Símbolo de lo que representa el estado de la actual democracia tras la transición son los marquesados de Queipo de Llano, Varela de San Fernando y San Leonardo de Yagüe, para los generales Queipo de Llano, Varela y Yagüe, “el carnicero de Badajoz”; y el Ducado de Mola, para el “Director”, como le llamaron sus acólitos en los preparativos del golpe de estado al general Mola.
El más divertido de los títulos concedidos por Franco, en medio de su borrachera nobiliaria, fue recibido por Pedro Barrié en 1955, gran cacique gallego dueño de FENOSA, ahora controlada por Gas Natural, que fue nombrado Conde de FENOSA, o sea Conde de las Fuerzas Eléctricas del Noroeste Sociedad Anónima. Otorgados por Francisco Franco ‑pero refrendados por el actual monarca y los gobiernos de la democracia- los descendientes siguen heredando los títulos ganados por sus antepasados en la orgía de sangre y violencia del genocidio franquista.
Emblema del poder que no han perdido, en lugar de ser juzgados por crímenes de lesa humanidad, renuevan sus títulos nobiliarios con una prepotencia insultante. Así el ex ministro de Justicia, Bermejo, renovó al nieto del tristemente famoso general García Escámez el Marquesado de Somosierra en la simbólica fecha del 18 de julio de 2009 y el actual titular de Justicia, Caamaño, ha firmado el Marquesado de Oreja, para Marcelino Oreja, tío de Jaime Mayor, el de la “extraordinaria placidez” del régimen franquista, en abril de este 2010. Sólo falta que los canonicen.
Quienes defienden su crítica y escepticismo hacia banderas, himnos y emblemas varios con una cierta arrogancia “progre”, obvian una realidad antropológica, porque todas las culturas y movimientos sociales en la historia de la humanidad se han cobijado bajo alguna simbología, unos en la defensa de causas justas, algunos para imponer e intimidar y otros por pura estética. Los símbolos han sido utilizados por quienes desean mantener su status de poder y por aquellos que pretenden derribarlo, por eso, en sí mismos, no tienen excesiva importancia, pero es notable en su contexto sociopolítico.
El sentimiento grupal no es, per se, negativo: familia, comunidad, pueblo, equipo se unen bajo determinadas circunstancias. Como dice un amigo que decía Foucault, “el individuo es un invento moderno del siglo XVIII”. Invento fatal para el planeta, pues el desarrollo de esta concepción del ser humano bajo el capitalismo nos ha llevado a una noción del mundo egocéntrica y cruel, basada en una desigualdad justificada por méritos personales, bajo los que se ocultan los verdaderos pilares del régimen individualista: el racismo y la discriminación sexual, económica y de clase. Han conseguido una atomización de las relaciones humanas que nos debilita y empobrece frente a las únicas y cohesionadas herramientas de su sistema antidemocrático: una patronal, un FMI, un Banco Mundial…
Toda esta introducción para afirmar que la simbología es reflejo de la sociedad en la que vivimos. Se nos contó que después del franquismo disfrutábamos de la democracia gracias a una transición paradisíaca (que defiende con ardor la derecha negacionista del franquismo) y esta visión fue asumida mayoritariamente en el estado, a excepción, sobre todo, de los territorios vascos, donde un fuerte movimiento político y social denunció desde sus inicios esa macabra operación de borrado de memoria. Con este objetivo olvidan contar el permanente peligro de golpe de estado con el que los franquistas chantajearon para firmar la LOAPA, los Pactos de la Moncloa o el Amejoramiento del Fuero navarro, claves en el devenir de esta miserable democracia que sufrimos. Ignoran deliberadamente a los sicarios fascistas que mataron a decenas de personas durante la transición y el recurrente miedo a una nueva guerra civil con el que amenazaron. El engaño, la represión y el chantaje emocional dieron sus frutos gracias a la colaboración de quienes pasaron de la clandestinidad a los sillones de ejecutivo y trajes de marca italiana. Y éstos, ¿qué tuvieron que pagar a cambio? Entre otras menudencias, la unidad indisoluble de la patria española; una implícita ley de punto final; un rey Borbón que había sido ya jefe del estado franquista y por tanto máximo responsable de sus crímenes (Juan Carlos Borbón asumió interinamente el poder del 19 de julio al 2 de septiembre de 1974 y del 30 de octubre al 20 de noviembre de 1975 por enfermedad de Franco) y la renuncia al himno de Riego y a la bandera republicana. Símbolos sí, pero muy importantes porque nos enseñan mucho a cerca de nuestra realidad política. Esta democracia ha apuntalado un estado militarizado, con obispos castrenses incluidos, económicamente en manos de los banqueros y en el que los crucifijos y las banderas españolas presiden la casi totalidad de despachos oficiales acompañando al retrato del rey, antes príncipe franquista.
La ikurriña representa, para un importante sector de la sociedad vasca, una señal de identidad, primero antifranquista (“jamás admitiré la bandera vasca mientras esté en el poder” afirmaba en 1976 Fraga, ministro y uno de los padres de la Constitución) y luego “antiposfranquista” porque, por ejemplo en Navarra, puedes pasearte con la enseña de Asturias o la de Perú, pero la ikurriña está prohibida y perseguida, como atestiguan los numerosos sumarios abiertos por esta causa.
La rojigualda, motivo de orgullo en muchos rincones del estado español, también encarna para no pocos ciudadanos la caverna rancia y reaccionaria que mira con nostalgia las estampitas del Caudillo. La bandera “okupa”, el anagrama de la lucha por la liberación de la mujer, el sol antinuclear y otros han servido para expandir su mensaje y unir a mucha gente en esas reivindicaciones, lo mismo que la cruz permite a los cristianos identificarse y defender públicamente su fe y su imperio ideológico y material.
Algunos dirigentes de UGT, CCOO, PSOE y PCE, que vendieron muy baratos sus emblemas, cada 14 de abril sacan de sus armarios la enseña republicana y vocean el “no pasarán” mientras la ciudadanía demócrata del estado español espera el alumbramiento de un verdadero movimiento social de izquierda, republicano, que respete el derecho a la autodeterminación y empuje a la sociedad a defenderse ante esta crisis provocada por la insultante ambición del poder económico.
Mientras tanto en Euskal Herria, a pesar de la falsa acusación de nacionalismo racista de quienes desprecian unos símbolos por decimonónicos y hacen “como que no ven” los impuestos por los dirigentes de esta falsa transición, la izquierda agita la bandera de la independencia, con la esperanza y la convicción de conseguir “el derecho a decidir” por vías exclusivamente políticas y la seguridad de que ese importante sector de la población, por la cuenta que le trae, sabrá unir fuerzas con ese fin.