Si al grito de «Zutik Euskal Herria» una masa sólida de ciudadanos decide presentar candidatos a las próximas elecciones ¿qué hará Madrid? Ahí no servirá el herrumbroso recurso a la violencia como modo de exclusión. Ni podrá el aparato gubernamental del Sr. Zapatero, compuesto de socialistas y oposición, movilizar el tinglado judicial para que declare a toda esa ciudadanía como parte integrante de ETA. Alegar esto pondría en entredicho el enunciado de «banda» con que se designa a ETA. ¿Cabe concebir a una multitud como banda entregada al terrorismo? Yo creo que Madrid, como en tantas otras ocasiones, ha agotado su margen de maniobra para sus acostumbrados procederes dictatoriales, fascistas en términos del lenguaje adecuado. Según como proceda Madrid se trataría ya de entrar a saco en la calle ancha y clara, y Lakua ratificaría su carácter de organismo «quisling» de ocupación que quizá sugiriese al pueblo vasco, como respuesta, una postura de enconada lucha nacional.
España perdió de acuerdo con estas concepciones y formas de actuar todas sus colonias, a las que no se ofreció jamás una salida con espíritu de concordia. El espíritu de Weyler respecto a Cuba, heredero de otras muchas posturas protervas ‑recordemos al españolísimo general Serrano diciendo a su confesor en el momento de la muerte: «No puedo perdonar a mis enemigos porque los he fusilado a todos»-, vuelve a apuntar en el horizonte. ¿Qué hará Madrid si doscientos, trescientos o cuatrocientos mil vascos acuerdan gritar su independencia desarmada y reclaman urnas para publicarlo? ¿Cómo explicarlo a una Europa que siempre ha tenido a España como la piedra en su zapato?
No. No bastará, si los soberanistas mantienen su pulso, con la heredada Audiencia Nacional emitiendo sus incongruentes papeles condenatorios, ni con la Guardia Civil o la Policía poblando la noche y el día de Euskadi, ni con la amenaza constitucional. El ruido poblará no sólo el ámbito vasco sino que saltará clamorosamente las fronteras hasta obligar a muchos gobiernos, que ya tienen bastante con sus problemas, a soltar abruptamente la patata caliente española. Pienso incluso que este «Zutik Euskal Herria» podría agusanar el viejo cuerpo del PNV, en cuyo seno unas capas confusas caracolean hasta hipotecar su vieja historia.
Porque, pese a lo que sostenga su aparato partidario, también una multitud de peneuvistas no logrará apacentar en el partido su conciencia nacional. No hago ejercicio de arúspice y observo las entrañas del ave porque adivinar las cartas que van a salir en el juego es cosa elemental para quien posea la mínima capacidad reflexiva, sólo me limito a preguntarme ¿qué hará Madrid si persiste en su guerra de ocupación ante las masas que converjan en una dinámica acción soberanista?
Después, si la actitud de Madrid persiste en su vieja y ya astrosa arrogancia, sucederá una historia donde el encuentro de dos pueblos será cada vez más difícil. Ante este lamentable futuro, porque no hay independencia que no se haya logrado, no vale esa simplicísima reflexión española de que España puede bloquear las relaciones comerciales con la tierra vasca, porque el comercio de Euskadi ya navega en muchos más ámbitos y, en cambio, tierras de la vieja España necesitan, para supervivir hoy todavía, a Catalunya y Euskadi, naciones a las que solamente les bastará para impulsar su pretensión de modernidad económica con reorientar las velas de una parte de su tinglado empresarial, que podría ser desconectado de sus lazos de dependencia con la Corte.
El problema histórico de España está en cierta manera provocado por su miopía para ver la mar, con todo lo que el horizonte marítimo significa. Inglaterra supo ver la mar y ello la hizo protagonista de la primera revolución industrial. El imperio inglés siempre fue un dinámico negocio, mientras el imperio español siempre fue una canonjía adormecida y barroca. España ha mirado perpetuamente a su interior, incluso la Andalucía postárabe. Es menguada y obstinadamente rural. A veces sospecho que más que una nación con todos sus elementos impulsores sigue siendo un latifundio. Para explicarme la mala relación de España con muchas de las tierras que compusieron, dependieron o dependen de su Estado he de recurrir a la mecánica biológica de los virus, que precisan del material genético de las células que invaden para lograr su reproducción. Fruto de esta aversión al océano para alimentar su evolución es la mala relación que lo español guarda con su periferia navegante.
Pero decir todo esto equivale a buscar el alma metafísica cuando lo necesario es preocuparse del espíritu encarnado. De eso no se ha preocupado España. ¿Por qué? El problema requiere demasiada meditación para mí. Lo que me preocupa de España es su radicalismo inmóvil. Ese radicalismo que ahora le impide entenderse con dos naciones peninsulares ‑a las que cabe añadir Galicia- con las que debería vivir en paz y buena voluntad merced a una razón sanamente practicada. Es más, una razón que le imbuiría una cierta armonía vital, alejándola de la violencia sempiterna que le suscita la visión de las libertades.
Volvamos ahora a Euskadi en toda su extensión como Euskal Herria. Las próximas elecciones, ya municipales o generales, van a plantear una situación explosiva. No puede pedirse a los vascos que se crucen de brazos mientras tratan de arrebatarles su sustancia nacional. Ya no hablo de lo que piensan íntimamente acerca de sus lazos con España, ya sea la ruptura política de esos lazos o la aceptación de cierta dependencia mediante la figura de la autonomía.
Yo creo que los vascos desean íntimamente ser soberanos, incluso muchos de los que ahora están alejados de la batalla exterior por conseguirlo. Pero repito que eso está por ver. Lo que desde luego irrita al euskaldun es que se le prive de la elemental posibilidad de hacerse escuchar en las instituciones y desde ellas. Y además que se adjetive esa represión como muestra de sanidad democrática. Este último extremo agudiza el carácter de lo que ocurre al ser convertido en algo que tiene todas las evidencias de una burla.
El vasco quiere salir de la minoridad política que le impone Madrid. Es, pues, una batalla por el desarrollo humano, por su plenitud. Ante el deseo de ejercer la mayoría de edad, que el vasco tiene hace siglos como todo pueblo que posea un rotundo perfil de pueblo, no se puede oponer una política de acciones elementales y lamentables, de diálogo falsificado, de dolor permanente producido por una represión tan burda como secular. Vivir en el marco que no sólo acoge la violencia sino que es la violencia misma no es aceptable desde ningún punto de vista, ni para vascos ni para españoles; para españoles porque al fin y a la postre lo que recogen del campo de batalla son sus propios restos, como ha venido sucediendo siglo tras siglo.
Vivir en una tensa instalación en el dominio acaba por destruir todo lo que de sólido puede tener el espíritu dominante. España sería más España si se aceptara en paz y concordia. Cuando un sistema colonial se quiebra, el dominador ha de huir cuanto antes de él a fin de salvarse a sí mismo; hay que poner urgentemente a salvo los muebles de la inteligencia antes que hacer con ellos una montón de astillas para mantener un fuego que resulta irrisoriamente sagrado. España puede ser grande, mediana o chica, lo importante es que sea sólida y se vea a sí misma sin acideces y vómitos. La grandeza no la produce la mancha geográfica sino la voluntad de ser plenamente ante el mundo con un espíritu abierto a los demás. Amén.