Era previsible que el problema griego acabara abriendo la espita financiera de la Unión Europea para salvar no sólo el euro sino a los bancos e instituciones que desde la Bolsa con sus manipuladores han producido la catástrofe. En primer lugar parece claro que la Unión Europea es una máquina que pertenece a esa minoría poderosa que ha hecho del juego financiero y de los estados metidos en ese juego un instrumento a su servicio. Los Estados saben que son una herramienta del dinero-poder que permitirá utilizar a fondo las facultades de explotación que las leyes estatales ponen al alcance de los prestímanos. No se trata, por tanto, de sanear la economía sino de perpetuar el mecanismo de expoliación.
Los setecientos mil millones de euros que Bruselas ha decidido movilizar para inyectarlos con urgencia en el sistema arterial financiero no serán utilizados para crear establecimientos fabriles, agriculturas modernas o centros creativos de cosas y servicios materiales sino para permitir que la rueda del imaginario bolsístico siga girando en un espacio abstracto en que solamente se aloja un poder que no tiene relación alguna con las necesidades reales de las masas. Europa no es más que un inmenso casino, donde juegan hasta los sindicatos. El gran mercado ya no se ocupa de la economía clásica que hasta ahora se alimentaba con la mejora de la existencia ciudadana aunque los signos le indiquen, sin embargo, que con sus tejemanejes financieros está procediendo a su propia autocombustión.
El mismo presidente de los Estados Unidos ha criticado con la amargura de un derrotado el desprecio del mundo financiero por canalizar las ayudas recibidas hacia el crecimiento real del empleo competente, que es lo que define la salud de una economía. La corrección de la economía se sostiene en una producción estable y un consumo racional. El escándalo financiero actual queda patente en la decisión del Banco Central Europeo de aceptar toda la deuda de cualquier estado por parte de los bancos privados sea cual sea su calificación de riesgo. La calificación de deuda basura ya no será tenida en cuenta para decidir qué es la verdadera riqueza.
En el lenguaje empleado para definir la situación hay una falsificación escandalosa. Hablan los políticos, los agiotistas y los expertos que les componen las ecuaciones de que se trata de defender el euro, pero ¿qué euro? Porque hay una variedad extensa de euros. Hay el euro del agio, hay el euro de la pequeña y mediana empresa, hay el euro de la Bolsa, hay el euro del poderoso y hay el euro del consumidor y el euro del derrotado. Como hay el euro alemán, el francés, el griego, el español, el portugués… Por tanto, cuando se habla de defender el euro, ¿de qué euro se trata?
Claro es que la defensa del euro agiotista, que es lo que ahora han acordado los grandes, puede desembocar en una fenomenal inflación asentada para mayor gravedad sobre un estancamiento vertiginoso de la economía real. Un euro fluvial que no desembocará en nada que lo absorba. No será un euro fértil. Y eso es lo que ahora tratan de remediar los estados reunidos en Bruselas. ¿Y cómo remediarlo? Pues tratando fundamentalmente de mantener una última y trágica conexión del dinero de papel con la realidad económica. Como es obvio advertir, la cuestión va introduciéndose cada día más peligrosamente en un embudo. Porque esa conexión del dinero de papel con la realidad económica no se hará mediante una hibridación material de la economía que absorba la riada monetaria, que ya no brota de ninguna expansión material sino de un cultivo de laboratorio.
Los medios reales para recomponer el puente entre la estafa social y la pervivencia del aparato financiero se obtendrán estrujando los paupérrimos medios de pago que quedan en manos de la ciudadanía, bien restringiendo los salarios, bien recortando los beneficios sociales, bien eyectado masas crecientes hacia el paro, bien extremando la fiscalidad… El dinero real con que maniobran ahora los poderosos ‑agotado el dinero falsificado- tratará de abastecerse en la realidad irrisoria que brota de la pobreza de los más. El euro pobre será destinado a fecundar el euro transgénico.
El naufragio del sistema resulta estruendoso. De ahí las enloquecidas maniobras de las bolsas, del vaivén de las cotizaciones, de la contradictoria valoración cotidiana de los bonos y de la deuda. El entierro del viejo liberalismo burgués devorado por el neoliberalismo se está convirtiendo en una orgía. Conviene que hablemos de estas cosas con la máxima claridad a fin de sortear las añagazas de los pícaros que quieren ocultar su imbecilidad. Sobre todo hay que evitar arrodillarse ante las leyes como si por si mismas trajeran la verdad indiscutible. Distinguir lo que hay de homicida en el seno de las leyes amasadas en la gran tahona del poder es la tarea más urgente a la que han de entregarse los trabajadores que hayan recobrado su conciencia de clase.
¿Y cómo distinguir las leyes justas de las que son injustas? Martin Luther King recurría nada menos a que a Santo Tomás de Aquino para cerner la calidad de las normas. Decía el Aquinatense: «Toda norma que enaltece la personalidad humana es justa; toda norma que degrada la personalidad humana es injusta». ¿Y acaso las leyes que se están dictando sobre empleo, salarios, pensiones, impuestos y otras materias relativas al trabajador enaltecen siguiera un gramo la personalidad humana? ¿Acaso todas esas normas que acrecen la riqueza de los poderosos limpian el horizonte de las más flagrantes injusticias?
Pues bien, si es evidente que la mayor parte de las leyes que se elaboran ahora para salvar el euro degradan a la mayoría, ¿no es justo que esa mayoría defienda su vida con las más extremosas armas que tenga a mano? No debe temblarle el pulso al ciudadano que arremete contra el muro que le separa de la vida aceptable y que le certifica como ser con espíritu honrado y alto destino. No jueguen gobiernos y estados, policías y jueces con la jibarización de los conceptos para hacer de la violencia de los oprimidos un crimen. No jueguen porque la sangre está inundando la tierra y los poderes están cometiendo la avilantez de calificar moralmente las armas que la derraman, sus armas, claro es, al amparo de unas banderas despreciables y de una moral venenosa.
Podrán los tales asomarse a los balcones de una derecha cada día más brutal o de una izquierda que escuda a esa derecha y desde esas tribunas hablar como los sacerdotes corrompidos ‑oh, Dios, la corrupción de los sacerdotes‑, pero la gente con inteligencia decente hará sonar su faltriquera y verá, con el Aquinatense en su tiempo o con Marx en el nuestro ‑dos seres moralmente incandescentes- que la moneda que le resta constituye la pieza de acusación de la gran indecencia de los poderosos.
Ahí está el euro agostado que repara desde su pobreza la cruel contabilidad de quienes hablan de sacrificios desde su caballo de oro. ¿De dónde va a sacar el pueblo esos setecientos mil millones que han de salvar al euro esquilmador? ¿De dónde va a sacar ese pueblo que vive sumergido en la desesperación los millones precisos para que continúe la gran partida con cartas marcadas?
Los estados están en quiebra, la banca juega en un laberinto del que ha desaparecido Ariadna, los ricos ya no saben para qué lo son, los estados afilan diariamente la guadaña para segar la calle y los sicarios de palabra escasa y pensamiento ciego dirigen expediciones revestidos de hopalandas y brillos para perseguir el «crimen» de los que, desesperados, se esfuerzan por plantear la batalla contra los tiranos. Invitan los socialistas al socialismo; convocan los fascistas a su moral poblada de ángeles. Y el pobre exangüe duda y, obedeciendo, se lo lleva el volcán que, a la vez, se fulmina a sí mismo.