La globalización económica no es un «invento» de nuestros días, ni siquiera es obra del ya caduco siglo XX. Por poner sólo un par de ejemplos: a través de la hoy conocida como Ruta de la Seda, el imperio de la dinastía Han llegó a construir una compleja red comercial ‑con sus vertientes política y militar- que permitía el intercambio de mercancías entre el Lejano Oriente y Roma, allá por el siglo I antes de Cristo; y, una vez conquistado el imperio azteca por las tropas castellanas, a finales del siglo XVI se completó el panorama con una gran ruta oceánica que unía la costa mexicana con las actuales Filipinas y que retornaba al continente americano apoyándose en los puertos chinos y japoneses.
Ha llovido mucho desde entonces, aunque en las últimas décadas el eurocentrismo narcisista haya abocado a la incultura a millones de occidentales, que hasta hace poco creían que China era un gigante dormido; la India una gran reserva espiritual donde recargar el karma, y Brasil un paradisiaco lugar donde todo el mundo baila samba. Tópicos estúpidos, pero que durante siglos de colonialismo global fueron creando una costra mental que impidió a muchos europeos, incluso a los más viajados, percatarse de la realidad del mundo.
Y como esa costra permanece instalada en amplias capas sociales de nuestro continente, considero conveniente hacer mención al penúltimo capítulo que he leído sobre el eurocentrismo, que en este caso tiene doble sentido, ya que hace referencia a la «moneda única» (¡¿Se puede ser más chovinista?!). Vayamos al grano: mientras en los medios europeos se analizaba con tanta preocupación la deriva española hacia la crisis griega poniendo el acento en lo que se decide en Bruselas, en Berlín o allí donde se reúna el FMI, resulta que la bolsa de Nueva York saludaba con una importante subida el gesto de confianza en el euro lanzando por China. Esto sucedía el jueves, cuando las autoridades económicas chinas desmintieron que estuvieran pensando en deshacerse de buena parte de la deuda europea que poseen. O sea que ahora Beijing es quien le saca al euro las castañas del fuego en Wall Street.