Mayo es un mes triste desde que murió Eva Forest, el 19 de mayo de 2007. Fue una mujer revolucionaria, en su pleno sentido. Una mujer que en medio de este mundo de hombres conseguía transmitir, arrastrar, motivar y comprometer a hombres y mujeres para trabajar y luchar, para salir adelante, y con tesón y mil y una ideas geniales lograr objetivos, defender causas, levantar los ánimos, mantener numantinamente contra viento y marea Hiru, su imprescindible editorial.
«Sintió en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo». Ni un momento de su vida ni en ninguna de las muchas cosas que hacía dejó de ser revolucionaria. Transmitía y contagiaba inexorablemente su actitud revolucionaria a cuantos estaban a su lado: denunciando la guerra de Vietnam, luchando contra el franquismo y sus aledaños que siguen hasta nuestros días, apoyando la resistencia de los pueblos iraquí y palestino, apoyando entusiasmada a Cuba y los movimientos bolivarianos de América, denunciando la tortura que sufrió en su propia carne, además de conocerla muy de cerca en los miles de testimonios de torturados en Euskal Herria que estuvo recogiendo hasta el último momento de su vida y que eran parte de su propio dolor, denunciando los atropellos casi cotidianos en esta tierra a la que vino a vivir y a luchar a finales de 1977.
Eva era, además, luminosa y generosa. Sólo con estar un rato a su lado y escucharla te contagiaba parte de su fuerza. A pesar de su inmensa sabiduría y experiencia (o precisamente por ello), siempre estaba dispuesta a aprender, a escuchar. Festejaba entusiasmada todas las victorias, la de la Cuba, la de los movimientos bolivarianos de América, con Chávez, con Evo y siempre con el pueblo.
Un día le oí decir: «Tenemos que ser felices porque queremos cambiar el mundo». Seamos, pues, hombres y mujeres revolucionarios y, además, felices.