Lo he dicho otras veces: el capitalismo va tan deprisa que ha dejado atrás al hombre mismo, el cual corre sin aliento, siempre rezagado, para acomodar su paso a una historia que ya no puede ser la suya. Un invento muy reciente, extraordinariamente poderoso, está a punto de desaparecer o quedar marginado sin haber agotado todas sus posibilidades internas: la escritura. Nació hace poco más de 4.000 años en Oriente Medio, Egipto y China y recibió un impulso decisivo hacia el año 900 a. de C. en Grecia, cuyo alfabeto preciso, elegante y ligero ayudó a engendrar una mente nueva al mismo tiempo que un mundo susceptible ‑por vez primera- de orden y consenso. El alfabeto se convirtió en el umbral de lo que llamaré la condición letrada, un molde de percepción ‑maldito y venturoso- inseparable de todos esos hallazgos que identificamos con la historia misma del hombre: la objetividad, la división verdad/error, la ciencia y el derecho, el cuestionamiento de la fuerza y la autoridad personal, el carácter público de las leyes, el tiempo narrativo, la posibilidad misma de pensar de dentro afuera, al margen de las tradiciones colectivas y las inercias tribales. Hace poco más de 500 años la condición letrada encontró un potente vehículo de expansión en la imprenta de Gutenberg, gracias a la cual conseguimos robar la fabulosa técnica de Tot a los sacerdotes, gobernantes y burócratas para devolvérsela a los hombres.
De la revolución francesa a la rusa, de las luchas anticoloniales al socialismo cubano, se comprendió enseguida que la condición letrada era de algún modo ‑valga la redundancia- la condición misma de la emancipación; es decir, de la igualdad, la democracia y la justicia o, lo que es lo mismo, de una auténtica condición humana. Para la izquierda fue siempre una cuestión de vida o muerte la alfabetización de esa mayoría planetaria sumergida en la miseria e intencionadamente separada de su propia conciencia, de manera que la escuela se convirtió ‑y sigue siendo- objetivo prioritario de todas las revoluciones victoriosas, tal y como recientemente hemos visto en Venezuela y Bolivia. Pero los progresos son lentos y allí donde se producen llegan demasiado tarde. Apenas 4.000 años después la condición letrada no sólo no se ha generalizado sino que retrocede en todo el mundo; antes de haber aprendido realmente a leer, se exige que nos adaptemos a un nuevo paradigma tecnológico y gnoseológico.
La insistencia socialista en la educación letrada era desesperadamente certera. El problema es que la técnica de Tot es muy difícil; y la paradoja es que es esta misma dificultad la que proporciona a la escritura una ventaja incomparable que ningún otro medio posee. La dificultad de las letras estriba en que integran orgánicamente actividad y pasividad: no se puede aprender a leer sin aprender al mismo tiempo a escribir y todos los lectores, por el simple hecho de serlo, son al mismo tiempo escritores. En realidad el solfeo, la programación informática o la manufacturación de imágenes ‑por citar algunas- son técnicas mucho más complicadas que la escritura. Pero, al contrario de lo que ocurre con la lectura, uno puede disfrutar de Beethoven sin saber armonía, contemplar y entender una película de Kurosawa sin aprender dirección cinematográfica y chatear y navegar por Internet sin estar familiarizado con la informática. La paradoja es que si hace falta promocionar heroicamente la lectura, si hay que dedicar dinero y esfuerzo a hacer campañas en favor de la condición letrada, si es tan difícil conquistar un nuevo lector ‑mientras la televisión y el ordenador se imponen solos- es justamente por su superior calidad democrática. Por decirlo con Pitágoras, los lectores son matemáticos ‑activos, productivos, creativos- mientras que los espectadores e internautas, a merced de opacos programadores, son sólo acusmáticos.
No sabemos aún qué son exactamente las nuevas tecnologías ni qué nueva mente están engendrando. No sabemos si Internet es una técnica como la escritura, una herramienta como la imprenta, un nuevo continente como América o un órgano como nuestro riñón derecho. Probablemente es todo eso al mismo tiempo. Lo que sí podemos decir es que nos introduce ‑nos está introduciendo ya- en una condición post-letrada; en una condición en la que lo decisivo, como nuevo marco de percepción, no es ya la letra pública ni, como a menudo se cree, el dígito oculto sino la pantalla encendida. La expresión no es elegante, pero a la espera de forjar una mejor podríamos hablar de condición pantállica.
El papel está condenado a desaparecer no porque sea ecológicamente insostenible o caro sino porque está muerto: recibe la luz de nuestros ojos y exige por lo tanto una atención intensa y disciplinada. Por eso la filosofía está orgánicamente atada a la madera y no sobrevivirá a su muerte. En su lugar, la pantalla está viva; emite su propia luz y, si resulta por ello más atractiva, demanda una atención mucho más débil y superficial; una atención dispersa, fugitiva, vaporizada, si se quiere, en la simultaneidad de las muchas pantallas abiertas al mismo tiempo ante nuestros ojos. Ningún cerebro finito estará jamás a la altura de la infinita potencia tecnológica de la red; ninguna razón finita podrá encontrar ahí la linealidad y sucesión que le proporcionan la frase y la hoja de papel ‑que sólo se puede pasar despacio.
Nunca fuimos realmente letrados; nunca llegamos a ser letrados, y ya no podremos serlo. La población mundial está cada vez más dividida entre analfabetos y post-letrados. La franja propiamente letrada se encoge cada vez más y con ella todas las posibilidades entrevistas hace 4.000 años y nunca desplegadas por completo. ¿También el socialismo? Frente al entusiasmo acrítico de tantos internautas, la izquierda debe atreverse quizás a reconocer que también tecnológicamente está perdiendo la partida. Enseñar a leer ya no sirve. Y es a partir de este hecho desnudo ‑la condición post-letrada y tal vez post-humana de la historia- que debe replantearse todas sus estrategias.