli­ga­ción de «con­de­nar» la vio­len­cia de una de las par­tes si desea uno estar polí­ti­ca­men­te reco­no­ci­do. Yo ni con­deno a una par­te ni a otra sino que me limi­to a reco­men­dar que en vez de la retó­ri­ca que encie­rra siem­pre el ver­bo con­de­nar se pon­ga reme­dio a la situa­ción sobre dos prin­ci­pios, que Eus­ka­di es una nación y que la auto­de­ter­mi­na­ción for­ma par­te de la más bási­ca psi­co­lo­gía humana.

Pedir al otro que se arro­di­lle y jure, como en San­ta Gadea, no resuel­ve nada. En pri­mer lugar por­que el que soli­ci­ta el jura­men­to dis­mi­nu­ye al otro en su cali­dad de ser con alma y dig­ni­dad y, a la vez, se dis­mi­nu­ye a sí mis­mo por deman­dar tan ele­men­tal e inú­til decla­ra­ción. Y sobre todo, ame­na­zar con que un ya elec­to pue­da ser des­po­seí­do de la con­fian­za popu­lar por negar­se a un jura­men­to tan deplo­ra­ble me pare­ce des­truir todas la garan­tías cons­ti­tu­cio­na­les y cam­biar­las por un irri­so­rio jue­go en manos de jue­ces impresentables.

Estas cosas de jurar y per­ju­rar ‑que es como poner la Inqui­si­ción en manos de niños per­ver­sos- debe­ría pro­po­ner­las Madrid tras garan­ti­zar­nos que si no que­re­mos jurar nos per­mi­ti­rá al menos borrar­nos del cen­so espa­ñol y optar por otro que no nos supon­ga son­ro­jo al mos­trar el pasa­por­te. Bru­se­las y Estras­bur­go debie­ran tener en cuen­ta esta peti­ción para crear algo pare­ci­do a la ciu­da­da­nía euro­pea y librar­nos de estar ence­rra­dos en la gran­ja de Orwell.

En fin, ahí que­da todo lo indi­ca­do por si algo pue­de ser some­ti­do a refle­xión por par­te de quie­nes nos gobier­nan des­de el solio madri­le­ño, ya sean estos o los que vuel­van a ocu­par­lo y en quie­nes jamás he teni­do con­fian­za algu­na. Me pare­cen, unos y otros, gen­tes con poco rigor inte­lec­tual y con una moral de emplea­dos de usos y con­su­mos. No me con­ven­ce­rán jamás de su volun­tad éti­ca ni aun­que con­de­nen a gri­tos los crí­me­nes del régi­men del que des­cien­den y mer­ced al cual Espa­ña se ha des­me­dra­do más duran­te cua­ren­ta lar­gos años. Lo que jamás diré es, como el Sr. Basa­goi­ti, que si no me hacen caso se metan sus deci­sio­nes don­de les que­pan. Yo voy a otra taberna.

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